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Discutían sobre literatura a menudo. Una tarde, Johnny le recitó, con su acostumbrada mordacidad, unos versos de Marcial que, afirmó con una sonrisa retorcida, le iban al pelo a Fran:

Sertorio nunca termina las cosas,
aunque comienza un centenar.
Cuando jode me pregunto
si es capaz de terminar.

– Eres un desgraciado mental -le reprochó Fran al otro.

– Mira… Yo sólo trataba de estimularte un poco, para que te decidas de una vez a hacer lo que quieres hacer, te salga bien o mal, ¿viste? -Johnny enderezó la espalda y se pasó la mano por la frente sudorosa-. Pero, oye… tú a mí no me hablas así, porque yo soy un tipo con sesenta y cinco libros de poesía escritos, mientras que tú no has sido capaz de acabar ninguno de los que has empezado. Y yo creo que me merezco otro respeto, ¿oíste?

– ¿Y cuántos has publicado, eh?, ¿cuántos? Has escrito muchos, según dices… ¿pero cuántos has publicado?

– ¿Qué tiene eso que ver con lo que estamos hablando?

– Tiene que ver -se rió Fran-, ya lo creo que tiene que ver. Te pasas la vida diciendo que eres un artista, pero ¿qué tienes tú de artístico, aparte de una nariz igualita que la de John Lennon?

Johnny se puso furioso, algo que no le costaba especiales esfuerzos conseguir. Apretó con fuerza los labios, tratando de contener su ira y dando la impresión a quienes lo miraban de que tenía todos los dientes sueltos, revoloteando cómodamente dentro de su boca, mientras él trataba de contenerlos con torpeza para que no se le cayeran al suelo.

– Eres un cabroncete fracasado -le dijo a Fran por fin, antes de darse la vuelta y alejarse de él-. Pero no vas a conseguir que me pelee contigo, capullo. Como dice Vili, y como diría Sócrates: si un borrico me da una coz, ¿voy a ir yo a demandarlo a los tribunales? -Espiró con calma y echó a andar hacia la puerta de la Academia-. ¡Anda y que te jodan!

El amor, qué preciosidad de palabra. El amor había sido durante diez años su refugio. Creyó en el amor. Séneca aseguraba que lo mejor del dolor es que si dura no es grande, y si es grande, no dura. Él podría decir ahora puntualmente lo mismo del amor.

El suyo había durado diez años. No era mucho. Ni poco. Quizá porque no fue un amor grande, ni pequeño. Ahora creía que era mucho más fácil escribir mil historias de amor que vivir una sola. Lo único malo era que él, en concreto, todavía no había sido capaz de redactar ninguna.

Empezó bastantes novelas (sobre todo de amor, pues estaba íntimamente convencido de que el amor y las dudas eran los más excelentes temas que un escritor virtuoso podía tratar). Pero aún no había terminado ni una sola. Apenas si había escrito un par de líneas en cada ocasión, como le reprochaba con perspicacia Johnny.

Intentó garabatear algunos poemas en su cuaderno de notas. Sin resultado satisfactorio. ¡Había tantos versos hermosos que flotaban por ahí, en alguna parte del aire o de su cabeza! Pero Fran no era lo suficientemente hábil para poder atraparlos.

Leyó por enésima vez los Sonetos de Shakespeare.

¡Shakespeare, oh, demonios!, ¡Shakespeare!, qué buen poeta sería Fran si hubiese escrito sus versos.

Fran se había licenciado en Empresariales y trabajado en los últimos catorce años como gerente comercial de distintas compañías. Cuando emprendía un cometido nuevo, el primer día florecía en él todo el apasionamiento de que era capaz. Tomaba iniciativas ambiciosas, hacía planes brillantes y osados que otros se encargaban de ejecutar, pero que lograban aumentar las ventas con rapidez y efectividad de manera inmediata.

Eso ocurría al principio.

A Fran los arranques le gustaban, eran su debilidad. Pero tal y como pasaba con sus novelas (innumerables proyectos sellados con incontables primeras frases de estilo deslumbrante), la fuerza se escapaba de él en los primeros instantes, como de una botella de cava agitada violentamente antes de ser descorchada, y se agotaba en poco tiempo.

Se quedaba atascado.

Entonces lo invadía la desidia. Una indiferencia paralizadora contra la que no se sentía capaz de batallar. No podía dar más de sí. No podía y no podía. Era algo superior a él. Era su modo de ser, su naturaleza, se decía Fran tratando débilmente de disculparse.

Lo más sorprendente era que él, devoto del artificio (¿qué otra cosa, si no, es en esencia la literatura?), se rindiera enseguida, sin presentar la más mínima resistencia, a los tiranos caprichos y las rígidas leyes del mundo natural. Lo que vemos es todo lo que hay sobre la Tierra, absolutamente todo. Pero es aquello que no conseguimos ver lo que logra que las cosas existan, que cambien y que nosotros mismos nos transformemos; que nada esté nunca quieto. En Fran, lo invisible también era un contrapeso que aniquilaba a todo lo visible de su vida. Así de simple. Así de traumático.

Cuando se casó con Laura -diez años atrás y poco más o menos recién ingresado en serio en el mundo laboral-, se sintió vigoroso, y de alguna manera profundo, arraigado sobre un terreno bien asentado, igual que un viejo madroño; lleno de pretensiones y confianza, sorprendentemente seguro entre los brazos de una mujer sin aspiraciones y tan vulnerable como la suya.

Ella cambiaba las sábanas tres veces por semana, guisaba, se asustaba ante los pequeños contratiempos de la vida diaria, y no era mezquina. Él cuidaba de ella, y ella de él. Fran era el niño grande y el papá de Laura. Y Laura era la mamá y la niñita pequeña de Fran.

Todo era perfecto.

Cuando él perdía un trabajo siempre lograba hacerse con otro y presentarlo a los ojos de su esposa como mejor que el anterior.

Entre medias, se dejaba hundir por una temporada en la ciénaga de su desgana, pero lograba chapotear hasta la orilla, enfangado y exhausto, para iniciar cuanto antes la búsqueda de un nuevo pozo infecto en el que zambullirse. Hasta que descuidó tanto su último trabajo que lo echaron y no logró dar con otro igual de bueno, o superior al precedente. Desde entonces se limitaba a cobrar su subsidio de desempleo y a observar detenida y fríamente cómo se acababa su matrimonio mientras Laura se veía obligada a trabajar diez horas diarias en la recepción de un hotel del centro, para ayudar con su sueldo a pagar las facturas que no podrían cancelar valiéndose solamente del dinero del paro que Fran cobraba mensualmente.

Veía a Laura trabajar y alejarse de él.

Era como si estuviera remando, dirigiéndose hacia algún sitio determinado que sólo ella conocía.

Ay, Laura, Laura… Su tanto tiempo amada conjunción copulativa. La otra mitad de su yo.

Se le ocurrió que quizás era un buen momento para lanzarse de lleno a la escritura de su novela. Al fin y al cabo convertirse en escritor era algo que había deseado sin cesar desde que podía recordar.

– Escribe un bosquejo de la novela y un primer capítulo -le había sugerido Laura-, yo te buscaré una agente y podrás comenzar tu carrera.

Fran estuvo de acuerdo con su mujer. Eso es lo que haría: pergeñar una sinopsis arrobadora de su historia, componer un pequeño capítulo de demostración -nada definitivo, pero lo bastante sugerente como para apoderarse del corazón de cualquier agente o editor en su sano juicio-, y arrojarse de lleno al mundo del talento. Tal vez de la fama. Seguramente de la gloria.

En fin, no se le antojaba un mal horizonte de perspectivas, la verdad. Sobre todo teniendo en cuenta la situación de emergencia vital en la que se encontraba. Sobre todo teniendo en cuenta -sobre todo, sobre todo- su debilidad congénita que ahora, ya pasada la cuarentena de su existencia, lo amenazaba igual que un constante y desgraciado azote, una incombustible desolación que había empezado a admitir por primera vez como real, aunque fuera a regañadientes.

Pero pasaron los meses y Fran no acababa su capítulo de prueba, ni siquiera el pequeño esquema de lo que sería la soberbia novela que pensaba escribir.

Laura lo presionaba sin cesar a este respecto, cada vez más molesta y desconfiada. Las peleas conyugales se hicieron frecuentes. Y encarnizadas. Cualquier pretexto era bienvenido para iniciarlas. Una mancha de café torrefacto en un pantalón casi nuevo. Que Fran había olvidado otra vez comprar el pan. Que Laura se sentía habitualmente demasiado cansada para estar dispuesta a hacer el amor cuando a su marido le apetecía.

– Hace tanto tiempo que no hacemos el amor… -se quejaba Fran-. Eso nos está distanciando, cariño.

Laura se encogía de hombros.

– Hoy estoy deshecha. Completamente agotada -susurraba.

– Se te pasará. Vamos a la cama.

– He dicho que no -insistía su mujer-. ¿No me has oído?

– Me parece que te estás pasando, Laura.

– ¿Pasando? ¿De qué, o sobre qué?

– Esto no puede seguir así.

– Estoy de acuerdo. -Laura inclinaba la cabeza sobre el pecho, y se encogía sobre sí misma, acurrucándose en el sillón-. Acabemos cuanto antes con esta pesadilla. Llamaremos a un abogado.

– Vamos, vamos… -Fran se acercaba a ella, con un brillo de impotencia en la mirada-. No he querido decir eso.

Y Laura, que pensaba que había llegado el momento de empezar a cuidar de sí misma, lo contemplaba por encima del hombro.

– Nunca dices lo que quieres decir, Fran -murmuraba con una voz suave y floja, igual que un sonsonete hilvanado en el aire-, y nunca quieres decir lo que dices. Pero yo creo que, en realidad, no tienes nada que decir, así que… ¿cómo ibas a poder decirlo?

Más tarde, ella se iba a dormir al dormitorio de los niños. De los niños que nunca tuvieron, pero que estuvo preparado para recibirlos desde el mismo momento en que contrajeron matrimonio.

Fran veía un rato la televisión antes de meterse en la cama. Cuando por fin se deslizaba entre las sábanas, se cubría con el embozo; y a veces lloriqueaba un poco y mordía la almohada.

Pero su vida cobró otro sentido la tarde en que, paseando por el parque del Retiro, sin nada mejor que hacer que lanzarles piedrecitas a los patos desde el embarcadero del Estanque Grande, su mirada se tropezó con la de aquel hombrecillo.

Arrugado, pequeño. Sin esperanza ni vida en los ojos. Con unos pantalones de pana verde demasiado grandes para su talla, y una expresión agria y desdichada en la cara. Dibujada a punta de navaja, se podría haber dicho.

ESQUELETOS EN EL ARMARIO

La felicidad no consiste en la alegría

ni en la lascivia, ni en la risa o en la burla

– que son compañeras de la ligereza-,

sino que reside muchas veces

en una triste firmeza y constancia.

M. T. CICERÓN,

La naturaleza de los dioses

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