– ¡No paréis! ¡Seguid con los sacrificios!
Alzó la vista hacia el cielo, que se iba cubriendo rápidamente de nubes sobre el Templo. Luego miró a Ahuítzotl, que estaba mudo de terror. El aspecto del sacerdote era terrible, algunos parches en su piel seguían ardiendo y el resto era una herida abrasada.
– No temas -dijo para tranquilizar al asustado tlatoani -, todo sigue su curso tal y como estaba previsto.
Mantener el equilibrio en aquella resbaladiza pendiente ya era bastante desafío, pero Koos Ich tenía que luchar al mismo tiempo que trepaba. Los nahual que vigilaban que los cuerpos sacrificados no se detuvieran en su descenso por las gradas se dirigían ahora hacia él.
El itzá esperó agazapado la llegada del primero. Según bajaba, el hombre-jaguar le lanzó un machetazo en un amplio arco horizontal. Koos Ich saltó por encima del arma y, mientras estaba en el aire, golpeó a su enemigo en el cuello. Un poco más abajo, en las gradas, Kazikli tuvo que apartarse para dejar pasar los dos bultos que descendían rodando por los escalones: la cabeza y el cuerpo del nahual. Pero su mente estaba concentrada en un único punto y sus labios murmuraban una interminable letanía.
Un segundo nahual cargó contra Koos Ich. El guerrero itzá gritó mientras forzaba sus músculos al máximo y hundió su macana en el vientre de su enemigo. Sujetó con ambas manos el mango de madera y recuperó su arma de un tirón salvaje que lanzó el cuerpo del hombre-jaguar por los aires. Se revolvió sin detenerse, de nuevo al ataque, y levantó su maza ensangrentada sobre su cabeza para golpear al siguiente nahual.
No dejaban de llegar. Avisados de la batalla que se estaba librando en las gradas, muchos hombres-jaguar habían abandonado la plataforma de los santuarios para lanzarse escaleras abajo y enfrentarse con aquel fabuloso guerrero.
– Dzul! -gritó Koos Ich-. ¡Ya no puedo más! ¡No puedo contenerlos!
Por un momento se volvió para mirar al hombre que lo seguía. Los ojos de Kazikli estaban blancos como los de un pez hervido y su pelo parecía agitado por el viento del torbellino invisible que los rodeaba. Su boca abierta emitía un grito interminable y apenas modulado.
Junto a Lisán, el cuerpo de Jabbar sufrió un espasmo. El Mujer Serpiente se volvió para mirar al turco, que había empezado a agitarse violentamente.
– ¡No! -exclamó el sacerdote-. ¡Ahora no!
Como había hecho antes con Piri, pero ahora con una expresión desesperada en el rostro, el Mujer Serpiente alzó una mano y murmuró algo. Jabbar se elevó lentamente en el aire, hasta detenerse a una buena altura sobre sus cabezas. Los espasmos de su cuerpo eran continuos y lo agitaban como si fuera un trapo azotado por el viento.
Talos hizo una señal a los arqueros apostados en el extremo de la plataforma, que empezaron a disparar sus flechas hacia el cuerpo flotante de Jabbar. Éste fue atravesado por decenas de dardos que se abatieron sobre él en un reguero incesante. Algunos chocaban contra otros antes de alcanzarlo y caían al suelo, pero la mayoría se clavaron en su carne, hasta dejarlo con el aspecto de un puercoespín.
De repente, las nubes se abrieron y mostraron un claro agujero circular. Allí el cometa brillaba deslumbrante contra el fondo azul del cielo. Lisán no entendía nada, ni deseaba hacerlo en ese momento, simplemente decidió que no iba a permanecer impasible mientras sus compañeros eran nuevamente aniquilados uno tras otro. No, esta vez no.
Muchos nahual corrían hacia la escalera y dejaban de vigilarlos, sin que Lisán pudiera adivinar la razón de ello, pero era algo que le convenía, de modo que no iba a poner objeciones a su actitud. Los guardias que lo rodeaban parecían tan asombrados por todo lo que estaba sucediendo como él mismo. Eligió al guerrero mexica que estaba más cerca y con todas sus fuerzas le dio un puñetazo en la garganta.
El hombre se echó hacia atrás pero no soltó la macana. Cuando Lisán intentó arrebatársela, la retiró rápidamente, cortándole el dedo índice y el medio de la mano derecha. El andalusí se dobló de dolor y cayó de rodillas mientras se apretaba la mano para contener la hemorragia. El guerrero se dirigió hacia él, dispuesto a acabar de una vez con su vida. Pero Lisán recogió del suelo uno de los dardos que no habían llegado a clavarse en el cuerpo de Jabbar, y se lo arrojó. Se clavó en su costado, pero tan sólo logró herirlo superficialmente. Con un aullido de rabia, el mexica se abalanzó contra él.
En ese momento, el cuerpo asaeteado de Jabbar pareció estallar. Un centenar de chorros de fuego surgieron por cada uno de los agujeros abiertos por las flechas y recorrieron a la inversa las trayectorias de éstas, hasta alcanzar a los arqueros y envolverlos en llamas.
Sobre la plataforma del templo todo el mundo quedó paralizado por la sorpresa y el espanto. Los sacerdotes que seguían practicando los sacrificios abandonaron sus puestos y corrieron despavoridos escaleras abajo, mezclándose en su huida con los prisioneros que estaban destinados a caer bajo sus cuchillos de obsidiana.
Aprovechando aquel momento de confusión, el andalusí recogió otro de los dardos del suelo. El guerrero mexica se había detenido a un paso de él, conmocionado por lo que acababa de suceder, y su expresión de estupor no cambió cuando la flecha le penetró limpiamente en el vientre. Esta vez Lisán sí consiguió apoderarse de su macana. Con ella en la mano fue en busca de Talos.
Ahuítzotl miraba hacia el cielo que parecía desgarrarse en ese instante. En sus labios había una exclamación de terror. El agujero entre las nubes se estaba abriendo aún más y el cometa parecía crecer a cada instante. Junto a él, el Mujer Serpiente seguía con su brazo alzado hacia Jabbar. El turco flotaba sobre sus cabezas y seguía lanzando dardos de fuego por cada una de las heridas de su cuerpo.
Lisán se plantó frente al sacerdote y alzó la macana con las dos manos, concentrando en ella todo lo que le quedaba de fuerza y toda su ira. Pero, un instante antes de que lo golpeara, los ojos de Talos se encontraron con los del andalusí.
– Ayúdame -le suplicó. Su pelo había desaparecido y su piel achicharrada aún humeaba.
Lisán lo alcanzó en el centro del pecho y el golpe hundió el esternón del Mujer Serpiente. Una exhalación escapó por su boca como un largo eructo y sus ojos se enturbiaron.
Lentamente, Jabbar empezó a descender hasta que sus pies tocaron las losas de la plataforma superior de la Gran Pirámide. Aquel contacto fue como el epicentro de un terremoto que sacudió el suelo hasta que nadie quedó en pie. Víctimas y verdugos cayeron unos junto a otros. La larga fila de condenados que ascendía por una de las escaleras se derrumbó como un castillo de naipes. Los cuerpos chocaban unos contra otros y caían rodando por los escalones.
Los nahual que atacaban a Koos Ich perdieron el equilibrio mientras corrían hacia abajo por la empinada pendiente y cayeron de bruces. El guerrero itzá se echó hacia delante y soportó el terremoto con el pecho pegado contra las gradas.
Sintió la mano de Kazikli que lo empujaba desde abajo.
– Vamos -dijo-, aún no hemos terminado.
Treparon juntos el último tramo y llegaron a la explanada de los santuarios. Koos Ich alzó la vista hacia el cielo y descubrió que el cometa se había transformado en una nube luminosa que parecía expandirse rápidamente. Aquella aureola incandescente los iluminó con una luz espectral, mientras un grito de terror surgía de cada una de las gargantas de los miles de personas congregadas en la plaza frente al templo. Los nobles invitados de otras ciudades, mezclados con la gente de Tenochtitlán, los señores principales y los más pobres, corrían de un lado a otro derribando los tenderetes y las tribunas llenas de flores.
– El mundo se acaba -musitó Koos Ich.
El Mujer Serpiente metió una mano en su propio pecho abierto y tomó un puñado de su sangre con ella. La salpicó hacia el rostro de Lisán. El andalusí se cubrió los ojos y empezó a gritar como si le hubiera caído aceite hirviente en ellos. Talos pasó junto a él y se dirigió hacia el santuario de Huitzilopochtli.
Los sacrificios habían terminado y los sacerdotes habían huido. La plataforma superior del Templo Mayor estaba inundada de sangre y los pies desnudos del Mujer Serpiente chapoteaban al andar sobre ella. Ahuítzotl se cruzó en su camino.
– Es el Fin del Mundo, el final del Quinto Cielo -dijo.
El Mujer Serpiente siguió avanzando mientras con una mano apretaba la herida de su pecho.
– Yo te diré cuándo ha terminado todo -le susurró casi sin fuerzas-. Ahora acompáñame.
Los dos entraron juntos en el santuario de Huitzilopochtli.
– ¡Lisán!
Era la voz de Sac Nicte, pero el andalusí no lograba ver a la mujer. La negra sangre del ÿinn se había pegado a su rostro como si fuera limo y lo que sus ojos captaban entonces era una alucinación semejante a las que le habían provocado las distintas mixturas del Uija-tao.
Estaba sobre la Tierra, a una altura tan impresionante que ésta se veía como una gran esfera azul y blanca. El cometa se alzaba frente a él, como una flotante isla de hielo que se precipitara implacable hacia su mundo. Lisán se acercó a su superficie y distinguió las diminutas partículas rojizas que cubrían la nieve. Eran tan pequeñas que lo que llegaba a ver como un simple punto sin dimensiones estaba formado por la agrupación de muchos millones.
Y estaban incinerándose, ardían una tras otra en una oleada continua que recorría el hielo a gran velocidad. ¿Qué estaba provocando aquello?
Entonces, como si fuera una respuesta a su pregunta, vio aparecer un gran cono de luz roja que salía de algún punto de la Tierra para ir a envolver el cometa. Pero no era una luz, era un mensaje, como una voz convertida en energía que decía: ¡Destruíos! Las partículas del cometa eran engañadas por aquella voz, que les hacía creerse parte del chu'lel de la Tierra y les ordenaba suicidarse. Esa misma voz estaba en su mente. Era Talos explicándole aquello que veía, aunque la ciencia de Lisán era tan limitada que apenas comprendía una pequeña parte de todo lo que oía.
La vida no se detenía en el límite que los ojos humanos podían captar. Descendía hasta el fin de la materia, hasta conformar la propia piel del Universo. A esa escala, la textura de la realidad era imprevisible y caótica, y sólo la vida tenía el poder de ordenar ese caos para que el cosmos siguiera funcionando. Era el Nous imaginado por el sabio jónico Anaxágoras, el principio del orden que imponía la vida a la propia naturaleza.