Mientras fumaba, se preguntó si aquel objeto sería realmente una guía. Si ya le había ayudado, tal y como pretendía el Uija-tao. Parecía absurdo, pero Lisán se sorprendió a sí mismo considerándolo con toda seriedad. En su existencia anterior, la que había dejado atrás en la otra costa del mundo, le habían enseñado que Allah procura al sufí unas luces para que lo guíen en el transcurso de su vida. La primera consiste en la práctica común de la Sharîà , es decir, de la religión literal. Pero ésta es como las estrellas, cuyo brillo se oscurece tan pronto como se levanta la luna llena. Entonces ha llegado el momento de ser iniciado al Ta'wîl , la reinterpretación de todos los hechos en su sentido místico y esotérico.
Mi Dios Único y tu Dios Único quizá son el mismo Dios , le había dicho el Uija-tao.
¿Era posible? En la era del Jahiliyya todas las religiones habían sido una. Luego, algo las había barrido de su lado del mundo. Pero en aquella lejana costa seguían viviendo los mismos dioses y demonios de sus antepasados… Con todos sus ritos bárbaros y sangrientos, pero también con una extraña sabiduría y un conocimiento del Universo que nadie señalaría como hijo de la «ignorancia». ¿Cómo descifrar los datos que ahora se le presentaban? ¿Cómo? Estaba seguro de que había una forma… Pero era incapaz de verla.
Siguió fumando mientras reflexionaba y, sin saber cómo, se encontró en medio del bosque, lejos de las chozas. Algo llamó su atención, interrumpiendo sus pensamientos: una figura solitaria que caminaba en dirección a uno de los santuarios menores. La siguió en silencio por aquel sendero y se internó en la selva tras ella.
De repente, la silueta se detuvo y se volvió. Era Sac Nicte, tal y como había supuesto.
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó Lisán, acercándose.
A pesar de la escasa luz, advirtió que la mujer estaba temblando.
– Ma'. Tuve un sueño… Tú y yo…
Sus ojos miraban a un lado y a otro, febriles, llenos de terror. Parecía a punto de desmayarse. Lisán corrió hacia ella y la rodeó con los brazos para evitar que cayera.
– Por favor -le suplicó-, tranquilízate.
– Estábamos cercados por los cadáveres de mi gente, rodeados de muerte, cubiertos los dos de sangre… Tú y yo, en el final de este mundo…
Sus palabras lo estremecieron. Ella estaba llorando y se apretó un poco más contra él.
– Salí a buscarte. Deseaba con todas mis fuerzas que aparecieras y así ha sido. Esto debe de tener un significado… aunque me siento tan asustada…
– Yo también tengo miedo -dijo él con toda sinceridad.
Ella le acarició el cuello y la barba, y sonrió con ternura mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. Aquel extranjero siempre conseguía parecer tan vulnerable que ella sentía la necesidad de protegerlo, incluso en un momento como ése.
– Me temes a mí, ¿no es cierto?
– Beey -admitió él.
– No debes hacerlo. La costumbre de mi pueblo es que cada uno de nosotros tenga muchos nombres diferentes, porque somos muchas personas diferentes a la vez. Yo soy Sac Nicte sólo para ti, pero tú ya no eres la misma persona que abandonó tu mundo… tu alandalus … Aquí eres otro, porque lo que te rodea es distinto y tú también has cambiado.
Ella apretó su rostro contra el de él, sus labios se rozaron… Se besaron.
Una sacudida recorrió el cuerpo de Lisán cuando fue consciente de lo que estaban haciendo. Recordó su juramento e intentó apartarse, pero Sac Nicte le dijo al oído:
– No me sueltes. Esta noche no quiero que te alejes de mí.
Él sentía que su cuerpo deseaba estar cerca del de ella. Y parecía imposible resistirse a ese impulso. Presionar sus cuerpos, el uno contra el otro, hasta que sus carnes se fundieran y sus átomos se mezclaran. Aunque su mente le gritara con desesperación que debía apartarse de aquella mujer y regresar de inmediato al poblado. Aunque una firme voz de su interior le recordara que romper el juramento dhihar significaba la condenación eterna. ¿Por cuánto tiempo escuchó aquella voz? No lo sabía. Más adelante ni siquiera se sintió seguro de haber dudado. Ella lo miraba. Sus ojos brillaban por las lágrimas, pero estaban tan llenos de promesas que lo hicieron temblar de deseo.
Ambos se acurrucaron juntos en la oscuridad, sobre un lecho de hojas.
– Esto no debería suceder.
– Ya lo sé -dijo ella.
Su pasión se convirtió en una ola que barrió de golpe todas aquellas sensaciones de vergüenza y de miedo, y arrastró el recuerdo de extraños juramentos. La sangre le latía con fuerza en el cerebro. Era la búsqueda de su propio ser a través de aquella fusión que acercaba sus dos cuerpos a Dios. Y uno de los viejos empeños del sufismo había pretendido canalizar esa pura energía extática. Los gemidos, la respiración entrecortada, los gritos de placer, que difuminaban todo lo que existía más allá de sus dos cuerpos entrelazados.
Sólo ellos dos eran reales y el resto del mundo un sueño absurdo.
Más tarde, Lisán se tumbó junto a Sac Nicte y contempló la cúpula del cielo. Pensó que todo lo humano era tan frágil y efímero que resultaba desolador. Y, sin embargo, un momento antes se había sentido capaz de rozar lo eterno con sus propios dedos.
Los versos de ibn Hazm, adquirían ahora un significado especial, como si los hubiera escrito sólo para describir lo que él sentía en esos momentos:
Quisiera rajar mi corazón con un cuchillo,
meterte dentro de él y luego volver a cerrar mi pecho,
para que estuvieras en él y no habitaras en otro,
hasta el día de la Resurrección y del Juicio;
para que moraras en él durante mi vida y, a mi muerte,
ocuparas las entretelas de mi corazón en la tiniebla del sepulcro.
Desde el cielo, algo le devolvió la mirada y lo obligó a apartarse de estos pensamientos…
Lisán entrecerró los ojos para apreciar mejor los contrastes de aquella luz. Era una nueva estrella que brillaba más que todas las que estaban a su alrededor, en un lugar del firmamento donde no debería estar…
El corazón le dio un vuelco y sintió que era arrastrado de nuevo a la realidad.
El cometa había regresado.
Cuando las largas filas de guerreros abandonaron la ciudad de Uucil Abnal, sonaron los tambores y trinaron las flautas. Los sacerdotes eran los responsables de esta algarabía y caminaban al frente de cada columna, celebrando los sacrificios y sahumerios apropiados para favorecer la victoria en la batalla que se avecinaba.
Los guerreros-águila realizaban sus propias ceremonias al margen del grueso de la tropa. Quemaban puk ak en el interior de unos braserillos de jade, que los sacerdotes agitaban de un lado a otro, y realizaban ofrendas de sangre.
Koos Ich se había clavado varias espinas de maguey en el glande y había dejado que la sangre empapara unas pastillas de puk ak antes de arrojarlas a uno de los incensarios. Alzó la vista y sus ojos se encontraron con los de Lisán, que lo observaba desde no muy lejos.
Lo sabe , comprendió de inmediato el andalusí.
Desvió la mirada y se alejó de los guerreros, preguntándose cuál sería la costumbre de aquel pueblo para una situación semejante. Si Koos Ich le retaba a duelo no tendría ninguna posibilidad. En realidad, tanto daba que le cortara el cuello la próxima vez que se cruzaran.
Sac Nicte caminaba junto a un grupo de sacerdotes.
– Yo se lo hice saber a través de uno de sus guerreros -le dijo cuando el dzul le confió su impresión.
Lisán la miró atónito.
– ¿Por qué? -le preguntó.
– No es posible mentirles a los dioses. Y si ellos lo saben todo, lo demás carece de importancia.
– Bueno, para mí sí puede tener importancia. Koos Ich me va a matar.
– Ma'. No tienes nada que temer. Hace mucho que él sabe lo que siento.
– ¿Desde cuándo?
– Antes de que te rescatáramos de los cocom.
– ¿Y a pesar de todo se arriesgó por mí?
– Beey.
Lisán se tapó el rostro con las manos. Se sentía avergonzado y miserable al recordar el juramento sagrado que le había hecho a aquel hombre, y que había roto.
– Él me salvó la vida y yo lo he ofendido.
– Un guerrero-águila no puede recibir ofensas. En realidad, Koos Ich no posee nada, excepto una vida que vivir de acuerdo con sus códigos.
– Me dijiste que perdería su dignidad.
– Pero no como guerrero. Nada puede afectarle mientras sea nacom.
– ¿Y qué pasará cuando acabe esto?
– Tarde o temprano todos tenemos que afrontar las consecuencias de nuestras acciones. Siempre es así.
Las columnas de guerreros se abrían paso por la densa vegetación. Plumas, petos, armas de piedra y rodelas ricamente decoradas rozaban contra las hojas y las ramas, creaban un incesante murmullo que recordaba a las escamas de una inmensa serpiente que se deslizara a través de la selva.
Centenares de hombres, llegados de los poblados que rodeaban el territorio de Uucil Abnal, se les fueron uniendo por el camino. Como afluentes que engrosaran el cauce de un gran río.
– ¿Dónde crees que anda Kazikli? -preguntó Piri.
Lisán caminaba ahora junto a los turcos. Había decidido no contarles nada sobre la última conversación con su antiguo jefe. Las cosas se habían precipitado y ni siquiera él había tenido tiempo de poner en orden sus ideas.
– No lo sé -dijo.
– Quizás haya huido a través del mar con uno de esos comerciantes.
El andalusí anduvo en silencio un buen trecho, rumiando lentamente sus pensamientos. No deseaba enfrentarse a la muerte. No ahora. Quizás esto no le hubiera importado demasiado unos años atrás, pero en ese momento no quería otra cosa que estar lejos de allí, junto a Sac Nicte. Quería tener la oportunidad de vivir con ella en algún lugar remoto, apartado de las guerras, de los ÿinn y de los dioses.
– Quizá lo que ha hecho Baba sea lo más inteligente -dijo.
– ¿Huir? -le preguntó Dragut.
– Ésta no es nuestra guerra.
– Pues míralo a él -dijo el turco señalando hacia Jabbar, que caminaba junto a ellos con la mirada tan perdida como era habitual en él-. No sabe dónde está, ni por qué va a luchar, toda su vida es siempre el mismo día de batalla. Una y otra vez. Así nos sentimos nosotros, faquih . Es algo que sabemos hacer y no nos planteamos mucho más. Luchar es una forma más de vivir y aquí también podemos labrarnos un futuro a golpe de espada, aunque sea de madera.