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Y ya que el tema salía a relucir, a Irma le hubiera gustado tener un hijo. Todavía le gustaría tenerlo. A pesar de que, bien mirado, estaba hasta el gorro de los niños que se veía obligada a cuidar diariamente en la guardería donde trabajaba de ocho de la mañana a cinco de la tarde. Pero un hijo propio, estaba segura, sería distinto. Pequeño, desvalido, precioso. Todo suyo.

Pensar en la muerte y los hijos le hizo rememorar a su propia madre. Desde hacía un par de semanas hasta aquella noche mientras discutía con Vili, no se había acordado de ella. Se sirvió una copa de agua mineral, que enfrió con unos hielos hechos con agua del grifo, y le añadió un limón exprimido.

Fue al salón, se quitó las botas y se tumbó en el sofá sin encender las luces siquiera. Se sintió bien en la penumbra de la habitación únicamente interrumpida por el resplandor blancuzco de los rayos, que zigzagueaban sobre los tejados de los edificios, cada vez más desanimados y pálidos, a medida que se alejaba la tormenta.

Su madre había influido mucho en la vida de Irma. Sí, una madre siempre es importante en la biografía de cualquiera, incluso cuando es una madre ausente, porque está muerta o simplemente porque abandonó a su progenie. Pero a Irma le parecía que la suya había sido especial, incluso un caso clínico.

Se encogió sobre el sofá y trató de evocar su cara ceñuda, agresiva, de miradas rápidas y severas. Ella, su mamá, había cogido su infancia y la había descarnado hasta los huesos. Irma todavía se sentía magullada.

Cuando era pequeña y rezaba en silencio nunca decía, como el resto de los niños, «Señor, ten piedad», sino que solía concentrarse y pedir temblorosamente: «Madre, ten piedad». Pero la piedad no era la principal virtud de su madre. Es cierto que nunca la castigó con golpes, o encerrándola en una habitación tenebrosa, ni con ningún otro tipo de anticuados correctivos sádico-pedagógicos.

No era esa clase de persona, menos mal.

No: era peor, sonrió Irma en la nebulosidad de la noche que anegaba su casa.

El primer recuerdo que tenía de su madre era una impresión vieja, tan desgastada como un jersey después de incontables lavados con detergente barato, lleno de oscuridad y adornado de palabras que se habían encaramado a su memoria al estilo de una parra que trepa desordenadamente por la indefensa pared de la consciencia. Era el de una mujer seria que agarraba con fuerza un cazo de hierro repleto de judías verdes mientras se acercaba peligrosamente a la niña que Irma había sido, que permanecía a su vez muy quieta, sentada en una silla de la cocina. A aquella niña le gustaba jugar al fútbol, aunque todos dijeran que era un deporte de chicos y ella un chicazo por practicarlo, y aquella tarde, durante uno de sus partidos improvisados en medio de la calle, había resbalado, se había caído y se había despellejado la rodilla derecha.

«Te podías haber roto la pierna, ¿me oyes?, ¿sabes las complicaciones que trae una pierna rota? ¡No tienes ni idea!, ¡te podías haber quedado coja para siempre! -le dijo su madre mientras movía el cazo arriba y abajo delante de sus ojos espantados-, preferiría enterrarte antes que verte con una pierna rota» -concluyó la mujer, y por fin dejó el cazo de nuevo sobre el fuego de la cocina.

Irma había sido una niña delicada y sensitiva, a pesar de su afición al fútbol, y tampoco le hizo ningún bien oír a su madre cuando, a los trece años, tuvo su primera regla y la mujer le explicó escuetamente lo que significaba aquel malestar ensangrentado entre sus piernas: «Preferiría verte muerta antes que embarazada», fue su resumen del doloroso y crucial acontecimiento femenino. Mientras la escuchaba, Irma se mordía las uñas y pensaba que el flujo que le había estropeado las braguitas nuevas era rojo y terrible, casi tanto como los ojos de su mamá.

En fin, podía ser que el hecho de que Irma aún no tuviera hijos, a pesar de haber estado casada durante tres años, se debiera a que su madre aún estaba viva.

La señora era, y seguiría siendo mientras viviese, triste y dramática igual que una catástrofe natural. Producía en su hija el efecto de un terremoto en la India, o que la visión inesperada en la televisión de un feto muerto arrojado a la basura dentro de una bolsa de El Corte Inglés que aún conservaba el ticket de la última compra. Su madre era monocromática como la visión de un ciego. Era un pájaro que nunca había sido capaz de volar. Lo único que había aportado al mundo era su cara avinagrada, por no hablar de esa aterradora extravagancia de elegir la muerte de los demás antes que cualquier acontecimiento que implicase algo de cambio, de contrariedad, de alegría o de simple vida en la vida.

«Preferiría amortajarte esta noche antes que verte en la discoteca a las cuatro de la mañana, rodeada de fulanas y de golfos drogadictos», le espetaba sin cesar en su adolescencia cada vez que ella quedaba con sus amigas el sábado por la tarde.

Evidentemente, Irma no salió mucho por ahí, ni se divirtió demasiado en su adolescencia y primera juventud. Consiguió alejarse de su pueblo, en la provincia de Cáceres, y de la luctuosa influencia de su madre, después de tener novio formal durante casi un año, casarse e irse a vivir con su marido a Madrid, donde lo habían destinado.

Su ex marido era sargento de la Guardia Civil. Un buen hombre, honesto e irreprochable, pero ella no lo quería, ¿qué se le iba a hacer?

Cuando, aprovechando unas vacaciones de Pascua, comentó en su casa que su relación conyugal se estaba yendo a pique, la madre -siempre fiel a sí misma-, advirtió a la hija: «Preferiría ir a visitarte al camposanto antes que verte divorciada y en boca de todo el mundo».

Pero Irma ya tenía casi treinta años y, sobre todo, empezaba a sentirse cansada. Treinta años de abatimiento maternal acumulado pueden llegar a pesar mucho sobre una sola espalda, y tan pequeña como la suya además; de modo que se levantó del sofá de skay marrón, se estiró la falda, fue hasta el aparador del salón y cogió su bolso de mano, donde tenía las llaves del coche. Miró a su madre y le sonrió silenciosamente, con dulzura. Se fijó en que, detrás de la ventana, revoloteaban docenas de gorriones en un alegre torbellino de alas y de cánticos, tal vez celebrando la llegada de la primavera; y pensó fugazmente en lo triste que sería si alguno de ellos muriese en ese momento, en medio del atolondrado esplendor, del placer instintivo que supone estar vivo.

«Está bien», le contestó a la mujer que la observaba con los ojos muy fijos, anestesiados por la tensión. Dejó escapar un suspiro suave: «Entonces allí nos veremos, mamá, en el cementerio», musitó. Salió en zapatillas a la calle, se subió a su coche y volvió a Madrid sin coger siquiera el equipaje que había llevado para pasar una semana en la casa materna.

Desde ese día habían pasado más de dos años.

No había vuelto a ver a su madre, ni la había llamado por teléfono. Y su madre, tampoco a ella.

Se divorció de su marido y empezó a salir adelante por su cuenta, con la única ayuda de su trabajo en la guardería. Sobrevivir no había sido nada fácil.

Le dio un trago a su agua aromatizada con limón y brindó por su madre elevando la copa al aire, embriagada de una tenue soledad entre las sombras del cuarto.

Había conocido a Andros, su novio, en una discoteca de Atocha, muy ruidosa y atestada de gente de lo más variopinta (cubanos, magrebíes, africanos del sur, polacos e inmigrantes en general; grupos de señores maduros, procedentes de Madrid capital y alrededores, ansiosos por ligarse a alguna treintañera; oficinistas solteras y chicas de alterne, soldaditos españoles con la noche libre…). Fue un sábado de hacía cinco meses. Solía ir por allí con Katia, su compañera de trabajo en el jardín de infancia. Aquella noche su amiga iba vestida al estilo de la Madonna de los años ochenta, con una cazadora de cuero negro, varios rosarios de carey colgados del cuello a modo de collares, y un top azul marengo lleno de lentejuelas que titilaban tanto que parecían estrellas de un minúsculo e inestable universo encajado en su pechera. Irma, por el contrario, se había puesto un traje de chaqueta de popelín marrón brillante, entallado en la cintura y con unas solapas diminutas. La falda le llegaba por debajo de la rodilla y estaba calzada con unos zapatos afilados de tacón que la estaban matando.

Katia le estaba haciendo alguna confidencia cuando un tipo se les acercó. Llevaba el cráneo rapado, aunque se notaba que no se había pelado al cero para parecer moderno, sino por disimular una calvicie fulminante. Tenía racimos de puntitos negros detrás de las orejas y por el cogote, allí donde algunos pelos todavía reunían el valor suficiente como para atreverse a salir a la luz del yermo capilar que era aquella calavera.

«Yo creía que los hombres cuando te quieren intentan hacerte feliz, ¿no?, y resulta que él es de los que piensan que quien bien te quiere te hace llorar. O sea, de los que te dan una somanta de palos cuando pierde su equipo de fútbol, y luego te dicen que los golpes son en beneficio tuyo, o sea… como si los putos puntos que te dan en el hospital para coserte las heridas fueran puntos de descuento en el puto supermercado, ¿no? O sea, una cosa así», le gritaba Katia a Irma, a voz en cuello, tratando de hacerse oír por encima del estruendo musical que inundaba el local.

«Oye, nena», el calvo se sentó al lado de Irma. Tendría unos cuarenta años y sostenía una copa en una mano y un cigarrillo en la otra.

«Qué equivocada vivo, ¿verdad? ¡Ja! -continuó Katia-, o sea, que a mí me parecía que un tío que no te pone la mano encima como no sea para bajarte las bragas con tu consentimiento, o para darte un masaje tailandés, pues que es como… una compañía más agradable para una chica. Y ahora voy y me entero por boca de este cafre que el amor verdadero consiste en pasar por… no sé, como por un saco de entrenar de ésos de los gimnasios de boxeo, ¿sabes los que te digo? No te jode.»

«¿Y tú qué le dijiste cuando te dio el tortazo?», se interesó Irma.

«¿Puedo tutearte?», le preguntó el hombre que acababa de sentarse junto a ella.

«Decir decir, lo que se dice decir no le dije nada, la verdad. Salí pitando de su casa en cuanto me largó su discurso de mierda y se dio media vuelta. No lo he vuelto a ver desde entonces. Ni falta que me hace, o sea…»

«Digo que si puedo tutearte», insistió el calvo tocando levemente el brazo izquierdo de Irma.

A ella le dolían los pies y no le gustaba la cara del intruso.

«¡Como lo intentes te rompo yo a ti también la cara a guantazo limpio!», le respondió Irma chillando.

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