Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Desde el suelo, boca arriba, Dragut aún intentó alzar su cuchillo para seguir defendiéndose. El mexica se puso sobre él y estudió la herida que le había infligido. Comprendió que no tenía ninguna posibilidad de recuperarse y le aplastó el cráneo con su maza.

Como había dicho Piri, la guerra no era un juego. No había reglas, no había alegrías. Sólo cansancio y muerte.

Lisán, Sac Nicte y los dos turcos supervivientes luchaban espalda contra espalda, junto a los últimos guerreros itzá , en el centro de un torbellino de confusión y sangre. Pero uno a uno iban cayendo. Los pajes sujetaban por los tobillos a los vencidos y los arrastraban rápidamente fuera del círculo. Los mexica y los cocom acosaban sin descanso al cada vez más reducido grupo de defensores. Proferían rugidos y aullidos salvajes, que los llenaban de espanto mientras tenían que parar un golpe tras otro.

Lisán vio cómo Jabbar se desplomaba mientras se llevaba las manos a la garganta víctima de un salvaje tajo, que le había abierto una segunda boca por donde la sangre, mezclada con aire, burbujeaba. Al menos, pensó, aquel desdichado no tendría que pasar por el horror del sacrificio.

Después fue abatido Piri, de un golpe en la cabeza; de inmediato, los pajes lo sacaron de aquel hervidero.

El andalusí se volvió hacia Sac Nicte y le dijo:

– ¿Es esto el fin?

– Recuerda: búscame en la siguiente vida -dijo ella, mirándolo intensamente. Y, acto seguido, intentó clavarse uno de sus propios dardos en el vientre.

Pero una mano cubierta de piel de jaguar se lo arrebató, luego la sujetó por el pelo y la lanzó contra el suelo empapado de sangre.

Lisán golpeó al hombre-jaguar que había atacado a Sac Nicte en el hombro, con todas sus fuerzas, de tal modo que le desgarró el brazo hasta el codo, dejando el hueso al descubierto. El nahual se volvió hacia él con una sonrisa maligna asomando entre sus dientes afilados, indiferente ante la herida que acababa de recibir, y unos ojos tan inhumanos que hicieron que el andalusí se estremeciera de pies a cabeza. Los pelos de la nuca se le erizaron dolorosamente.

Entonces alguien descargó una macana contra su espalda, y Lisán notó claramente cómo su columna vertebral se partía en dos.

7

Uucil Abnal despertó iluminada por las llamas y poco a poco el silencio de la noche se fue poblando de gritos desgarrados, mientras el fuego devoraba las chozas y saltaba nervioso de un tejado de paja a otro.

Unas sombras se abalanzaron hacia el poblado, envueltas en un resplandor fantasmagórico. Eran espectros de depredadores cubiertos con pieles manchadas de negro y amarillo. Corrían en medio de todo aquel caos, blandiendo las antorchas que estaban transformando la ciudad y su bosque sagrado en una inmensa pira funeraria.

Toda la selva alrededor de Uucil Abnal se había encendido como un anillo de luz brillante, enmarcando aquel escenario de destrucción. Quienes no se atrevían a enfrentarse a aquellos seres temibles corrían a la desesperada, incapaces de comprender lo que sucedía.

Ahuítzotl caminó con arrogancia entre las chozas en llamas, liderando la destrucción, embriagado del olor a humo y a sangre. Iba escoltado por el Mujer Serpiente, varios sacerdotes de Amanecer y un puñado de sus más fíeles nobles. Todos se detuvieron frente a la Gran Ceiba. El fabuloso árbol Yaxcheelcab había empezado a arder, las llamas lamían las antiquísimas piedras del templo incrustado en su tronco. Algunos sacerdotes saltaron desde lo alto para escapar de ellas y fueron a caer a los pies de los nahual , que los remataron sin miramientos, y lo mismo hicieron con los ancianos que no eran apropiados para el sacrificio.

Ahuítzotl aspiró el humo que desprendía aquella leña sagrada. El símbolo mexica de la victoria era un templo en llamas, pero nada podía compararse a la magnificencia de aquel gigantesco árbol ardiendo por los cuatro costados. Era la propia imagen de su victoria, del nuevo poder que los mexica estaban instaurando en el mundo.

Varios guerreros llegaron entonces, comandados por el Ahuacán de Amanecer. Llevaban con ellos a dos prisioneros: un hombre viejo, arropado con los símbolos de la nobleza itzá , y una mujer joven y bella. Los dos fueron obligados a arrodillarse frente al tlatoani.

– Ellos son el Ahau Canek y su hija -dijo el Ahuacán.

Uno de los nobles que acompañaban a Ahuítzotl dio un paso al frente y dijo:

– Espera, sé quiénes sois. -Señaló al hombre-. Recibí a tus embajadores en mi calpulli. [33] Tu nombre es Na Itzá, ¿no es cierto?

El itzá miró desafiante al mexica , sin tomarse la molestia de responderle.

– Y ella es tu hija, ¿verdad? -siguió diciendo este último-. Utz Colel, creo que se llama, ¿verdad? Pretendías que me casara con ella. Es gracioso.

Ahuítzotl golpeó al noble en el hombro con su abanico, para que se apartara, y se acercó a los dos cautivos.

– ¿Por qué, Topiltz? -dijo-. ¿Qué tiene de gracioso? Es una muchacha muy bella, por lo que veo. No debiste dejar pasar esa oportunidad.

Se inclinó hacia Utz Colel y, sujetándola por la barbilla, le hizo alzar el rostro.

– Muy bella, sin duda -repitió-. ¿Qué opinas, Mujer Serpiente?

– Es muy hermosa, tlatoani -dijo el sacerdote.

– ¿La aceptarías tú como esposa?

– Sin duda. Me hacéis un gran honor.

Ahuítzotl se volvió hacia la chica y le sonrió.

– Ya ves -dijo-. Finalmente vas a contraer matrimonio con un mexica , tal y como deseaba tu padre.

Dicho esto, el tlatoani alzó la vista hacia lo alto del gran árbol en llamas. El humo estaba volviendo la atmósfera casi irrespirable. Ahuítzotl se llevó a la nariz una gran flor blanca para mitigar el olor. En lo alto de la Ceiba, desde la plataforma de piedra que sustentaba la choza ocupada por el Uija-tao, un puñado de sacerdotes resistía impasible las llamas y el humo que se alzaban hacia ellos. El tlatoani preguntó:

– ¿Sabéis si el adivino sigue ahí arriba?

– Ésos son sus acólitos -dijo el Ahuacán de Amanecer-, no se alejarían de él por nada del mundo. He oído decir que está muy enfermo.

– Traedme su cabeza -dijo Ahuítzotl.

El Mujer Serpiente asintió, llamó a dos de los hombres-jaguar y les comunicó la orden.

Los nahual se empaparon con la sangre de los sacerdotes muertos al pie de la Ceiba y se transformaron en las fieras cuyas pieles llevaban. Sus cuerpos se retorcieron y encorvaron, sus rostros se afilaron con un largo crujido de huesos, las garras sustituyeron las manos. En un instante ya no hubo hombres, sino dos jaguares que empezaron a trepar por la ceiba en llamas clavando las uñas en su corteza.

Una vez llegaron a lo alto saltaron sobre los sacerdotes que aún aguantaban en la plataforma y los destrozaron. Luego penetraron en el interior de la choza del Uija-tao.

Las llamas crepitaban salvajemente a su alrededor, todo Uucil Abnal era ya una gigantesca antorcha. Los hechiceros sudaban y se esforzaban por mantener el denso humo lejos de Ahuítzotl, pero la violencia del incendio era tal que su labor empezaba a resultar imposible. Las llamas explotaban sobre la copa de aquellos árboles ricos en resinas y salpicaban de fuego todo el perímetro del bosque sagrado de los itzá.

– Tlatoani -dijo el Mujer Serpiente-. Debemos abandonar este lugar. El calor pronto se volverá insoportable…

Ahuítzotl alzó una mano pidiendo calma al sacerdote, porque los dos jaguares ya descendían por el tronco de la Gran Ceiba. Sus pieles amarillas crepitaban envueltas en llamas, pero no se detuvieron hasta llegar frente al tlatoani y dejar caer a sus pies la cabeza abrasada del Uija-tao. Sólo entonces, los dos jaguares convertidos en antorchas vivientes se derrumbaron y se transformaron en dos hombres carbonizados que siguieron ardiendo en el suelo.

– Vamos -dijo Ahuítzotl, satisfecho-. Salgamos de aquí.

El Mujer Serpiente alzó la vista y vio que un pequeño pájaro Pujuy escapaba de las llamas y se alejaba volando en la noche. Luego caminó tras el tlatoani y su grupo.

Baba se había encaramado a un árbol y desde su copa estuvo observando el sangriento ataque a Uucil Abnal. Mientras contemplaba aquel desastre, no podía dejar de pensar en que Na Itzá le recordaba a su abuelo Mircea, siempre con su enfermiza obsesión por obtener a toda costa la paz mediante la negociación. Cuando las llamas que devoraban la ciudad alcanzaron tal altura que parecían capaces de hacerle un agujero al cielo, el temor de que el fuego se extendiera con rapidez y lo atrapara antes de tener tiempo de ponerse a salvo lo decidió a abandonar su escondite y alejarse de aquel lugar. Corrió solo por el bosque, mientras las imágenes de horror de las muchas guerras que había contemplado durante su vida se superponían a la destrucción de la que acababa de ser testigo…

Una inmensa llanura erizada de estacas puntiagudas, hasta el horizonte. Y en cada una de ellas un cuerpo agonizando o pudriéndose… El cielo era rojo como la sangre y, mientras el sol se ponía, él cenaba tranquilamente en medio de aquel espanto…

Era su pasado.

Ahora escapaba por una selva que quizá pronto sería devorada por las llamas. Se detuvo. Al pie de uno de aquellos árboles vio el cadáver putrefacto de un gran mono. Una nube de moscas y el nauseabundo olor que conocía tan bien. Gusanos, larvas, incluso pequeñas setas creciendo sobre la carne podrida. La vida brotaba de los seres moribundos, formando una aureola de resplandeciente chu'lel. Todo tronco caído servía de lecho a hermosas y gigantescas flores. Los seres vegetales absorbían a los animales y se desarrollaban plenamente, dando origen a una nueva generación de criaturas. En los árboles vivían helechos, en éstos, plantas aéreas, y en el corazón de estas últimas se abrían magníficas flores que ofrecían su alimento a millares de mariposas e insectos.

Se sentó frente al cadáver del mono y dejó que sus recuerdos fluyesen.

Era sólo un niño cuando fue llevado a Egrigöz, aquella remota fortaleza perdida en las montañas de Anatolia. Allí se vivía aterrorizado por los ataques de las hordas bárbaras. Por los humanos y por los que no lo eran. Allí las gentes habían conocido cientos de años de terror.

Recordó una noche que había pasado abrazado a su hermano Radu, mientras los Engendros de la Noche asaltaban una y otra vez los muros de la fortaleza. Oían los alaridos de dolor de los defensores mientras eran devorados por aquellas criaturas inimaginables que aullaban como lobos pero caminaban como hombres. Finalmente fueron rechazados y Egrigöz se salvó en aquella ocasión. ¿Por cuánto tiempo?

[33] Clan. Literalmente, «casa grande» en náhuatl.


64
{"b":"88558","o":1}