Vilma emerge envuelta en una salida de baño blanca y se para en medio de la pieza, mirándome.
– La naturaleza imita al arte -le digo.
Estoy por pensar que ha tomado mi cita por una galantería, pero su sonrisa, que ha comenzado de un modo convencional, cristaliza en una expresión enigmática, de la que no alcanzo a darme cuenta si es sonrisa, reminiscencia, reflexión o plan, o titilación interna sin mediación voluntaria y quizás sin imágenes, somnolencia sombría semejante a la de una casa vacía plantada en lo exterior con las ventanas cerradas.
A causa del cuello largo y blanco, y de los cabellos rubios retorcidos en hebras gruesas, me hace pensar más que nunca en las bellezas de Botticelli, un poco cursis a causa de su irrealidad justamente, bellezas genéricas como la gracia Voluptas o la Flora de la primavera, o Venus saliendo del mar como ella misma de su bañadera, demasiado consciente de los efectos destinados a procurar la impresión de lo bello, que tal vez corresponden a sus cánones ideales pero no necesariamente a los del observador, en quien la compulsión turbia de su propio deseo lo induce a buscar un objeto menos consciente de sí mismo y más aleatorio. Pero cuando deja caer, despacio, la salida de baño a sus pies y, con una sonrisa un poco más amplia y más enigmática que me llena de perplejidad, la pisotea un poco, con el pretexto quizás de secarse las plantas y los dedos, viendo enteramente el cuerpo blanco y el triángulo rubio del pubis, me viene a la memoria la ninfa Calatea cuyo nombre significa, literalmente, la muy blanca, y todas esas asociaciones mitológicas me sirven para traducir la impresión que me causa la desnudez de Vilma Lupo: algo al mismo tiempo pasado de moda e inmemorial, descalificándose un poco por haberse ofrecido a mí justamente y al mismo tiempo inaccesible a causa de su misterio y de su autonomía, despertando mi reticencia por el simple hecho de no ser mi propio cuerpo, y atrayéndome con la inexorabilidad de un polo magnético.
Desnudos, nos desplazamos con las rodillas en la cama buscando una
posición adecuada. Espere, no, así, murmura de tanto en tanto Vilma, mientras tratamos de acomodamos, rozándonos, frotándonos, juntándonos y volviéndonos a separar, hasta que, Vilma en cuatro patas, yo de rodillas detrás de ella, encontramos por fin el lugar óptimo, y me dispongo a pegarme a ella. El deseo, abolido en apariencia desde hace meses, ha vuelto a manifestarse con su obstinación habitual, ingobernable y sin finalidad precisa, convirtiéndome en el instrumento pasivo de la manía repetitiva del todo, mandándome a explorar, con la punta escarlata, caliente y ciega, que vibra impaciente y me arrastra con la fuerza de mil caballos, la noche orgánica que, con la misma independencia respecto a la voluntad de su portadora, late, se humedece y se abre para recibirme. Por juntarse, los dos fragmentos separados del rompecabezas, desplazándose uno hacia el otro más rápido que dos meteoros en la noche sideral, van dejando una estela de pena, de violencia, de traiciones, sin lograr a pesar de todo que, cuando enganchan, cuando los dos fragmentos se encastran por fin uno en el otro, el diseño sea más claro y la razón de ser de ese viaje vertiginoso adquiera algún sentido. Que me cuelguen si por el contrario ahora que estoy adentro, oyendo vagamente los gemidos de Vilma que me llegan remotos, por entre mis propios bramidos, como si vinieran de una estrella muerta, no percibo que, en lugar de alcanzar una supuesta unidad, las dos partes que se frotan no constituyen, a causa de la privacidad absoluta de sus sensaciones, dos universos diferentes, irreducibles uno al otro y mutuamente incomprensibles, englobando cada uno por su lado la totalidad de lo que existe, y que apenas si se tocan por ese punto de carne húmeda y tibia, como por el punto que tienen de común dos circunferencias tangentes. Como a medida que la grupa de Vilma se yergue su cabeza se hunde contra la sobrecama, de modo que su espalda forma un declive pronunciado hacia la nuca en la que se sacuden las hebras gruesas y retorcidas de sus cabellos mojados puedo ver, sobre la mesa de luz, antes de entrecerrar los ojos a causa de la presión creciente del orgasmo, la carpeta amarilla de Bizancio, yaciendo en un mundo arcaico y olvidado, y la última gota no ha terminado de brotar que, igual que si hubiese sido programado en función de ella, suena, inesperado, el teléfono. Vilma lo deja sonar tres o cuatro veces antes de atender.
– Ah, qué buena sorpresa -dice. – ¿Cómo encontró Rosario? ¿Siempre en el mismo lugar?
– Todo anduvo perfecto esta mañana, y esta tarde nuestro amigo Tomatis me sacó nomás a pasear. Fue espléndido a pesar del mal tiempo. Todo está arreglado para mañana, no se preocupe. Los medios están informados, y es casi seguro que tendremos la televisión. Y usted cuándo llega: ¿mañana a las diez? ¿Quiere que lo vaya a buscar? Ya sabe que soy su esclava. Regio, regio. Lo espero en el hotel entonces, con el desayuno. Le mando un beso. Hasta mañana.
Vilma cuelga y me mira.
– Alfonso -dice. -Llega mañana a las diez, para el lunch. Es un ángel.
– Estoy seguro -le digo. -¿De qué clase son sus relaciones con él?
– ¿Recién ahora se le ocurre preguntarlo? -dice Vilma con cierto desdén, mientras se da vuelta hacia la mesa de luz buscando el encendedor y los cigarrillos, como si quisiera dar a entender que el tema no es lo bastante importante para ella y que en cambio el interés que parece despertar en mí me descalificara ligeramente. Como en los cinco minutos que acaban de transcurrir en silencio, ha fumado plácida el mismo cigarrillo, sin olvidárselo en el cenicero para encender otro casi inmediatamente, deduzco que su respuesta, que ha dejado traslucir cierta reprobación, ha sido más una lección abstracta de moral -y probablemente de una moral a la que ella no adhiere- que la expresión de algún sentimiento o emoción que tenga que ver con nuestras relaciones. Y ahora que han transcurrido más o menos dos minutos más, Vilma, dejando deslizar con indiferencia su mirada por el cielorraso blanco, dice que Alfonso es el hombre más bueno del mundo – loco como una cabra eso sí- y que sería un error grosero de mi parte desconfiar de él o no tomar en serio sus proyectos. Alfonso ha puesto muchas esperanzas en mi persona, y cuenta conmigo para el artículo contra Walter Bueno y, dentro de unos meses, para la dirección de la revista. No debo confundirme, a pesar de su agitación permanente y de su propensión alcohólica, dice Vilma, Alfonso es una luz para los negocios, y ella, Vilma, tiene la impresión de que ha sufrido mucho en la vida y que, por ejemplo, nunca se repuso completamente de la muerte de Blanca -Vilma la llama por su nombre como si la hubiese conocido. Mucha gente en Rosario afirma que se suicidó, pero la versión de Alfonso es que fue víctima de un accidente doméstico, y que tomó veneno creyendo que era bicarbonato. Del período Walter Bueno ella, Vilma, no sabe nada, pero le parece obvio que, siendo lo que es, La brisa en el trigo no puede constituir de ningún modo una referencia. Alguien que no escribe bien, dice Vilma, no puede transmitir nada verdadero. En cuanto a ella, a Vilma, dice, ¿vale realmente la pena contar que se casó a los dieciocho años con el hijo de un industrial rosarino, que al año siguiente ya se había separado y que seis meses más tarde se había ido a vivir a Europa -Londres y Roma principalmente- y que, harta de los europeos, se había vuelto el año pasado para instalarse otra vez en Rosario? No, dice Vilma, no vale la pena. Mejor cuénteme algo usted. A ver, ¿en qué está trabajando?
– Será en otra ocasión -le digo, saliendo de la cama.
– ¿Ya me abandona? -dice Vilma. -Pensé que cenábamos otra vez juntos.
– Hoy sí que no puedo -le digo. -Pero nos vemos mañana a mediodía.
– Lo mato si no viene -dice Vilma, con total indolencia, mirando distraída a su alrededor como si estuviese buscando en qué ocuparse cuando yo haya salido.
Ya es bien de noche. Dejando atrás la entrada embanderada del hotel, me aventuro en la vereda con paso rápido, pegándome a la pared para protegerme de la lluvia, que es menos densa ahora que hace un rato, cuando llegamos en auto desde la costa. Como pronto va a ser la hora de la cena, o quizás a causa de la lluvia, o de los tiempos que corren probablemente, las calles están desiertas, y apenas si cruzo tres o cuatro coches y unos pocos transeúntes durante las cinco o seis cuadras que me separan de mi casa, y cuando estoy subiendo las escaleras, sacudiéndome el agua de lluvia del pelo y de los hombros del impermeable que me empiezo a desabrochar, puedo oír que en la televisión, en las primeras informaciones de la noche, están comentando la, como la llaman ellos, misa solemne de esta mañana.
De modo que cuando desemboco en el living puedo ver al general Negri que, en la primera fila de bancos, se persigna de cara al altar, en su uniforme de ceremonia, más convencido más que seguro queyo mismo de que ninguna presencia habita el altar, el recinto enterode la iglesia, el universo, que no hay otra cosa que el flujo a la vez continuo y discontinuo, neutro y arcaico, cuajando de tanto en tanto en formas tercamente repetitivas que, a causa de su absurda obcecación por durar se exponen, aguijoneándolo incluso a veces, en conflicto con la pretensión de su propio deseo, contradictorias, al tormento. Pero el living está vacío, y las imágenes coloreadas que se suceden mediante saltos luminosos que vibran en la semipenumbra entibiada por el calor de la estufa, fluyen a su vez para nadie, del mismo modo que las vibraciones sonoras del televisor, idénticas a las que deben estar resonando en todos los livings de todas las casas de la ciudad y quizás de la región, a su vez flujo electrónico continuo y discontinuo al mismo tiempo, no más habitado que el otro más grande que lo incluye, de sentido o de plan, pero igualmente distante a pesar de su proximidad ilusoria, irreal e inaccesible.
Brusca, mi hermana sale de su dormitorio.
– Justo acaba de llamar Alicia -dice. -Quiere hablarte.
Cuando me lo pasa, el teléfono está tibio, de modo que deduzco que mi hermana ha estado hablando un buen rato, con Haydée quizás, antes de conversar con Alicia.
– A que adivino lo que me vas a decir -le digo a Alicia. -Que no tengo que olvidarme de ir a buscarte mañana.
– Sí -dice Alicia, con tono severo.
– No me había olvidado -le digo. -No valía la pena llamar todos los días.
– Sí valía -dice Alicia.
– Bueno, valía entonces -le digo.