Un golpecito en el hombro me sobresalta y, cuando me doy vuelta me topo, a quince centímetros de mi cara, con la calva reluciente, el bigote movedizo y entrecano, los ojitos afligidos de Alfonso que me auscultan, ansiosos y húmedos, a pesar del tono jovial con que inicia la conversación.
– ¿Vio el éxito? -dice.
– Parece un casamiento -le digo.
– Algo de eso hay -dice Alfonso. -Y según usted, ¿quién sería el novio?
– Todavía no estoy seguro -le digo. -Pero allá está la novia.
Vilma Lupo conversa con un hombre joven, bien vestido, o mejor dicho lo escucha hablar con satisfacción evidente, con su eterna semisonrisa, los cabellos rubios recogidos en una cola de caballo y tan absorta y encantada por lo que está oyendo que, sin darse cuenta, y con un placer un poco nervioso, se da a sí misma besitos en el dorso de la mano.
– Qué perspicacia -dice Alfonso. Justamente, tengo algunos proyectos en ese sentido.
– No me cabía la menor duda -le digo.
Me escruta. En sus ojitos que destilan aflicción, y que dejan entrever más que otros, a pesar de su luminosidad superficial, la negrura sin fondo de la que proviene toda mirada, hay algo contradictorio en relación con lo que nos rodea, el gran ruido exterior que, incesante, o continuamente renovado más bien, resuena sin necesidad aparente, se adelgaza y por fin se esfuma. Girando un poco la cabeza Vilma nos descubre, ensancha de un modo exagerado su sonrisa, mostrando agrado y sorpresa al mismo tiempo y, diciéndole algo a su interlocutor, se acerca rápido hacia nosotros.
– Ahora la fiesta está completa -dice al llegar.
– Acaba de empezar con su llegada -me dice Alfonso.
Se ríen. Les basta una fracción de segundo, un cruce rapidísimo de miradas, para instalar el dispositivo, ese sistema que sobrepasa la suma de los dos, y que me excluye, arrumbándome en una especie de inexistencia fugaz, remota, mineral, semejante a la de una piedra enterrada desde el comienzo del tiempo, pero inmediatamente después, apenas el pacto ha sido sellado, me encaran de nuevo, con la misma sonrisa jovial, se cuelgan de mí, cada uno de un brazo, y me arrastran hacia los invitados que conversan, reales únicamente para sí mismos y fantasmas para los otros, se ríen, comen y toman, hasta que me depositan, soltándome, junto a una de las mesas.
– ¿Qué le pido? -dice Alfonso. -¿Un agua mineral?
– No -le digo con lentitud, habiendo pensado bien mi decisión. Algo un poco más fuerte.