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– No están guerreando con nosotros… -dijo Ignacio con voz tétrica-. ¡Nos están cazando!

Lisán se volvió brevemente hacia él y comprendió que el vizcaíno estaba en lo cierto.

En medio de la confusión, Yusuf buscaba un oponente. No lo vio hasta que un hombre-tigre lo atacó, silencioso pero exudando violencia y furia. Se trataba del líder, aquel que llevaba el estandarte a la espalda y que había peleado con Hubal.

Yusuf esquivó su embestida y retrocedió rápidamente. No estaba dispuesto a cometer los mismos errores que su primo. Se tenía por uno de los mejores espadachines de Granada y estaba dispuesto a demostrarlo allí mismo. Para empezar, era absurdo intentar parar con su espada el golpe de una de aquellas pesadas mazas de madera y trozos de piedra. Tanto como enfrentar un delgado alfanje a una cimitarra de abordaje. El resultado ya lo había experimentado Hubal para su desdicha: su espada se partió y fue rápidamente derrotado.

El guerrero prudente jamás embiste a su enemigo.

Lo observa, avanza y cede…

Hasta que encuentra el hueco para vencer.

El Sarray colocó sus pies en posición; el derecho delante y el izquierdo detrás, con los talones tocándose. Alzó su jineta nasrí hasta alcanzar un ángulo recto con su cuerpo. Poco a poco fue apartando un pie de otro, mientras flexionaba la rodilla derecha y mantenía la pierna izquierda estirada y firme. Levantó su mano izquierda y le ofreció graciosamente a su enemigo un hueco en su defensa.

El salvaje miraba asombrado la planta del andalusí. Ahora era él quien no entendía la estrategia del extranjero, pero vio claramente aquel hueco y acometió dispuesto a acabar rápidamente con él. Yusuf dio un saltito hacia atrás y fintó hábilmente hacia su izquierda. Con su espada desvió con suavidad la macana de su oponente, que buscaba el centro de su pecho. De inmediato, respondió a su ataque y lo hirió en un costado.

– ¡Te atrapé! -exclamó el andalusí sin poder contener su alegría.

Retrocedió y volvió a adoptar su posición de defensa. Trazó un molinete en el aire con la punta de su jineta e invitó al nativo a que atacara nuevamente.

El hombre-tigre cargó ciegamente contra él. Intentaba alcanzar al Sarray, mientras que éste se limitaba a retroceder y a sortear con asombrosa flexibilidad, esperando el momento apropiado para volver a situar una estocada. Pero, mientras retrocedía, tropezó con un madero y cayó de espaldas. Su oponente saltó sobre él, Yusuf rodó por la arena para esquivarlo y luego gateó hasta donde había caído su espada. La cogió justo cuando el hombre-tigre le descargaba un nuevo golpe. Lo evitó y lanzó arena hacia los ojos de su contrario.

Tuvo el tiempo justo para ponerse en pie. El salvaje se sacudió, atacó con saña silenciosa y Yusuf se vio obligado a recular un poco más. Su enemigo intentó llegarle con un amplio machetazo y puso al descubierto un hueco en su guardia. El Sarray aprovechó para lanzarle otra cuchillada certera que desgarró el peto de piel moteada y la carne del hombre-tigre, hasta dejar el blanco de una de sus costillas al descubierto.

– Esta vez te he tocado bien -dijo el andalusí respirando pesadamente. Ya no había alegría en sus palabras, tan sólo alivio de que el combate fuera a acabar.

Pero aquella herida tremenda no causó ninguna reacción en su enemigo, que continuó atacando. Yusuf se defendió atónito, pensando que quizás aquel hombre estaba bajo una emoción tal que le impedía sentir dolor. En ocasiones había visto este tipo de sucesos en el campo de batalla, pero finalmente la pérdida de sangre siempre obligaba al herido a reaccionar como tal. Siguió sorteando los golpes del nativo, con la esperanza de que cayera al suelo de un momento a otro.

Un hombre-tigre chocó contra Ignacio y lo derribó de un mazazo. El vizcaíno, sangrando por la sien y la boca, gateó hacia Lisán.

– ¡Hazlo ahora! -gritó-. ¡Acaba conmigo, sarraceno!

Lisán se apartó de él y abrazó a Jamîl. En aquel momento de absoluta tensión, no tenía otro pensamiento que proteger al muchacho.

El hombre-tigre puso un pie sobre la espalda de Ignacio y lo dejó sin sentido de un garrotazo con el plano de su macana. Luego, pasó sobre el cuerpo del vizcaíno y se enfrentó a Lisán. Éste alzó torpemente su cuchillo con una mano mientras sujetaba al muchacho con la otra. Con una mueca de desprecio, el hombre-tigre lo golpeó en la muñeca y el cuchillo voló lejos. Lisán se apretó con fuerza los labios de la herida. Su enemigo saltó junto a él y le asestó un puñetazo en el vientre. El faquih se dobló, derrotado y sin respiración.

Yusuf se había cansado de esperar a que el jefe de los hombres-tigre se derrumbara. En realidad, parecía tan fresco como al inicio del combate, mientras que él respiraba con dificultad y notaba las piernas como pesados rollos de trapo. Pasado el primer momento de euforia por la batalla, el cansancio de los días de lucha contra el mar se apoderaba de su cuerpo. Y la furia primitiva del nativo igualaba su destreza con la espada.

Sus movimientos se tornaron más lentos y torpes, y el hombre-tigre estuvo a punto de alcanzarlo. A Yusuf no le quedó más remedio que interponer su acero para detener un golpe que iba dirigido contra su rostro y, tal y como le había sucedido a Hubal antes, su jineta se partió. Yusuf retrocedió, aturdido, sosteniendo la inútil empuñadura de la que sobresalían dos pulgadas de acero. Era el único náufrago que seguía en pie. El resto de sus compañeros yacían sobre la arena, inconscientes o heridos, pero todos atados como borregos. Poco a poco, los salvajes habían ido formando un círculo alrededor de los dos únicos hombres que seguían luchando.

Desconcertado y furioso, arrojó hacia su enemigo la empuñadura con el trozo de espada rota. El nativo la esquivó sin dificultad y contempló al desarmado Yusuf, mientras ladeaba la cabeza con una actitud semejante a la de un lobo asombrado ante el extraño comportamiento de un conejo. Luego le lanzó su macana, que voló por el aire para ir a clavarse en la arena, justo frente al Sarray. Miró fijamente el arma, medio enterrada junto a sus pies, y se agachó lentamente para recogerla. La sopesó: grande e incómoda como había supuesto.

Mientras tanto, otro de los guerreros-tigre le había entregado otra macana a su jefe. Cansado de esperar el ataque de Yusuf, el salvaje le lanzó un patadón de arena y soltó una carcajada desafiante. El andalusí cargó contra el nativo, que detuvo sin dificultad su embestida, interponiendo su pequeño escudo, y respondió con un mazazo demoledor al pecho del Sarray. Yusuf cayó hacia atrás y quedó sentado sobre la arena, tosiendo.

El hombre-tigre se paró frente a él, respirando profundamente. Luego, le dio la espalda y se volvió hacia los otros nativos que miraban el combate. Gritó su victoria agitando los brazos en el aire. Sus compañeros le respondieron con entusiasmo, jaleándolo a su vez con más palabras incomprensibles en su extraño idioma.

En el suelo, Yusuf se apretaba el pecho dolorido. Quizá tenía una costilla rota. Sus ojos llameaban mirando la espalda desprotegida de su enemigo. Por un instante pareció que iba a saltar sobre él. Pero siguió allí, tendido sobre la arena, agotado, hasta que los pajes se acercaron para atarlo de pies y manos.

9

Baba tenía un último recuerdo del batel desintegrándose bajo sus pies. Luego una larga serie de imágenes que eran indistinguibles de una pesadilla, con el agua entrando en sus pulmones, su cuerpo zarandeado por las olas, retazos de un cielo negro cubierto de nubes y relámpagos, momentos de oscuridad absoluta y líquida, mientras sentía que su cuerpo se hundía sin remedio. Y, finalmente, las olas lo empujaron contra la arena, lo hicieron rodar como un tronco cubierto de algas, como una piltrafa arrojada por el mar. Tosió y escupió el agua salada que se le había metido en la garganta. Gateó alejándose de la orilla, sin distinguir nada frente a él, y se dejó caer en medio de la nada, rodeado de oscuridad y silencio.

El sol en su rostro lo despertó y vio que había dos figuras de pie frente a él. El fuerte contraluz únicamente le permitió distinguir unas siluetas negras.

– Estás vivo -dijo una de ellas.

Lo sujetaron por los brazos y lo arrastraron por la arena, hasta una sombra bajo los árboles en el linde del bosque. Eran Jabbar y Dragut, demacrados, con las ropas hechas jirones.

– ¿Sois los únicos supervivientes?

– Eso pensábamos, hasta que te encontramos a ti -dijo Dragut-. Cuando el batel se rompió nos agarramos el uno al otro y el mar nos arrastró. Desde el amanecer venimos caminando por la playa.

– Nunca he visto bosques como éstos -añadió Jabbar con la expresión de desconcierto que era habitual en él.

Baba escudriñó el cielo. Las nubes habían desaparecido y el sol brillaba casi en el cenit. Le escocía la cara. Se llevó las manos al rostro y se tocó con cuidado las mejillas y la frente.

– El sol te estaba quemando, Baba -dijo Dragut.

– Nunca me ha gustado demasiado el sol… y tengo la garganta abrasada por la sal.

Jabbar le ofreció un coco. Los dos turcos conservaban sus cuchillos y con ellos habían practicado un agujero en su corteza para que pudiera beber el agua que contenía. Baba tragó el líquido dulzón con calma y luego se puso en pie para contemplar la playa de un lado a otro. No había ningún resto del naufragio. La arena era muy blanca y estaba sembrada de cocos y ramas desprendidas de las palmeras.

– Parece ser que fuimos arrastrados lejos de la Taqwa -dijo.

– Todos vimos lo que sucedió -le respondió Dragut-. Una ola gigante agarró a la vieja carraca y la lanzó contra la costa como si se tratara de un panecillo. Me pregunto dónde estamos realmente.

– Hemos llegado a una tierra desconocida -dijo Baba-, y lo primero es buscar lo imprescindible para sobrevivir: comida y agua, pues no podremos subsistir mucho tiempo con esas frutas como único alimento. Debemos encontrar una corriente de agua dulce. Después, podemos remontarla e internarnos por su cauce para explorar la selva.

– ¿Qué esperas encontrar? -dijo el turco, que no las tenía todas consigo-. Parece un lugar terrorífico. Antes oímos aullidos que provenían de su interior.

– ¿Quieres quedarte en esta playa para siempre, Dragut?

El aludido negó con la cabeza.

– Entonces tendremos que encontrar nativos que nos ayuden a construir una nueva embarcación con la que regresar a nuestra tierra.

– Yo creo que lo mejor sería intentar capturar un barco de pescadores y obligar a su tripulación a que nos lleven hasta el continente -dijo Jabbar-. Las tropas del sultán no deben de estar muy lejos.

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