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Además, estaba el recuerdo de lo sucedido aquella noche, tras el sacrificio de sus hermanos, cuando contempló cómo uno de aquellos guerreros cubiertos con la piel de un tigre se transformaba, ante sus ojos, en una bestia. Lisán dudaba de ese recuerdo, no podía creer que fuera otra cosa que una alucinación producida por el terror y la fiebre. Pero si había sido una pesadilla, era tan horriblemente real que esa imagen había quedado marcada en su mente. Casi podía volver a verla cada vez que cerraba los ojos. Empezaba a considerar que quizá fuese cierto todo lo que le había contado Baba sobre demonios que convivían con los hombres.

Y, cuando hubo aprendido lo suficiente de aquel idioma, pudo al fin descifrar las misteriosas palabras que habían sido pronunciadas ante la vista del disco dorado y que él había guardado en su mente. H-uuch-been uinicoob : «Es de los Hombres Antiguos».

El nombre de la ciudad en la que estaba prisionero era Zama , una palabra que significaba «Amanecer»; no en la lengua que estaba aprendiendo, sino en otra más antigua. «Zama» le recordaba el nombre de una ciudad de al-Andalus, pero los hermosos amaneceres que se podían contemplar desde los acantilados le daban la única alegría que tenía cada día: la salida del sol, que le indicaba dónde estaba su mundo, su casa y sus lugares sagrados. El resto del día, las semanas, los meses, se iban desgranando como elotes en las manos de las mujeres nativas. Perdida la esperanza de regresar a su mundo, se fue hundiendo en la monotonía de la existencia. Su mente desconcertada veía pasar los días con indiferencia y aceptaba las lecciones de aquel viejo sacerdote. A veces pensaba en escapar, aunque no podía imaginar cómo. ¿Qué podría conseguir si lograba robar una canoa de entre las muchas que descansaban en la playa? ¿Volver a estar a merced de las olas, cocerse los sesos al sol y morir a la deriva? ¿O escapar hacia la jungla y perderse solo en aquel sudario verde? El mar a la espalda, la selva delante. De aquí no hay huida posible que me asegure el sobrevivir, hermano.

Koos Ich había entrado en la suave penumbra de la choza del lo'k'in putum y lo observaba con detenimiento. Estaba sentado en un rincón, con la espalda contra una de las paredes de palos, la cabeza inclinada sobre el pecho, donde brillaba el disco con los caracteres mágicos. El guerrero descubrió que era más extraño de lo que hubiera podido imaginar. Tenía, en efecto, el cuerpo pálido y cubierto de pelo como un animal, su cara era afilada y sus cabellos desgreñados, de tonos diversos que iban del marrón al blanco. En sus ojos, también de un color imposible, había un odio y un temor que Koos Ich no supo interpretar. Desprendía un olor desconcertante que impregnaba el interior de la choza.

– ¿Puedes entender mis palabras? -le preguntó el guerrero en la Lengua Sencilla.

Lisán alzó la vista y lo miró.

Tenía ante sí a un hombre de impresionante musculatura, mucho más alto que cualquier nativo que hubiera visto hasta ese momento. Su porte era orgulloso y, en cierta manera, distinguido. Como todos los nativos, llevaba el cabello muy largo y muy negro, con una zona desprovista de pelo en la parte alta de la cabeza y el resto cuidadosamente trenzado y enrollado como una corona de la que colgaba una larga cola por detrás. Su pecho estaba decorado con complejos dibujos de color negro y cicatrices coloreadas con alguna tinta grababa su piel. Las palabras sonaban extrañas en sus labios. Hablaba un dialecto ligeramente distinto del conocido por Lisán.

– Te entiendo… -le respondió, poniendo en práctica lo aprendido-. Si hablas lentamente…

– Yo soy Koos Ich -dijo el gigante llevándose la mano al pecho-. Y he venido para sacarte de aquí.

4

Dos horas antes del mediodía, los cocom se presentaron ante la choza de Koos Ich y sacaron de ella al guerrero. Lo sentaron en una silla con andas y lo llevaron en procesión, rodeado por el estruendo de los tambores y el humo del copal.

En la explanada situada frente a la pirámide, los sacerdotes habían colocado una gran piedra de unos diez codos de anchura. Tenía forma de rosquilla y en su gran agujero central encajaba un tronco petrificado, tallado y adornado con plumas, como un pájaro gigante que vigilara los danzantes movimientos de los hombres situados a su alrededor. No eran muchos pues, dado lo apresurado de la ceremonia, apenas se habían reunido allí algunas decenas de guerreros y unos cuantos sacerdotes.

El fuerte ritmo del Holkan Okot marcaba el paso de los cocom , retumbaba continuamente en la tierra y contagiaba el frenesí del baile. Los sacerdotes arrojaban al fuego de un brasero corazones hechos de sangre humana amasada con maíz y resinas aromáticas, mientras invocaban por sus nombres a los dioses del inframundo y el supramundo. Varios nahual contemplaban la ceremonia desde cierta distancia. Koos Ich observó que el lo'k'in putum estaba en medio de ellos. Dos sacerdotes se acercaron al guerrero itzá y pintaron su cuerpo con una espesa tintura azul. Esparcieron flores de balché sobre su pelo, mientras cantaban:

Ah'papal h'muukan uinic ppizan chimalil'

c-yooc loob t-chumuc c'ki uic ut-tial u-h'

ppizu u muukoob-t X-Kolom-ché Okoot.

Tu chumuc c'ki uic yam un-ppel xiib

kaxan tu chum ocom tuniich cici bonan

yetel x-ciihchpam h'ch'oo. [19]

Luego lo condujeron hasta la piedra del sacrificio, ante la que danzaban dos nativos ataviados con una camisa y un calzón cubiertos de plumas de hermosos colores. Eran los gladiadores elegidos por el Ahuacán. Uno lucía sobre la cabeza un tocado que representaba el pico y la cola de un pájaro quetzal de color verde, el otro el de un pájaro azul. Iban armados con macanas y se protegían con rodelas tan pequeñas que apenas cubrían la mano y la muñeca.

Los sacerdotes ataron a la cintura de Koos Ich una larga soga, que estaba sujeta al tronco decorado como un pájaro y le entregaron la macana ritual, en la que los filos de sílex habían sido sustituidos por inofensivas plumas blancas. El itzá pasó un dedo sobre éstas y se permitió una mueca irónica. El combate no iba a ser muy equilibrado; la cuerda limitaba sus movimientos y su arma era prácticamente inofensiva. Por el contrario, los dos gladiadores estaban libres y era de suponer que eran los mejores guerreros de Amanecer. Todo aquello podía tener la apariencia de un duelo, pero no era otra cosa que una forma más de sacrificio.

Hacía calor. El guerrero itzá hincó una rodilla al borde de la piedra en forma de disco y dejó pasar unos instantes para sentir el sol en la cara, abrir los brazos e invocar a sus propios dioses. Sintió que su alma estaba bien amarrada a aquella realidad. Si moría en el combate, regresaría tarde o temprano, eso no le preocupaba; pero sí la posibilidad de fracasar en su misión y que el extraño se perdiera. Los dos cocom disfrazados de pájaros se movían lentamente a su alrededor, expectantes como fieras ansiosas de sangre. Koos Ich los observó con calma y pensó que todo era una ilusión. En realidad estaban tan atados como él, e imaginó los largos y flexibles tendones del chu'lel surgiendo del suelo y extendiéndose hasta el punto de anclaje de cada uno de los gladiadores. Por supuesto, esto era invisible en el plano que percibían los sentidos comunes y un guerrero jamás cometería la locura de tomar el kuuxum antes de un enfrentamiento. Pero estaban allí. Tuvo esa imagen a la vez que comprendía que había llegado el momento. Medita, calcula, reza… y, al final, lánzate hacia la muerte sin que te importe nada, excepto vencer. Se puso en pie, asió con fuerza la empuñadura de la macana, echó la cabeza hacia atrás e hizo una señal para indicar que ya estaba listo para combatir.

El Ahuacán sacrificó a un perro y arrojó su corazón a las llamas. El sonido de una caracola fue la señal de que ya podía comenzar la lucha.

Los gladiadores atacaron a la vez, silenciosos, desde dos direcciones distintas. Koos Ich oyó el susurro de sus plumas mientras se movían y el roce de sus pies contra la arena. Sintió su corazón latiéndole en las sienes. Tenía cierta ventaja por su posición elevada sobre el disco del sacrificio, pero no le iba a resultar fácil mantenerla.

El primer golpe del gladiador azul arrancó astillas del arma ritual de Koos Ich, pero consiguió pararlo. Por el rabillo del ojo vio al verde blandiendo con las dos manos su macana y le lanzó una patada que a punto estuvo de alcanzarlo en pleno rostro. Lo que sin duda lo hubiera puesto fuera de combate.

Así acabó el primer contacto. Los dos cocom retrocedieron unos pasos, agazapados como dos leones hambrientos frente a una presa que parecía peligrosa, a la que era necesario estudiar con más calma para descubrir su flanco más desprotegido antes de volver a atacar.

Pero Koos Ich los sorprendió.

Brincó fuera de la piedra del sacrificio, por encima de sus cabezas, un salto impresionante que lo llevó a aterrizar sobre la arena de la plaza, justo detrás de ellos. Sin detenerse, se lanzó hacia delante hasta que el salvaje tirón de la cuerda al tensarse lo retuvo.

El gladiador del tocado de quetzal fue el primero en reaccionar. Giró sobre sus talones y cargó contra Koos Ich. Una borrosa figura de rutilantes plumas verdes que descargó un feroz mazazo en cuanto lo tuvo a su alcance. El itzá intentó desesperadamente pararlo, interponiendo su macana de madera y plumas, pero el golpe fue tan violento que el arma rebotó contra ella y únicamente consiguió desviar un poco su trayectoria. Los filos de sílex lo alcanzaron y le abrieron varios tajos paralelos, muy profundos, en el pecho.

La primera sangre salpicó y se oyó un alarido de júbilo surgir de los presentes al ver al extranjero herido. Sin embargo, Koos Ich había conseguido lo que buscaba a cambio de esa sangre. Ahora estaba en la posición correcta para realizar la maniobra que había planeado. Esquivó sin dificultad un nuevo golpe lanzado por su atacante verde y, sin molestarse en responderle, giró a su alrededor, lo enredó con la cuerda y lo derribó.

El júbilo de los espectadores se transformó en un murmullo de sorpresa. El otro gladiador tardó un instante en reaccionar. Perdió un tiempo valiosísimo intentando advertir a su compañero cuando comprendió lo que el itzá se proponía. Más que suficiente para que Koos Ich rodeara el cuello del guerrero verde con la soga y lo obligara a ponerse en pie. Se apretó contra su espalda e interpuso su cuerpo como escudo frente al azul.

[19] Mocetones recios, hombres de la orden del escudo, entran en medio de la plaza para medir sus fuerzas en la Danza del Kolomché. En medio de la plaza está un hombre atado al fuste de la columna pétrea, bien pintado con el bello añil.


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