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– Todos buscamos la perfección -se excusó Irma-. Todos queremos ir un poco más lejos cada día. Queremos un poco más, y otro poco. Eso es el progreso, me parece.

– ¡El progreso! -Vili rugió suavemente-. ¿De verdad crees que el progreso existe?

– Sí.

– ¿Y cómo definirías el concepto de progreso?

– Es un avance. Es algo que hace que las cosas sean mejores con el tiempo.

– ¿Mejores para quién?

– Para todo el mundo.

– ¿De verdad que para todo el mundo? ¿También para ese niño de cinco años, huérfano y comido de liendres y de llagas, que escarba ahora mismo en un basurero infectado de ratas en Lima, Perú? ¿O quizá para él las cosas no mejoran tanto con el tiempo?

Irma frunció los labios, incómoda y ligeramente turbada. Su cuello enrojeció y sus omóplatos se relajaron. Tenía una leve sensación de sofoco. No le gustaba que Vili utilizara esos argumentos. Le recordaban a su madre y a la catequesis: al remordimiento organizado como forma de control moral, a la religión más rancia. Le olían a represión y a culpabilidad.

Así se lo dijo al hombre.

– Está bien… Olvidemos a ese niño, pero no olvidemos que existe -reconoció Vili, a su pesar-. Porque si el progreso es una ley general que sólo falla en los casos particulares, entonces a mí no me convence. No me parece que ese avance sea real. -Hizo una pausa y se levantó de su sillón, para volver a sentarse unos segundos después-. Eso en cuanto a la prosperidad material, porque en lo que respecta a la espiritual, ¿tú crees, Irma, que la naturaleza humana es hoy día distinta a como lo era cinco, diez o veinte siglos antes de Cristo? Yo no lo creo. Yo creo que seguimos siendo los mismos seres humanos de antaño. Débiles, trágicos y violentos. Miserables y con una enfermiza tendencia a la aflicción. ¿Dónde está el progreso?

– Tal vez en nuestro propósito de que exista ese progreso, esa mejora.

– No tengo nada que objetar a algo así.

– En seguir buscando…

– Me parece bien. ¿Y tú qué buscas, Irma? -preguntó Vili con los ojos entrecerrados, mientras mordisqueaba el capuchón de un bolígrafo.

– Busco mi propio paraíso -dijo Irma-. Y en mi paraíso particular hay mucho amor. Está lleno de amor. Pero sobre todo hay bienestar, lo que hoy día quiere decir que hay dinero. Así es mi paraíso, y por eso lo busco desesperadamente. Por eso lucho cada día.

– Lo buscas desesperadamente, buscas tu propio paraíso… ¿Por qué? ¿Qué tiene de malo nuestro infierno de aquí abajo? ¿Conoces otra cosa? ¿Alguien conoce algo mejor? -Vili escrutó algunas caras que lo rodeaban.

– Nooo… -dijeron los presentes, en un murmullo.

– Yo lo conozco por mis sueños -se atrevió Irma, empezaba a ponerse nerviosa, aunque todavía era capaz de soportarlo-. En mis sueños sí existe.

– Claro que los sueños, sueños son, ¿no te parece, Irma?

– Sí, Vili. Pero son hermosos.

– Faltaría más. La vida, incluso sin amor y sin dinero, también es hermosa, ¿no te habías fijado? La vida sin más, completamente desnuda, es lo más bello y lo mejor que nos podía pasar.

– No, no para mí.

– No para ti, ¿eh? ¿Y quién eres tú? -preguntó Vili.

– Una mujer -respondió Irma. Su pelo rubio platino brillaba, era casi fosforescente.

– ¿Y qué es una mujer ?

– ¿Un animal racional? -se atrevió la chica, un poco vacilante.

– Claro, hasta ella lo duda… -le cuchicheó Jorge al tipo que tenía al lado que, por otra parte, era para él un perfecto desconocido. (Ulises no había acudido aquella noche a la Academia. Tenía al crío constipado.)

– ¿Sólo animal? -Vili se irguió en su sillón, sus labios dibujaban una sonrisa de burla, pero con ribetes de camaradería-, ¿sólo racional?

Irma oteó a la gente, moviendo la cabeza a un lado y luego al otro. Todos los presentes la miraban y, aunque no se sentía del todo incómoda, empezaba a ser consciente de sus miradas, y eso le impedía concentrarse de una forma adecuada.

– Animal. Racional. Y también mortal -concluyó Irma con un suspiro de alivio al ver que Vili asentía por fin.

– ¿Y de qué te sirve tu racionalidad? ¿De quién te diferencia?

– Supongo que del resto de los animales.

– ¡Incluidos los hombres! -gritó desde el fondo de la sala una voz femenina que Irma no supo identificar.

El público atendía religiosamente al diálogo entre maestro y discípula a pesar de los embates de la lluvia y el viento, que zarandeaban el ventanal con un desprecio tan inclemente como estruendoso.

– De los animales… -Vili pensó; hizo unos gestos teatrales con la mano, acariciándose el mentón y luego rascándose la cabeza-. Entonces lo mejor es que no actúes como un animal si no quieres parecerte a ellos, si lo que quieres es seguir conservando esa diferencia que dices que tienes respecto a las fieras. No actúes como una cabra. Ni como una hiena. No actúes como un ganso ni como un perro. Ni como una oveja. Epicteto decía que nos portamos igual que las ovejas cuando nos mueve el estómago, o el sexo, cuando nos dejamos arrastrar por el azar, cuando actuamos suciamente o con desinterés. Cuando nos conducimos así, entonces somos como la oveja y echamos a perder al hombre. A la mujer, en tu caso. Porque perdemos la racionalidad, Irma.

– Yo la pierdo a menudo, sí. Pero es que hay cosas en el mundo que me resulta difícil poder soportar, ¿sabes, Vili?

– No me digas. ¿Y qué sensación te provocan esas cosas?

– De ira, supongo… -Irma se encogió de hombros.

– La ira. ¡Ah, la ira! Cuando nos mueve la ira, la maldad o la violencia, entonces nos desenvolvemos igual que las fieras. Y unos matan. O le pegan a su mujer. Otros rompen platos y vasos porque están furiosos. Algunos somos grandes fieras asesinas; y otros, que no damos para tanto, fierecitas pequeñas y malvadas que se ensañan con la vajilla y la hacen añicos porque no pueden hacer otra cosa. -Vili abrió los brazos y examinó a Irma durante unos segundos-. ¿Eres tú una de esas pequeñas fierecillas malignas, Irma, o eres una bestia sobrecogedora y sedienta de sangre?

– Pequeña, más bien. -La joven no se sentía avergonzada confesándolo, en los últimos años había hecho muchos ejercicios mentales hasta conseguir disculparse a sí misma con sencillez por los errores veniales de su vida, ya que otros no tenía, sin sentirse gratuitamente abrumada por el peso de una culpabilidad tan amenazadora y carente de fundamento como el pecado original, e igual de omnipresente. Ahora era toda una especialista del autoperdon, o casi-. Pequeña, pero aplicada.

– Entonces no eres una mujer. Por lo menos no siempre.

– Puede ser -aceptó ella-. Puede ser que no siempre.

– ¿Y por qué nos quieres hacer creer que eres judía, si eres egipcia? ¿Por qué quieres que pensemos que eres rubia, si eres castaña? ¿Por qué nos dices que eres mujer y racional, si tú misma acabas de confesar que sueles ser una pequeña fiera de vez en cuando?

– ¡Porque lo intento! -arguyó Irma con vehemencia-. Trato de ser una buena mujer, una honesta mortal; intento que la conciencia de mi mortalidad no me impida ser racional a cada minuto. Pero también intento tener amor, y dinero. Y como vivimos en un mundo feroz, cuesta mucho conseguir esas cosas que yo necesito.

– Sí, es posible. Quizá el mundo sea feroz… -El filósofo meditó un poco, examinando con detenimiento el linóleo agrisado del suelo-. ¿Vivimos en un mundo salvaje, según tú?

– Oh, sí.

– No me cabe la menor duda, Irma: desde luego que el mundo es así. Sí que lo es, si aceptamos que está lleno de personas que, al igual que tú, suelen comportarse como fieras -concluyó Vili lentamente.

Cuando el dinosaurio se extinguió, la cucaracha ya estaba allí. Parecía mentira que hubiese pasado tanto tiempo desde entonces y el inmundo parásito aún siguiera aquí, impasible, estático y repugnante testigo de la brumosa historia de la Tierra. ¿Nos vería desaparecer también a nosotros, los humanos, como ocurriera en su día con los grandes saurios? Irma no lo dudaba ni por un momento. Contempló con asco el oscuro ejemplar de cucaracha madrileña. Coleaba nerviosa por el suelo de la cocina, sorprendida entre las migas caídas de algún emparedado de marisco que Andros, su novio griego, se habría preparado con precipitación para merendar.

– Tú, por lo menos, no lo verás -dijo, sonriendo con crueldad hacia el desconcertado insecto-. No verás el fin de la especie humana. Ni siquiera el mío.

Cuando la aplastó con su bota de cuero sevillano (tacones de diez centímetros) oyó una especie de lamento apagado -aunque es posible que sólo fueran imaginaciones suyas-, seguido de un débil «crachs». Quedó un rastro húmedo pegado al pavimento, algo así como una papilla entre negruzca y azafranada, igual que si se tratase de los restos de un pequeño membrillo sollozante pisoteado con violencia en plena maduración.

Lo limpió todo con unas servilletas de papel que después arrojó a la basura. Se lavó las manos con cuidado. No le gustaba matar, ni siquiera a las moscas. La muerte le parecía a Irma algo demasiado subrepticio para la dignidad humana. Pero no podía soportar a las cucarachas. Y entre la muerte y una cucaracha elegía siempre la muerte, sobre todo porque se trataba de la muerte de un insecto y ella tenía la sensación de que el acto de la muerte era, en tal caso, algo diminuto, sin la más mínima importancia.

No obstante, no siempre estaba segura de eso. No, no siempre.

¿Era comparable la muerte de un bicho y la de una persona? Podría apostar a que la muerte de un gusano, por ejemplo, carecía de… trascendencia, digámoslo así, al lado de la de un niño.

Sin embargo, a veces…

Irma no sabía si era posible equiparar la muerte animal con la muerte humana, o si debía hacerse a la inversa. Por un lado se corría el riesgo de santificar la vida hasta lo ridículo, y por la otra de profanarla de la manera más abyecta e impúdica posible.

No, no, no. No había lugar a dudas: entre un irrisorio hecho luctuoso -la defunción de un insecto-, y tener que soportar al insecto, prefería usar sus tacones sobre el espinazo del sujeto en cuestión y olvidarse de pamplinas animistas. Lo mismo que no dudaba si tenía que elegir entre Shakespeare y Walt Disney.

Prefería al último normalmente, claro. Aunque, a veces…

Ah, qué terriblemente variadas son las exigencias de nuestra ignorancia. Tal vez Irma hubiera podido compartir su cocina con una cucaracha. Tal vez la cucaracha hubiese sido una buena compañía después de todo, quién sabe. Por lo menos está claro que las cucarachas saben cuidar de sí mismas desde su más tierna edad, al contrario que un hijo.

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