– Utz Colel es hija de Na Itzá -dijo el guerrero inclinándose-, y éste siempre deseó que ella aprendiera las costumbres y el protocolo de los mexica …
Vestida con una túnica blanca de algodón, que llevaba anudada sobre el hombro derecho, y con el pelo adornado con flores, Utz Colel se desenvolvía con seguridad y ceremoniosa dulzura entre los imperturbables cacalpixque . Aunque a Lisán no le parecía tan hermosa como su hermana Sac Nicte, a la que intentaba evitar mirar. Sabía que pensar en lo que sentía por ella sólo aumentaría su dolor, ya que tras haber pronunciado el juramento dhihar la sacerdotisa estaba realmente fuera de su alcance.
Poco a poco fueron llegando todos los invitados, el resto del consejo de Uucil Abnal y algunos sacerdotes, pero no el Uija-tao. Lisán alzó la vista hacia la Gran Ceiba y vio la silueta del templo enredado entre sus ramas. Se preguntó si el Uija-tao los observaría desde lo alto o permanecería ajeno a todo, confundido por nuevas visiones provocadas por el kuuxum.
El batab , un viejo guerrero que era co-nacom de Koos Ich, se les acercó cojeando. Una de sus piernas estaba atrofiada por alguna herida en un antiguo combate y se apoyaba en su macana.
– Escuchad -dijo huraño a los extranjeros-, permaneced sentados y no hagáis excentricidades de ningún tipo. Los mexica tienen un amplio sentido de lo que puede ser considerado como un insulto.
Reposó su macana en el suelo e inclinó la cabeza hacia su co-nacom para decirle:
– Tú y yo debemos ocupar ahora nuestro sitio.
Koos Ich se apartó de ellos y siguió al anciano para tomar asiento junto a él.
A diferencia del nacom, el cargo de batab era hereditario. Los dos compartirían el mando del ejército durante tres años y todas las decisiones y estrategias tendrían que ser consensuadas entre ambos. Lisán observó la conversación entre los dos hombres y las miradas que dirigían a la cabecera de la «mesa». No podía escucharlos, pero estaba bastante claro que evaluaban las posibilidades de que pronto se produjera la guerra con los mexica .
En ese momento, Na Itzá hizo una señal y los sirvientes empezaron a traer las bandejas con comida. Sobre la gran manta del banquete fueron acumulándose los manjares: maíz, frijoles, fruta del zapote, semillas de amaranto endulzadas con miel, chiles, huevos de mosquitos de las marismas, tomates, de ochenta a cien guajolotes asados, una veintena de perros también asados o hervidos y condimentados con salsas picantes a base de chiles, además de cacao endulzado con miel y aromatizado con vainilla.
Koos Ich y el batab eran servidos por hombres, y Lisán imaginó que su comida también habría sido preparada por ellos. Al otro extremo de la gran manta, Sac Nicte comía junto a un grupo de sacerdotes de Uucil Abnal. Se volvió hacia la cabecera, donde Na Itzá se sentaba a la izquierda de los mexica . Éstos eran atendidos por sus propios sirvientes y el andalusí observó que apenas habían probado bocado de aquellos manjares cocinados en su honor. Los tétricos tlamacazqui , en pie tras ellos, aguardaban en silencio.
– Esos espantajos pueden hacer que se te quite el apetito -dijo Piri.
Dragut y Jabbar también estudiaban a los mexica a través del vapor desprendido por los alimentos. Pero lo sorprendente es que éstos no miraron ni una sola vez hacia los dzul , quienes deberían resultarles mucho más extraños que cualquier otra cosa en el poblado. Lisán se preguntaba si no se habrían vuelto invisibles de repente.
Incapaces de distinguir lo que era halal de lo que no, los musulmanes habían decidido comer aquellos manjares que no resultaran demasiado extraños. Aunque Jabbar preguntaba qué era cada cosa que se llevaba a la boca.
– Huevas de mosquito -le dijo Dragut cuando su compañero alzó un cuenco repleto de una gelatina lechosa y grumos.
De vez en cuando, unas mujeres traían más agua para lavarse las manos y la boca, mantas para protegerse de la humedad de la noche, y flores aromáticas para todos los comensales. Otras mujeres danzaban o cantaban poemas náhuatl en honor de los invitados, a los sones de unas vibrantes flautas y pequeños tambores de uno o dos tonos.
Los itzá parecían cada vez más alegres y embriagados por la cantidad de octli [27] que se estaba consumiendo allí, pero los mexica no habían probado ni una gota del licor y miraban con desprecio a sus cada vez más ruidosos y expresivos anfitriones. Al parecer, su concepto del hombre civilizado implicaba el autocontrol y el no hacer ostentación de los sentimientos.
En un momento dado, Utz Colel se puso en pie y empezó a recitar un largo poema en aquel lenguaje extrañamente musical en los mexica. Cuando terminó, fue Sac Nicte quien se acercó al grupo de Lisán.
– ¿Disfrutáis de la comida? -les preguntó a los dzul. Su mirada estaba ligeramente enturbiada por el octli.
Lisán la miró durante un instante, luego respondió afirmativamente y comentó:
– He observado que los mexica no han probado ni una gota de licor.
– No pueden hacerlo, es decir, no deben… -explicó Sac Nicte-. Para ellos la embriaguez es un pecado horrible, origen de todas las aberraciones cometidas por los hombres. Sólo a los muy viejos les es permitido beber licores; los jóvenes que se embriagan sufren una horrible muerte a garrotazos en público, para dar ejemplo. Son gente extraña, sin duda; para nosotros la embriaguez nos acerca a los dioses.
A los turcos no les pareció tan extraño, pero Dragut preguntó:
– ¿De dónde vienen esos mexica ? ¿Dónde está su capital?
– Tenochtitlán. Está muy lejos, al norte… -le respondió la mujer- a muchas jornadas de camino.
Piri, que había permanecido embelesado, escuchando atento mientras Utz Colel recitaba su poema, preguntó:
– No entendí una sola palabra de lo que decían esos versos, pero sonaba muy bello…
– El náhuatl es una lengua hermosa -admitió Sac Nicte-, y su estilo poético extrae el máximo efecto de sus recursos. Es una pena que no podáis entenderlo.
– ¿Puedes traducirlo para nosotros? -pidió Piri.
Sac Nicte hizo un gesto de desánimo:
– Me temo que no es posible hacerlo correctamente, pues la riqueza del náhuatl permite acumular palabras muy parecidas, separadas apenas por ligeros matices, para describir una misma cosa. La traducción os daría una falsa sensación monótona y reiterativa que no existe en el original…
– Por favor, inténtalo -le rogó el turco, que ni sabía ni le importaban esas cosas. Tan sólo deseaba saber lo que Utz Colel había dicho.
– De acuerdo -aceptó Sac Nicte-. El poema dice: «Subo, llego hasta aquí; el inmenso lago azul verdoso, ya permanece apacible, ya se agita, ya hace espuma y canta entre las piedras; yo ando volando sobre él, cual ave de bello plumaje azul…». -Se interrumpió desanimada-. Es inútil, la Lengua Sencilla no puede reflejar la belleza de esas palabras…
– Continúa, te lo ruego -insistió Piri-. A mí me parece muy hermoso.
– «Llego hasta la mitad de las aguas: aguas de flores, aguas de oro, aguas de esmeralda, por donde va y viene nadando, graznando, el ánade reluciente, que pasa ondeando su brillante cola…»
– ¿Qué significa?
– Habla de Tenochtitlán, la ciudad de los mexica que está construida sobre una inmensa laguna, rodeada de montañas que arrojan fuego. El poema está destinado a traerles gratos recuerdos a nuestros invitados.
– Pareces conocer bien a los mexica .
– Es una vieja idea de mi padre. Siempre ha tenido el deseo de alcanzar un acuerdo pacífico con ellos. Desde pequeña aprendí su idioma, su música y la poesía náhuatl . -Sonrió con tristeza.
– ¿Con qué objeto?
– Mi padre pensaba ofrecerme en matrimonio a algún Señor Principal de Tenochtitlán. Mi matrimonio me liberó de esa obligación.
– Koos Ich te salvó de casarte con un mexica -comprendió Lisán.
La expresión de ella no dejó traslucir nada, excepto cierto grado de resignación. Lisán alzó la vista y sus ojos se encontraron con los de Koos Ich. Los apartó rápidamente. Pensó que el guerrero, al influir en la decisión de los sacerdotes, había evitado el matrimonio de Sac Nicte con un extranjero que algún día podría convertirse en enemigo de su pueblo.
– ¡Tanto mejor entonces! -dijo Piri con súbita devoción-. ¡No necesitáis sacrificaros entregándoos a esas fieras! Nosotros estamos aquí para evitar que los mexica representen alguna amenaza para vosotros.
Lisán miró perplejo al joven corsario y éste se limitó a encogerse de hombros.
Mientras tanto, uno de los dignatarios mexica se había puesto en pie con solemnidad. Empezó a hablar. Una interminable retahíla de palabras incomprensibles pero musicales.
– Es mucha vuestra amabilidad -dijo Sac Nicte, traduciendo-. Grande es la hospitalidad de que hacéis gala. A vosotros llegamos cansados; a vuestras tierras llegamos agotados del camino y nos habéis dado cobijo, y nos habéis dado alimento. Deseamos agradeceros vuestra bondad para con nosotros…
El embajador mexica hizo un gesto hacia los tlamacazqui y uno de ellos se adelantó arrastrando a uno de los esclavos que habían traído con ellos. El desdichado estaba completamente desnudo, con el cuerpo y el rostro pintado con franjas horizontales blancas y negras. Uno de los sacerdotes lo sujetó por los pelos, tiró con violencia de su cabeza hacia atrás, y, con un cuchillo de obsidiana que de repente brilló en su mano, lo degolló con limpieza.
El sacerdote siguió sujetando al esclavo por el pelo mientras éste se estremecía y con los espasmos arrojaba borbotones de sangre sobre la manta y los alimentos que había sobre ella. La música cesó de repente y hubo un estremecedor silencio sólo roto por los estertores del moribundo. El embajador mexica se situó junto al impasible sacerdote y se dirigió a la enmudecida audiencia. Los musicales sonidos del náhuatl sonaron ahora siniestros y amenazantes a los oídos del andalusí.
Sac Nicte, impresionada por lo que acababa de suceder, se olvidó de la traducción hasta que Lisán se lo recordó con un gesto.
– Está diciendo: «La sangre es el único regalo precioso, lo único que ansían los dioses para seguir viviendo, para seguir manteniendo el Sol en el cielo, para que el Fin del Mundo no nos alcance a todos. Todos tenemos el deber sagrado de procurarle alimento a los dioses, todos tenemos el deber sagrado de mantener el mundo con vida, pero vosotros os desperdiciáis con ociosas fiestas llenas de lujuria y embriaguez mientras los mexica amamantamos con nuestra propia sangre al Sol para que siga caminando por el cielo. ¿No sería más sencillo y más justo que vuestro soberano admitiera la amistad y protección de la Triple Alianza?».