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Se muere. No puede ni resollar.

– Aj, aj, ajjj… -exhala el aire a duras penas.

– Pe, mi amor… Mi amor, mi amor…

Penélope siente que sus ojos se han vuelto del color del agua sucia.

– Pe, mi amor… Oh piedad.

Da vueltas de un lado a otro. Morirá en el intento. Pero, ¿qué está intentando? No consigue recordarlo.

Quiere parar y mirar algo, concentrarse mirando algo. Algún objeto, una silla, la televisión apagada. No puede hacerlo. Tiene que moverse, seguir este ritmo que sólo ella escucha.

Sexo. Fruslería evanescente.

Amor. Todos los amores son monstruosos en el fondo. Todos tienen algo perverso. Estas ganas de poseer, de ser los únicos en disfrutar y padecer su pueril pornografía, su espeluznante intimidad.

Un desperdicio de fuerzas impuesto por la tradición y la biología.

Eso es.

Hay que joderse.

¿Y la deslealtad? Bueno, también. Maldito sea el cretino, que por primo, mezcló las cosas del amor con las del honor.

Matarlo. Hacerlo trizas.

Qué noble parecería Ulises una vez reducido a carne picada. Qué inocente y manejable.

– ¿Cómo has podido acostarte con alguien así, además? ¡Menuda mujer! -solloza Penélope-. ¡Si es enorme! Sexualmente podría haberte matado. Te saca toda la cabeza.

– Quizás… bueno. Como es más alta que yo, me ponía nervioso que posara para mí de pie, así que le pedí que se sentara y… una cosa nos fue llevando a la otra -dice Ulises, y lo dice de una manera muy formal y grave.

Encima.

– Querrás decir… dice Penélope.

– Quiero decir lo que quiero decir, lo diga o no lo diga -se defiende él-. Es sólo sexo. No le des tanta importancia. Además, había tomado precauciones.

– Pero esa, esa especie de bestia… de… ¿Cómo has podido, eh? -lloriquea Penélope-. ¡Pero si se ve a la legua que es de esas mujeres a las que les asoma el clítoris por debajo del dobladillo de la maxifalda!

– Penélope. Tampoco hay que insultar, amor mío.

– ¿Insultar? Pero qué indignante, qué sádico, qué…

– No me digas eso, cariño…

– ¡¿Cómo has podido, cerdo asqueroso?! -Penélope suelta un bramido y hasta ella misma se sobresalta por la potencia de su voz-. ¿Es que no has visto Atracción fatal ? Llevan veinte años reponiéndola en televisión, por Dios Santo. ¿No sabes lo que les pasa a los hombres casados que tienen aventuras? ¡Esa, esaesaesa… tipa que acaba de irse de aquí con el culo al aire podría ser Glenn Close!

Ya lo decía Bonnie Tyler, el mundo está lleno de hombres maduros; aunque Ulises, y que el cielo ampare a Penélope, ni siquiera es todavía un hombre maduro. Ya lo decía Bonnie Tyler, lo hacen, lo hacen, lo hacen los hombres casados. Lo hacen, lo hacen, lo hacen hasta ponerse morados.

– Cariño, tú eres lo mejor que me ha pasado. En la vida real -dice Ulises.

– ¿Y cómo te lo tomarías tú si ahora salgo yo por ahí y busco otro tío y lo meto en tu cama? En mi cama. En la cama que ambos compartimos. ¿Qué pensarías si yo y él… si él y yo y yo y él y yo…? -Cuánta gente, piensa. Dos no pueden ser tantos. Está muy alterada.

– No estaba en nuestra cama, Pe.

– Estaba tumbada, despatarrada, en medio de tu estudio, que es lo mismo -dice ella.

– No es lo mismo -protesta Ulises.

– Para mí, sí.

– Mi amor, mi amor… -él intenta tocarla, aunque Penélope lo rechaza-. Estás llena de ideaciones celotípicas.

– ¿De qué?

– De celos injustificados.

– Dios… Injustificados… Ideaciones celotípicas. Hablas como un puto juez.

– Mi amor, mi vida… Ven aquí. Deja que te abrace, deja que… -dice Ulises.

– ¡Y una mierda! -contesta iracunda Penélope, y rompe a llorar adornando su aflicción con largos y gemebundos aullidos.

Están tomando el té en casa de Aglae, una amiga de su madre. (Su madre tiene unas amistades tan raras, tan similares a ella…) Ulises y Penélope están sentados en un sofá, frente a la mujer, y el marido de Aglae está disecado en un rinconcito soleado del salón, junto a un ficus. Ambos parecen agradecer los rayos de sol del atardecer que entran por el balcón, aunque la planta se muestra más efusiva. El marido de Aglae es un tipo corpulento, aunque en otro sentido distinto al que lo es Ulises. Mientras éste tiene bíceps y tríceps y otra serie de músculos a juego bien marcados, que ha conseguido a fuerza de boxear en un gimnasio durante años, el marido de Aglae es grande y gordo y ahí termina su robustez.

Penélope sabe que está soñando, pero saberlo no logra que disminuya su inquietud. Le parece que las cosas no son todo lo correctas que tendrían que ser en el salón de Aglae. No deberían ser así. Vamos, a ella se lo parece.

– Me suelo compadecer muchísimo de los perros -dice Aglae, que va vestida como un ama dominante: botas altas de cuero negro, sostén de cuero negro, ligueros de cuero negro y nada más a la vista. Bueno, sí. Todo lo demás a la vista-. Me suelo compadecer porque, pobrecitos míos, me parece tristísimo para ellos que vivan en el mundo extraño de los humanos y que, encima, no hablen el idioma.

– Claro, claro -corean a la par ella y Ulises.

Aglae se levanta y va hacia su marido, que se mantiene muy tieso en su puesto, de pie, enseñando un poco la dentadura cadavérica, con gesto inconsolable (debe ser duro haber pasado por las manos de un taxidermista sólo para complacer a su esposa y hacer más agradable la convivencia).

– ¡Y tú te callas! -le grita Aglae al fiambre disecado de su cónyuge; luego, dirigiéndose al par de tortolitos, pero sobre todo a la tortolita-: A los hombres no se les puede dejar pasar ni una.

Aglae le restriega a su marido un pañuelo de cuero negro por las comisuras del hocico. Frota con energía y determinación en medio de la boca entornada, igual que se hace con el vaho rebelde de los espejos.

– Tengo que llamar a los de la empresa de mudanzas, para que me lo lleven uno de estos días al dentista. Que se lo acerquen al doctor Morillo, a la clínica de Rosales -dice la mujer mientras lo lustra-. Hay que limpiarle el sarro.

Ulises se pone de pie, se acerca al extravagante matrimonio. Se inclina. Mira con detenimiento la cara del marido.

– ¿Eso amarillo que tiene entre los dientes es sarro? -pregunta, curioso.

– Pues claro.

– ¡Que Dios me perdone! -dice Ulises, desolado-. Yo creía que era orina.

Vuelven a sentarse. Aglae agarra entre sus manos la taza de té. Tiene las uñas pintadas de cuero negro, ¿cómo se las habrá ingeniado para hacerse tamaña manicura?

– La boca es una cosa muy íntima -dice Penélope señalando al marido.

– Sí, desde luego. En ese sentido es como el culo -asiente Aglae.

– Sí, en ese sentido, y en otros muchos -corrobora Ulises.

– Así que, siguiendo con lo nuestro, por eso me decidí a montar la asociación -concluye Aglae, más para sí misma que para los otros.

– ¿Qué asociación?

– La Asociación de Perros Explotados Sexualmente -Aglae pronuncia las palabras con tanta intensidad que reciben cada sílaba en los oídos como si fuera un latigazo.

– ¿Hay perros así? -se interesa Penélope-. No me lo puedo ni creer. En qué mundo vivimos.

– Como lo oyes, querida.

– ¿Y quién los explota?

– Bueno, ya sabes… Hablamos de mafias aragonesas, de oscuros intereses urbanísticos, de amas de casa insatisfechas… Pero sobre todo hablamos de zoofilia y de cine pomo -su voz se vuelve reservada, acariciadora-. No podéis ni imaginaros la de chanchullos, el submundo, las circunstancias turbias, el dinero, el poder, las altas esferas… ¡Ja! No podéis ni imaginaros.

– Podríamos, si nos lo explicaras un poco mejor -dice Ulises, y Penélope lo mira con rencor por haber hablado.

Él se encoge de hombros.

– ¿Y tú qué haces al respecto? -pregunta Penélope.

– He creado esta Asociación -se puede percibir la A mayúscula de la palabra cuando la pronuncia-. La he fundado. La presido. La dirijo. Recaudo fondos. Monto escándalos al respecto. Chantajeo a alguna gente para conseguir dinero con el que sufragar mis campañas. Y recojo a los perritos y les doy tratamiento psiquiátrico, manutención y un hogar feliz en el que curar las heridas de sus almas caninas e inocentes.

– ¿Cómo recoges a los perros?

Aglae mira de reojo a su marido, que continúa impertérrito al lado del ficus. Hay una mosca andando tranquilamente, y probablemente dejando sus detritos, por su iris derecho.

– ¿Se ha movido? -pregunta Aglae, ansiosa-. No me digas que se ha movido.

– Yo creo que no.

– ¿Se ha movido o no se ha movido? ¿A que voy para allá…?

– No se ha movido -dice Ulises.

Penélope vuelve a lanzarle una mirada torva.

– Me decías que recogías a los perros…

– Ah, sí… Eso. Pues… tengo mis contactos y… -Aglae fija su atención en Penélope. Bruscamente, gira el cuello en dirección a su esposo, tratando de sorprenderlo.

– Te digo que no se ha movido.

– No lo subestimes -murmura Aglae venenosamente.

– Los perros, los recogías y… -Penélope se pregunta de dónde le viene este repentino interés por los chuchos explotados sexualmente. Siente una gran curiosidad, tiene que reconocerlo.

– Mira, como se haya movido… -Aglae hace un gesto desabrido; arruga los labios, malhumorada.

– No se ha movido -insiste Ulises-. Tu marido… ¿cómo se llama tu marido?

– ¡Gordon, Flash Gordon! -ahora parece que Aglae está amonestando a un potro encabritado.

– Ah, pues es un nombre propio muy… propio -reconoce Ulises-. Pero no se ha movido.

– Nuestro matrimonio es un infierno. Aunque ahora menos, claro… -Aglae lo señala con un látigo que hay apoyado en el brazo de su sillón-. Cerdooo… Se acostaba conmigo, y luego se negaba a pagarme lo que me debía.

– Pero, ¿no dices que es tu marido? -exclama Ulises.

– Por eso, querido. Tú mismo me das la razón.

– Bueno -tercia Penélope-, estábamos hablando de los perros, y tal.

– Claro. Yo conozco gente. Productores de cine XXXX. Utilizan a los pobres animalitos y, una vez que no rinden lo suficiente en el plató, se deshacen de ellos. Una patada y hala, a tomar viento. Perrera municipal y una andropausia y una vejez indignas y menesterosas. Objetos sexuales desechados. Peor que los condones usados. Mucho peor, dónde va a parar -explica Aglae-. Yo los acojo. Les doy cariño y compañía.

– ¿También los liberas de sus obligaciones fornicadoras? -pregunta Ulises morbosamente.

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