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– Que no, mamá, que no he dado un estirón, que tengo ya cuarenta y tres años… -repitió Jorge cansinamente, con los labios rozando y humedeciendo el auricular del teléfono.

– Estoy segura de que no te alimentas correctamente -dijo la señora, al otro lado de la línea.

Cuando ella llamaba lo primero que decía, después de oír el hastiado «diga» de su hijo, era: «¿Jorge?, ¿estás ahí?». Y el aludido a veces deseaba contestar: «No, no estoy aquí, mamá. Ya me he marchado».

Claro que nunca lo decía.

– Entonces, ¿por qué te están cortos lo pantalones nuevos que te he mandado por correo? -inquirió la señora.

– Supongo que es algo relacionado con la marca de la ropa -explicó desanimado Jorge-. Cada marca parece tener sus propias ideas respecto a lo que significa la palabra «talla». Y unas las hacen más cortas, otras más largas. Y así.

– ¿Seguro que te alimentas como es debido?

– Sí, me alimento como es debido, mamá. Incluso me sobran unos kilos, como a todo el mundo hoy día -suspiró, tumbándose en el sofá y cerrando los ojos con resignación mientras sujetaba el teléfono entre el cuello y el hombro.

– Debes alimentarte mejor.

– Está bien, mamá. Lo haré.

– No, me dices eso para que me quede tranquila, pero no piensas hacerlo. Comer bien es muy importante, Jorge.

– Lo sé. Lo sé. Comeré bien.

– No, no comerás bien.

– Sí, sí que lo haré.

– No lo harás, te conozco, hijo. -Su madre lanzó una pequeña exclamación que sonó como un chisporroteo a través del teléfono-. Seguirás comiendo mal. Tan seguro como que dos y dos son cinco.

– Dos y dos no son cinco, mamá. Son cuatro.

– ¿Ah, sí? -Se hizo un silencio que no duró mucho-. Bueno, me he equivocado por poco, ¿no?

– Llevas razón, mamá. Debería comer más fruta y verdura. Calditos y arroces. Legumbres. Pero sabes que no dispongo de mucho tiempo para guisar. Tengo que comer fuera casi todos los días.

– Desde que esa bruja te dejó, ni tu vida ni tus comidas son las adecuadas.

– No empecemos, mamá.

– Vale, vale… No pretendía sacar el tema. -La mujer carraspeó incómoda-. Bueno, y dejando aparte esos dos detalles sin importancia, me refiero a tu vida y a tus comidas, ¿cómo te va desde la última vez que te llamé?

Lo había llamado por última vez hacía dos días.

– Oh, estupendo. No debes preocuparte por mí. ¿Qué tal tiempo hace en Santander? ¿Puede jugar al golf papá?

– Sí, ya lo creo que juega. Él es así. Ni los elementos desatados consiguen mantenerlo encerrado en casa.

– Déjalo que se distraiga, ahora que puede.

– Siempre ha podido. De hecho, siempre se las ha arreglado para hacer lo que le da la gana.

– ¿Y tú, cómo estás? -preguntó Jorge, aunque no deseaba en absoluto preguntarle a su madre una cosa así. Detestaba servirle excusas en bandeja de una manera tan tonta. Enseguida se arrepintió de haber formulado la cuestión, pero ya era tarde.

– Mi pierna derecha es una ruina, parece una patata asada demasiado asada. Mis ojos pueden oler y oír, pero no ven ni tres en un burro nada que esté situado a más de un centímetro de distancia de mis gafas. Por no hablar de otros temas. Por ejemplo, del tema de la congelación.

– ¿El tema de la qué? -gimió Jorge.

– De la congelación. Tú sabes que a mí me encantaba congelarlo todo. Me sentía tan protegida como una osita repleta de provisiones. Tener un congelador del tamaño de un arcón de pirata me hacía sentirme segura, hijo.

Ah, sí. Jorge lo sabía.

Hay quien descubre un día que ver llover le hace feliz, hay quien descubre América y hay quien descubre un aparato para extraer la pelusa de los jerseys, y todas esas cosas logran cambiar sus vidas. La madre de Jorge hacía mucho que había descubierto la congelación . Durante años lo congeló todo. El queso, la nata, el aceite. El vino añejo. El agua mineral. Cualquier tipo de comida y bebida. Lo sólido, lo líquido y lo gaseoso. Lo medio vivo y lo desgraciadamente cadáver para siempre. Y se complacía en contárselo a todo el que quisiera oírla. Para ella la congelación era algo así como una gran conquista social. Adoraba explicar con detalle cómo se las ingeniaba para cocinar ingentes cantidades de alimentos cada vez, a pesar de que eran sólo dos personas a la hora de sentarse a la mesa (ella y su marido), y pese a que tenía una criada cántabra famosa por su maña con los pucheros. Cuando quería aportar un poco de intriga a una de sus largas explicaciones sobre cómo asar, dorar, estofar o macerar algún producto comestible, siempre terminaba preguntando: «Y cuando acabé tenía suficiente para alimentar a veinticinco personas. Como mínimo. Así que, ¿sabes lo que hice?». Entonces su interlocutor, a poco que la conociera, se atrevía a interrogarla tímidamente a su vez: «¿No lo congelarías, por casualidad, Olga…?».

– ¿Qué pasa con la congelación? Yo creía que te encantaba.

– Hasta hace poco, sí. Me encantaba, tú lo has dicho.

– ¿Y ya no?

– No, ahora me horroriza. Lo prefiero todo lo más fresco posible. Incluso cambiaría a papá por otro si no fuera porque hasta yo reconozco que ya es demasiado tarde para mí.

– ¿Ah, sí? ¿Y cómo ha ocurrido el cambio? -Jorge se levantó con pereza y se encaminó, sin despegarse del teléfono inalámbrico, hasta la cocina. Se sirvió un vaso de whisky y cerró los ojos mientras daba el primer trago.

Se temió que, antes de que acabara la conferencia con su madre, estaría completamente borracho. No es que él fuera un alcohólico, se trataba sencillamente de que su madre despertaba en él cierta ansiedad que sólo conseguía sobrellevar con un poco de estoicismo de andar por casa y mucho de una alegre predisposición a la dipsomanía.

– Hoy día apenas sabemos lo que comemos -dijo Olga luctuosamente-. En las granjas, ceban a los bichos con porquerías, y les dan de beber antibióticos en vez de agua, para que no la palmen de cáncer y cosas así antes de ser sacrificados.

– ¿Y qué tiene eso que ver…? -se sintió obligado a preguntar Jorge-. ¿Qué relación hay con eso y el congelamiento?

– El otro día vi un reportaje en la televisión sobre el Yeti, el hombre de las nieves. Era un tipo joven y sano, que llevaba años y años congelado, en medio de las montañas. Su aspecto dejaba mucho que desear.

Cuando colgó el teléfono por fin, Jorge tenía un dolor de cabeza muy feo, que no sabía si achacar al whisky o a su madre.

Se encaminó al cuarto de baño y abrió la puerta. Se acercó a la taza del váter y le lanzó una ojeada ebria y nostálgica al papel higiénico. Sobre el portarrollos colgaba un cartelito de cerámica que había comprado su mujer en un rastrillo. Una de las pocas cosas que le tocaron a él en el reparto de los bienes gananciales. «Úsalo con moderación. Es tu responsabilidad», decía el dichoso letrero que ella había suspendido, atado de un cordel rosa, sobre el papel higiénico del baño principal de la casa que compraron en la sierra. Ahora, lucía su patética recomendación en el estrecho váter del apartamento de Jorge.

El hombre se sentó sobre la taza y, después de terminar, utilizó casi todo el rollo de papel, presa de algún tipo de furia derrochadora y antiecológica de origen extraño.

Tiró tres veces de la cadena del retrete, y luego se dirigió otra vez al salón. No tardó mucho en llegar, su apartamento era pequeño, de apenas sesenta metros cuadrados. Ya estaba decorado y amueblado cuando lo alquiló, y empezaba a aburrirse de contemplar siempre las mismas láminas de tonos pastel, reproducciones de acuarelas sin gracia, enmarcadas en metacrilato negro y colgando de las paredes, avergonzadas de sí mismas pero alineadas pulcramente una al lado de las otras.

Quizá debería comprarle un cuadro a Ulises, pensó Jorge de pronto. Se lo propondría en cuanto lo viera. Eran amigos, y seguro que podía hacerle un precio especial. Así tendría algo con vida propia alegrando aquella sucesión de paisajes enmarcados y muebles anodinos, casi incoloros, que le hacían sentir que él era la única estridencia con algo de movimiento y calor propio dentro del apartamento.

Qué buena idea, ¿cómo no se le había ocurrido antes? Le compraría un cuadro a su amigo Ulises, sí. Incluso dos, ya puestos.

Se sentó frente a la pequeña mesa que hacía las veces de escritorio, encendió su ordenador portátil, activó el Netscape y se fue hacia sus Bookmarks favoritas.

Bueno, bueno, bueno… Se censuraba a sí mismo el deseo y la audacia, pero tampoco era para tanto. No había por qué hacer un drama del hecho. Tampoco era como tener esqueletos en el armario.

Total… porque pasaba todo el tiempo que podía viendo el sitio de Victoria Secret's en Internet -braguitas, cullottes , tangas y sostenes, bonitos pero baratos, asequibles al bolsillo de casi cualquier mujer-; total… porque se introducía, en cuanto tenía un rato libre, en un chat de lesbianas muy entretenido que había descubierto hacía unos meses…

Total.

No, no era para tanto.

Cierto, es posible que él tuviera el Síndrome de la falsa lesbiana . ¿Pero le hacía daño a alguien sólo porque se dedicaba a charlar un par de horas cada día con otras chicas, haciéndose pasar por una rubia tetona, y violentamente sáfica, de Móstoles?

Jorge creía que no.

Encendió la tele con el mando a distancia y en la pantalla aparecieron los dibujos animados de la serie Cow amp; Chicken, de David Feiss. Con el disparatado y familiar ruido de fondo que provenía del aparato se sintió menos solo, más confiado y dispuesto a fingir de manera brillante, a mentir con la mayor sinceridad posible.

«Hola, soy Marta, y hoy me siento tan lasciva y despreciable que podría escribir bonitos poemas sobre el culo de mi chica, o hacer el amor durante horas sólo con la boca, atada de pies y manos. Me parece que sois todas unas putas cagadas y que no tenéis valor para venir aquí, a mi casa, a compartir conmigo mis sueños más perversos. O para salir a la calle y dejar que la gente os reconozca. Me parece que sólo habláis y habláis pero seguís escondidas igual que ratitas tímidas. No hay más que contar los anuncios de contactos de las revistas: "Chico busca chico", ochenta y cuatro anuncios. Y al lado, "Chica busca chica", cuatro. Las lesbianas o somos menos o somos mucho más cobardes. Así que… ¡vamos, dad la cara si tenéis lo que hay que tener!», escribió Jorge, y envió el mensaje al foro del chat.

Pensó que debería ir hasta el frigorífico y sacar una cerveza fresquita y unas aceitunas antes de que la cosa empezara a animarse, cuando le contestaran seis o siete lesbianas airadas, encorajinadas como niñas a las que él hubiera dado un brusco estirón en las trenzas.

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