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– A las siete en punto -me dice. -Un beso. Y cuelga. Su severidad ostentosa, bastante cómica en definitiva, me deja sin embargo una impresión de fragilidad a la que ella misma, estoy seguro, es ajena, pero me doy cuenta, cuando entro en la cocina iluminada, de que a pesar de todo ha logrado comunicarle esa ansiedad a mi hermana.

– Por favor no te vayas a olvidar -me dice.

Ahora que hemos terminado de comer y que sabe que me dispongo a subir a mi cuarto me lo repite, riéndose esta vez, como si la ansiedad de que ha sido contagiada, semejante a un alcohol liviano de efectos poco duraderos, ya se estuviese disipando. La oigo canturrear en voz baja mientras subo, en la oscuridad lluviosa, la escalera de la terraza hasta que por fin, cuando estoy arriba, caminando como de costumbre en la negrura hacia mi cuarto, ningún sonido me llega desde abajo. Me siento, por dentro y por fuera, compacto, apretado, tranquilo, bien exterior, hendiendo con mi cuerpo el aire negro y helado, la luz de adentro brillando fija y firme, un poco más clara que de costumbre, bien presente entre las cosas del mundo que, a pesar de haber sido borradas por la noche, no están menos apostadas a mi alrededor en su lugar de siempre, viajando en mi compañía, por un tiempo todavía, en el interior del inmenso desplazamiento. Y ahora, sentado ante el escritorio, después de haber empujado hacia el borde la carpeta amarilla de Bizancio, la página del diario con mi artículo, el ejemplar ajado de La brisa en el trigo lleno de anotaciones marginales y de rayas rojas, azules, verdes y violetas, abro la carpeta color ladrillo, estudio durante un rato los manuscritos y sacando una hoja blanca, me pongo a copiar.

THE BLACK HOLE

El astrónomo ausculta el firmamento
explorando tenaz un agujero
por el que, hervor vertiginoso y lento,
pasa al no ser el universo entero.
Olvidado de sí, paciente, atento
a la espiral de ese resumidero,
no oye soplar contra su nuca el viento
de un maélstrom más hondo que el primero.
Es cierto que el espacio es espesura
y el tiempo esfinge donde el mundo aflora
para un chisporroteo que no dura.
El que lo sabe sin embargo ignora
que, mas grande, lo acecha otra negrura
la que en sí mismo se abre y lo devora.

Me desvisto despacio y, apagando la luz, en la penumbra rojiza a causa de la resistencia eléctrica, me meto entre las sábanas frías y, cuando apoyo la cabeza en la almohada, me vienen a la memoria, porque sí, inconexos y vacíos de toda presencia humana, los lugares que he recorrido durante el día, desfile autónomo y sin orden lógico, demorándose en mí, de un mundo del que ya estoy ausente. Y, poco a poco, anticipando el sueño que se avecina, empiezan a intercalarse entre esas imágenes de las que tal vez, empleando una dialéctica sutil, podría probar su origen empírico, otras de las que es imposible determinar la fuente, paisajes desconocidos y grises que no tienen existencia real en ningún punto del tiempo o del espacio y que son tan intensos y nítidos como los lugares más familiares.

Que me cuelguen si ahora Bueno padre no está esculpiendo mi estatua en una posición demasiado teatral, excesivamente erguido y solemne, de la que me avergüenzo un poco, lo que no me impide discurrir con cierta pedantería, mientras estoy posando, sobre el punto y la línea: según mis ideas rebuscadas a las que Bueno padre, mientras trabaja, no les presta la menor atención, el mundo está compuesto exclusivamente de puntos y de líneas porque es a la vez continuo y discontinuo: el punto representa el espacio y línea el tiempo, y pontifico con delectación sobre la línea de puntos, sobre los átomos como puntos, sobre la frase considerada como una línea y el punto que la termina y la separa de las otras. Pero por más que me esmero en atraer su atención, Bueno padre sigue trabajando en mi estatua demasiado erguida y teatral, y parece ignorar a propósito mi discurso, con una sonrisa abstraída y ligeramente burlona, como si hubiese reconocido en mi discurso pedante una maniobra de seducción. Tratando de despertar por fin su interés, cambio de tema y empiezo a hablar del número dieciocho, afirmando que nadie en realidad sabe lo que es el número dieciocho, que conoce los signos que lo denotan, pero que de la cantidad en sí no sabemos nada, cuando unos ruidos extraños que parecen provenir de la habitación de al lado, empiezan a inquietarme. Ahora Bueno padre y la estatua han desaparecido y yo estoy inmovilizado en una camilla, en la penumbra, con una luz intermitente, fuerte, que me da en los ojos.

De tanto en tanto, se oye un golpe que es, me doy cuenta sin verlo, el hacha del verdugo, y un ruido múltiple de pasos que son los de una muchedumbre. La luz es un instrumento de tortura, y los golpes del hacha suenan cada vez más fuerte, como si el verdugo estuviera aproximándose, y, a cada golpe, el rumor de pasos se acrecienta también, como si, al oír los golpes del hacha, la muchedumbre tratara, sin conseguirlo, de dispersarse. Adivinando que el verdugo se aproxima, y que debe haber muchas otras camillas como la mía, en las que el verdugo, al pasar, va ejecutando a los prisioneros extendidos, empiezo a forcejear tratando de liberarme, y como no lo consigo, me pongo a gritar, hasta que abro por fin los ojos: la luz que me tortura, intermitente, es la de la mañana, que penetra por la puerta entreabierta; los golpes del verdugo, los de la puerta que choca, movida por el viento, contra el marco, y los pasos de la muchedumbre espantada, la lluvia que golpea contra los vidrios de la ventana.

Por extraño que parezca después de un sueño semejante, me siento más bien eufórico, liviano, cuando salgo de la cama, por primera vez después de meses y meses, y bajo casi corriendo las escaleras a través de la lluvia, en dirección al cuarto de baño. Mi hermana, en cambio, se pasea silenciosa, un poco desorientada al parecer, por la casa en penumbras, en la que no brilla más que el fluorescente de la cocina: algún sueño tal vez que ha tenido anoche, olvidado al despertar sin duda porque de otro modo ya hubiese estado contándomelo y que, reactivando asociaciones que ella misma ignora, reminiscencias confusas de una región adversa y crepuscular, tiñendo sus emociones y arañando sus terminaciones nerviosas, la tironean esta mañana de un modo casi imperceptible hacia lo oscuro. Pero cuando vengo a tomar con ella unos mates en la cocina parece estar un poco mejor, y únicamente se ensombrece un poco cuando le digo que no volveré para el almuerzo. Sabiendo que no va a aceptar, le propongo acompañarme al hotel Iguazú. Hace por lo menos treinta años que no vamos juntos a ningún lado.

– Otro día -me dice. Hoy no puedo.

No hay ninguna reprobación en su negativa, y su convicción íntima de que mi vida entera ha sido un error ya irrecuperable, es más para ella un motivo de preocupación que de resentimiento. De modo que ahora que estoy poniéndome el impermeable y recogiendo el paraguas, preparándome para salir, es pensando más que seguro en mi propio bien que, con el tono que hubiese podido emplear nuestra madre muchos años atrás, me dice:

– No te olvides de ir a buscar a Alicia esta noche. Sacudo riéndome la cabeza mientras bajo las escaleras.

– No me olvido -le digo.

Ya no llueve, pero la oscuridad reconcentrada del cielo, gris verdosa, en el mediodía de invierno, anuncia agua para dentro de poco.

Como acaban de cerrar los negocios, hay bastante gente en la calle, y como es evidente que esa gente está volviendo a su casa para almorzar y descansar un rato mirando las informaciones de la una en la televisión, tengo la impresión, durante algunos segundos, de estar haciendo exactamente lo contrario de lo que hacen mis contemporáneos, lo que me produce una euforia sarcástica, pero un par de cuadras más adelante algo vacila en mi interior, como si la unidad recobrada comenzara otra vez a resquebrajarse y, sin siquiera proponérmelo, empiezo a caminar cada vez más despacio, hasta que me quedo parado, inmóvil, en medio de la vereda: qué hacer ahora, dónde ir, qué es todo esto que me rodea, y las preguntas, que se formulan solas, no surgen de ningún vértigo ni están acompañadas por ningún estremecimiento, pero tampoco podría hablar de calma; es una simple adecuación a la extrañeza neutra del mundo que, en este instante y en ningún otro, acaba de depositar ante mí, por puro azar, la evidencia. En el cuadrilátero líquido que se ha formado en la vereda, donde faltan cuatro baldosas, el cielo gris, el aire gris a mi alrededor, adensándose, se reflejan, a mis pies, de modo que inclinándome ligeramente hacia adelante, puedo contemplar, al mismo tiempo familiar y remota como todo lo existente, mi propia imagen.

El "portero negro" me abre la puerta vidriera, bajo la entrada embanderada del hotel, y cuando doy los primeros pasos por el hall, compruebo que la proliferación de carpetas amarillas ha ganado la mesita baja de vidrio colocada frente a unos sillones de cuero, y hasta el mostrador del conserje – no es el mismo de anoche- que me indica el salón Capri cuando le pregunto por el cóctel de Bizancio. La ocupación, en el sentido casi militar del término, del hotel por la distribuidora parece completa, porque cuando empiezo a recorrer los pasillos que llevan al salón Capri, cruzo un par de aspirantes a vendedores, cada uno con su respectiva carpeta amarilla bajo el brazo. El pasillo final, que es un poco más ancho que los anteriores, en el entrepiso, es en realidad una especie de antesala del salón, con su doble puerta tapizada de cuero claro, té con leche quizás, del mismo color que la alfombra, y la mesita de patas torneadas sobre la que pululan las carpetas amarillas. Un hombre y una mujer, cada uno con una copa en la mano, conversan contemplándose al mismo tiempo en el espejo colgado encima de la mesita. Ni siquiera me miran cuando paso junto a ellos -tal vez me han observado con disimulo a través del espejo- y, empujando una de las hojas de la puerta, entro en el salón.

Que me cuelguen si hubiese podido imaginar la capacidad organizativa de Vilma y de Alfonso. Hay por lo menos ochenta personas en el salón Capri, y todo el mundo parece a sus anchas, conversando en pequeños grupos alrededor de las mesas servidas, mientras los sacos blancos de los mozos se deslizan, ceremoniosos y ágiles, entre ellos. Las mesas están cubiertas de sandwiches de miga, de canapés multicolores, y de masas diminutas dispuestas artísticamente sobre las bandejas. En los extremos hay grandes ramos de flores. El rumor de las voces llena todo el salón, amplificándose al chocar contra el cielorraso y regresar a los oídos de los que las profieren. Sobre las sillas, en las esquinas de las mesas, bajo los brazos, sobresaliendo de los bolsillos enrolladas en cilindro, las carpetas amarillas, manchas vivas y geométricas que resaltan contra las vestimentas oscuras, parecen ser el denominador común o el único sentido legible del desorden indolente que reina en el salón. De tanto en tanto, los flashes de algunos fotógrafos relampaguean, y un cameraman, asistido por un ayudante que lo sostiene por la cintura, se pasea entre los asistentes con una cámara apoyada en el hombro, el ojo puesto en el visor. Es un equipo móvil de la televisión local. Avanzando unos pasos, empiezo a distinguir muchas caras conocidas entre los asistentes: dos o tres colegas del diario, tres o cuatro representantes de la Sociedad de Escritores, mi amigo Héctor, pintor suprematista que conversa con el gerente del Banco Provincial, y que es el primero que me reconoce ya que, sin dejar de hablar, me saluda alzando la copa que tiene en la mano. Reconozco a un corredor de autos y a la animadora de un programa infantil en la televisión, tres o cuatro profesores universitarios y algunos miembros del coro de la provincia, incluido el director. Una pareja de psicoanalistas, marido y mujer, amigos de Haydée, comen sanwiches de miga junto a una de las mesas y conversan con expresión seria, ignorando a los demás. Deduzco que entre los muchos desconocidos debe haber cardiólogos, ejecutivos, comentaristas deportivos, soplones del ejército. Estoy por internarme entre los asistentes, cuando una hilera de sillas arrimada a la pared atrae mi atención, de modo que giro hacia la izquierda y me acerco a contemplarlas. Como la gerencia del hotel no debe haberles permitido colgarlos para que no se hagan agujeros en la pared -únicamente la inevitable ampliación en color de las cataratas merece ese privilegio- una serie de retratos fotográficos de gran tamaño, en blanco y negro, está expuesta para decorar la recepción, la base del marco apoyada en el asiento de la silla y la parte superior contra el respaldo: son las fotografías de los autores faro de Bizancio Libros: Agatha Christie, André Maurois, Manuel Calvez, Morris West, Pearl S. Buck, Vicky Baum, pero sobre todo, en el medio, sobresaliendo gracias a una ampliación un tercio más grande que las demás, Somerset Maugham, la estrella indiscutible de la recepción, ostentando la altanería amarga propia del genio de cuarto orden que se adjudica, con modestia calculada, el segundo, sin abstenerse de cosechar los beneficios que solo deberían corresponder, en un mundo un poco más sensato, únicamente al primero.

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