Llaman al timbre de la calle y Penélope oye a Roberta dirigirse al recibidor con sus pasos cansinos.
Ya casi es la hora de la cena.
– ¡Pregunte quién es antes de abrir! -oye decir a su madre. Se ha levantado y dijo que buscaría un buen vino para acompañar la ensalada y la langosta.
– Dice que es Ulises, su yerno, ¿le abro? -grita a su vez la mujer, en la otra punta de la casa, sosteniendo en una mano el telefonillo del portero automático.
Ulises ha llegado. ¿Vendrá con el niño? Si no lo ha traído, Penélope lo matará, y así ya no tendrán que discutir más por la criatura. Ni por nada.
– Ábrale -ordena Penélope.
Va taconeando hasta la puerta de la entrada y se dispone a esperar que Ulises suba hasta el ático. El ascensor es lento, antiguo y lento. Ella está impaciente.
Abre la puerta de par en par y se coloca bajo el dintel, los brazos en jarras, mientras intenta poner orden en sus anhelos.
El rellano es amplio, decorado con pesados muebles decimonónicos, y no hay más vivienda en esa planta que la suya, con la puerta principal y la de servicio cada una en un extremo.
El ascensor llega por fin, traqueteando y tosiendo de cansancio, como un viejo fósil de hierro y cables.
Ulises abre la puerta con dificultad. Lleva al niño en brazos, una bola de pelo blanco pajizo acurrucado contra el pecho de su padre. El crío va vestido de cualquier manera. A pesar de que todo lo que lleva puesto son prendas caras y de buen gusto que le suministra Penélope, se nota a la legua que Ulises no se esfuerza por combinarlas con un poco de gracia. Telémaco está amodorrado, y ella confía en que no haya pasado frío durante el trayecto en taxi. Porque Ulises habrá cogido un taxi, ¿verdad?, aunque es muy capaz de haber arrastrado a su niño por los transportes públicos madrileños a pesar del mal tiempo y todas esas bacterias y toses y mugre que Penélope supone flotando en cualquier enser que pertenezca a la municipalidad: peligros insospechados para la inocencia y la salud de su cachorrito. Si es así, si ha venido en autobús o en metro, Penélope ya tiene una razón más para matar a Ulises en cuanto se presente la ocasión.
– Hola -dice Ulises-. Me parece que no son horas para obligarme a sacar a Telémaco de casa. Es sólo un bebé, y ya debería estar durmiendo. En su cuna.
– ¿Cómo has venido?
– ¿Cómo que cómo he venido?
– ¿Has cogido el metro, el autobús?
– No, he cogido un taxi, y espero que tú me abones el importe, guapa. He pedido una factura. La tengo por alguna parte dentro de este bolsillo… -se palpa torpemente con una mano mientras sujeta el cuerpecito con la otra. Telémaco se rebulle, gruñe un poco.
Penélope lo fulmina con la mirada. En fin, al menos lo intenta, pero el empeño no resulta eficaz porque él sigue ahí, de pie, a dos pasos de ella, examinándola burlonamente mientras busca el resguardo. Enfadado, despectivo, arrogante.
Aunque la arrogancia suele ocultar una buena cantidad de desesperación debajo; no es más que una máscara y ella lo sabe, por eso puede oler su desaliento envuelto en altanería. Un bombón relleno con capas y más capas de emociones contradictorias, espurias y verdaderas, inciertas pero absolutamente lacerantes.
¿Te duele, Ulises? ¿Qué es lo que te duele? ¿Te duele a menudo, o sólo de tarde en tarde? ¿Es muy profundo el dolor? ¿Te duele tanto como a mi pobre madre? ¿Cuál es tu morfina, Ulises?
– Creo que ya va siendo hora de que vayamos delante de un juez de familia y aclaremos nuestra situación. Por el bien de Telémaco -dice él.
Ah, si pudiera asesinarlo ahora mismo.
– Dame a mi niño -ella tiende los brazos hacia él.
– No te conoce, encanto -sonríe a medias Ulises. Su voz es suave, nunca grita, ni siquiera cuando está muy enojado-. ¿De qué hablas? ¿Tu niño? Lo has visto unas cuantas veces desde que lo abandonaste, cuando aún necesitaba ser amamantado, y te atreves a decir que es tu niño.
– Claro que es mi niño. Mi niño pequeño. ¡Dámelo!
Ella empieza a elevar el tono de voz. Siempre procura mantener la calma delante de Ulises. En serio que lo pretende. Lo intenta de verdad.
Están en el rellano, separados por unos tres metros de distancia. Por millones de kilómetros de espacio sideral abarrotado de cuerpos celestes enloquecidos, sin órbita fija.
– Es mi niño. Mío, mío, y mío, ¿me comprendes?
– No, no te comprendo porque sólo la madrastra de Cenicienta podría comprenderte del todo. Pero intuyo vagamente lo que quieres decir.
Telémaco se despierta a causa de la discusión, gira, abre los ojos. Qué ojos resplandecientes. Se los frota con un puñito desorientado. Luego se mete los dedos en la boca. Todos ellos. Mira a Penélope con curiosidad. Hace al menos tres meses que no la ve. Ella ha estado ocupada. Nueva York, Roma, Tokio, París. No ha parado en los últimos tres meses, siempre de aquí para allá, como una peonza girando por el mundo y convirtiendo cada centímetro cuadrado del suelo que transita en pulcros y ordenados cúmulos de billetes.
– Ni siquiera te conoce -dice Ulises, y pone a Telémaco en el suelo.
Penélope abre los brazos para que él se acerque. Se agacha hasta ponerse a la altura del niño.
Callada, definitivamente silenciosa, ¿qué podría decirle?
– ¿Mu… mu… tter ? ¡Maaaaaammmmá! -exclama Telémaco, con una gran sonrisa que en un segundo evoluciona hasta ser un puchero ansioso para volver a trasmutarse en sonrisa acto seguido. Un plañido que le sale por la nariz y le hace atragantarse. Y luego todo un carcajeo gutural y nervioso. Jei, jua, gujá, jujú, hum.
Corre hacia Penélope dando tumbos como un muñeco patizambo de juguete que empieza a quedarse sin batería.
– Mocoso -masculla Ulises-. Traidor. Enano. Mujeriego.
La carne es débil, pero el alma lo es todavía más.
Tal vez, como decía Mark Twain, la vida sería infinitamente más feliz si pudiéramos nacer a los ochenta años e irnos acercando poco a poco a los dieciocho.
Claro que no es así como ocurre, por lo común.
La primera vez que Penélope sorprendió a Ulises con otra mujer, todavía no hacía un año que se habían casado. Ella pensó que la carne es débil, tratando de encontrar una justificación ante tanta ignominia.
Ulises había obtenido placer. Un orgasmo. Un polvo. Plis plas. Laxitud poscoito. Relax. Y lárgate, nena.
Penélope obtuvo orgullo herido. Celos. Rabia. Llantos histéricos. Ganas de matar. Trastorno mental no transitorio.
Esto es, quien mostró mayores síntomas de debilidad fue el alma de ella, no la carne de Ulises.
Pero Penélope era joven, todavía no había vivido ochenta años, ¿es que podría haberse comportado de otra manera?
Penélope no es una octogenaria, tiene veintiséis años y es una muchacha impetuosa. Está despechada, piensa en los placeres prohibidos de los manicomios. Sí, debería abandonarse. Extraviarse de una vez por los tortuosos caminos de la razón. Si ella -que no es tan buena dibujante como Ulises- tuviera que pintar una línea recta que representase la racionalidad, la pintaría llena de curvas.
Quiere volverse una chiflada. Ser demente está lleno de ventajas. Una no tiene que ir a la cárcel ni dar explicaciones cuando mata o roba o secuestra o hiere o se acuesta con el primero que llega. Una no tiene que trabajar porque nadie está dispuesto a consentir que lo haga. Y si se empeña en hacerlo: privilegio de minusvalía mental en las oposiciones para funcionarios. Y luego están los descuentos en los museos y en los parques temáticos. Puede dar positivo de cocaína o fenobarbital o Valdepeñas en los controles de la policía. Puede fumar, engordar e insultar a la gente por la calle. Puede pensar lo que quiera y hacer lo que le venga en gana y a nadie le resulta increíble que una, estando como está -o sea: como una cabra-, también forme parte del proceso evolutivo.
Está más que claro: volverse loca sólo le puede reportar ventajas.
– ¡Me voy a volver loca! -le grita a Ulises-. ¡Te acuestas con tus modelos, cerdo cabrón! ¿Ésos son los cuadros que pintas? ¿Con qué los pintas, con la polla? ¿Desde cuándo lo haces? ¿Desde cuándo me engañas? ¿A cuántas has metido en mi cama? ¿Para eso traes modelos a casa? ¿De dónde las sacas, de los anuncios de contactos? ¿Del barrio chino?
En Madrid, que ella sepa, no hay barrio chino.
El barrio chino.
Cuando alguien va de turista a Pekín, ¿es educado que le pregunte a cualquiera que encuentre por la calle hacia dónde cae el barrio chino?
Se concentra en su furia.
Qué bien sabe.
Aaaaah, hasta puede mascarla.
Se da cuenta de que él acaba de otorgarle el privilegio de comérselo vivo.
Tal vez lo haga.
Higaditos espolvoreados con poleo, casi crudos. Criadillas a la sal: veinte minutos en el horno precalentado y listo para servir a la mesa.
– ¿Cómo, cocococó… mo? -gimotea-. Yo me paso las horas muertas en ese centro asqueroso, después de haber acabado en la asquerosa universidad, estudiando todos esos patrones y sisas y diseño industrial. ¡Y aprendiendo a coser! Mierda, no tienes ni idea de lo frustrante que puede ser una aguja. Y tú, tú… uuuuú. ¡Oh, tú!
Los dos están en la cocina del apartamento que Vili les ha regalado por su boda y que Penélope tardó dos años en decorar a su gusto, antes de casarse. Ulises está desnudo, parece reservado y tranquilo, como si su lábil exposición corporal no fuera un obstáculo para estarlo. No debe serlo. Al menos, para él.
Ella busca los cuchillos de trinchar con la mirada perdida, pero no recuerda en qué cajón suele meterlos exactamente. Está muy alterada. Ni siquiera sabe para qué quiere localizarlos. Aquellos bonitos cuchillos de acero japonés que compró en la Teletienda.
La modelo ha recogido sus bragas de encima de un caballete churreteado de óleos y ha acabado de vestirse en el pasillo. Era muy alta, por lo menos dos metros. Sin exageración. Y muy seria. No ha dado explicaciones, no ha dicho nada. Ha salido lo más rápida y discretamente que ha podido. Ha puesto cara de estar omitiendo algo. Tenía unos labios gordos, porcinos. Una chupapollas, segurísimo. Penélope está convencida de que se ha ido babeando.
Guarra. Puta. Ojalá te mueras en la escalera. En la calle. Que te atropelle un coche. Que te caiga un rayo y te parta el coño.
– Pe, yo te quiero. Eres la única mujer de mi vida.
Penélope comienza a dar vueltas igual que una alimaña acorralada. Va al salón, al estudio de Ulises, a la cocina. Se nota fatigada, no puede respirar bien. Ha subido una montaña de ocho mil metros, sin sherpa ni nadie que la ayude a portar la mochila, y acusa el desgaste físico, va a morirse de debilidad. No debió subir tan alto. Cada paso que da se convierte en una náusea, como cuando levanta el pie en la oscuridad, preparada para apoyarlo sobre un peldaño, y luego resulta que ni hay escalón ni hay nada, sólo el suelo liso y un vértigo inesperado, una pirueta de la mente que pone boca abajo el estómago.