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No le respondo. Acabamos de dejar atrás la avenida del puerto, y estamos entrando en el puente sobre la laguna, que desemboca en el camino de la costa y en la ruta a Paraná.

Ahora no hay más que pantanos desolados, ranchos dispersos, semiderruidos y desiertos, y el cielo vasto, increíblemente oscuro y bajo, aunque por ahora no llueve, que cubre la tierra chata hasta el horizonte lejano, el cielo tormentoso en el apogeo del invierno que, privándonos desde hace por lo menos una semana del espacio abierto en el que titilan los cuerpos luminosos que, insondables y periódicos, nos visitan, nos confina en nuestra bola exigua de fango en la que chapaleamos hasta que un buen día, por obra de la misma sinrazón que nos trajo a la superficie, sin haber entendido nada del tumulto al mismo tiempo interno y exterior, aniquilados, nos hundimos. Recién después del desvío a Paraná, que dejamos a nuestra derecha siguiendo por el camino de la costa, Vilma vuelve a formular su pregunta.

– No -le digo.

Sin dejar de mirar el camino vacío, Vilma asiente, varias veces, y enciende un segundo cigarrillo, aunque el primero, al que no le ha dado más que un par de chupadas, termina de consumirse, humeando todavía, en el cenicero del auto.

– En la próxima calle, doble a la derecha -le digo.

– ¿Calle? -dice Vilma. -¿Hay calles por aquí?

– Es arena -le digo. -Más transitable cuando está mojada.

Aminorando, nos internamos en el callejón arenoso. Desde la puerta de una casa de ladrillos sin revocar una vieja inmóvil contra el rectángulo negro de la abertura, nos mira pasar, y desde detrás de la casa, dos o tres perros salen corriendo y nos persiguen un trecho, ladrando sin convicción hasta que se cansan, casi de inmediato a decir verdad, y se vuelven trotando al rancho, con un aire de satisfacción pueril, probablemente habiéndonos olvidado en el instante mismo de darse vuelta, sin que les haya quedado más que seguro de su brusca agitación sensorial otra cosa que unos estremecimientos musculares y nerviosos cada vez más leves en las terminaciones remotas de sus cuerpitos tibios y palpitantes. Avanzamos un buen trecho, dando bandazos ligeros, agitando al pasar el agua de los charcos superficiales formados por la lluvia en los desniveles de la calle tortuosa, en la que no hay lugar más que para un solo vehículo, y dividida en dos a todo lo largo por una franja de yuyos grises que crecen entre las huellas y que, cuando son demasiado altos, chasquean, doblegándose, contra el paragolpes delantero. Al fondo de la calle, primero un espacio pantanoso y después un riacho, nos interceptan. Vilma frena y apaga el motor. Bajamos.

El cielo parece incluso más bajo y el aire está cada vez más oscuro.

No hay ningún otro ruido como no sea el chasquido de nuestros pasos entre los yuyos mojados y el sonido de nuestras voces, pero al cabo de un momento dejamos de hablar y nos detenemos, de modo que el silencioes total, y que me cuelguen si de golpe el mundo no se vuelve bruscamente real, compacto, denso, gracias tal vez a la escasez de elementos que lo componen, el espacio desnudo y pantanoso, cubierto de vegetación grisácea, el riacho de no más de veinte metros de ancho más luminoso que el cielo y que el aire, el cuerpo de Vilma, que se ha alejado inmovilizándose a cierta distancia y que refulge un poco envuelto en el impermeable blanco -comprado en Londres o en París sin la menor duda-, más irrefutable y nítido que la totalidad improbable de lo exterior, de la que pareciera ser, en este momento, la síntesis o el emblema. "Yo mismo" cobro a mi vez realidad, como si un cable desconectado, en alguna región ignorada o inaccesible entre los muchos paisajes sombríos de mi interior, hubiese vuelto, por puro azar, a hacer contacto. El auto color cereza abandonado en el extremo del camino arenoso, anacronismo lustroso y un poco chillón, parece incorporarse, por su forma o sus dimensiones, o a causa de su color quizás -mancha geométrica de un rojo vivo- a la monotonía verde y gris del paisaje, adquiriendo una vivacidad misteriosa, una vida nueva sin nada que ver con su utilidad, con su costo, ni siquiera con la acción de causa a efecto, de la que soy perfectamente consciente, y que ha venido a depositarlo en este punto y en ningún otro del universo ilimitado. Con pasos lentos, Vilma y yo caminamos todavía un poco, alejándonos uno del otro, y los dos del coche abandonado, reconcentrándonos en nuestro silencio, como si estuviéramos buscando el lugar óptimo para observamos mutuamente incluidos de un modo exacto en lo exterior donde vamos cobrando, segundo tras segundo, cada vez más densidad y nitidez. Ahora trato de imaginarme a mí mismo visto desde afuera, esforzándome, no sin nostalgia, sentimiento que desde meses no me visitaba, preguntándome cómo mi aspecto externo podría reflejar esta sensación inesperada de armonía que, igual que todo lo que aparece en este mundo, por puro capricho, me visita. Durante un minuto por lo menos, algo dentro de mí se vuelve fluido, fácil, fértil, y, cuando trato de aprehender con la mirada, en el lugar más pobre del universo, mi pertenencia a este presente que me acoge, benévolo, me saltan, inesperadas, pero de ningún modo bruscas, las lágrimas.

Un rumor creciente me saca de mi ensimismamiento, y aunque ha estado repiqueteando en mi cabeza, en mi cara, en mis hombros desde hace varios segundos, tardo en darme cuenta de que es la lluvia la que lo produce. A cincuenta metros de distancia, Vilma alza los brazos, sacudiéndolos con energía y jovialidad, y se queda inmóvil otra vez, mirando la superficie del río que, de lisa y luminosa que estaba hasta hace unos momentos, se vuelve rugosa y turbia a causa de las gotas que se estrellan contra ella. Ahora la lluvia es tan densa, que Vilma se echa a correr, no en mi dirección, sino directamente hacia el auto, y cuando nos reunimos junto a él, puedo oír resonar el agua gruesa contra la chapa color cereza de la carrocería.

Antes de poner en marcha el motor, Vilma saca un pañuelo y se seca la cara, las manos, los cabellos rubios que, colgando contra las sienes, están ahora más oscuros y retorcidos. Yo me paso la manga del impermeable por la cara.

Reculando con lentitud hasta que encuentra un espacio lo bastante amplio y firme que le permita dar la vuelta, Vilma jadea un poco a causa de la carrera, pero enciende un cigarrillo, le da dos o tres chupadas, y lo deposita en el cenicero abierto. Cuando estamos cruzando el puente sobre la laguna el cielo y el aire, transformados en una única penumbra líquida, borronean la ciudad extendida al pie del agua, y como las luces del alumbrado público no se han encendido todavía, tenemos la impresión de estar atravesándola en plena noche, con la luz de los faros que van creando, al desplazarse, brillos y sombras fugaces y espectrales, no únicamente en las fachadas y en la fronda de los árboles, sino también en las masas oblicuas de lluvia que chocan y rebotan contra el asfalto. Vilma deja el coche en el estacionamiento del hotel y atravesamos corriendo la entrada embanderada, mientras el "portero negro" mantiene, con deferencia convencional, abierta la puerta de vidrio que da al hall iluminado. Cuando le extiende a Vilma la llave, el conserje me lanza una mirada fugaz, en la que chispean astillas de complicidad, pero que rebota contra mis ojos impasibles y serios: porque un ganapán almidonado, que echaría a golpes más que seguro a un pobre tipo nada más que porque su ropa está por debajo de lo que las normas de la gerencia han decretado como admisible, no voy a darle la ilusión de que formamos parte de la misma conspiración sólo porque tengo un impermeable nuevo y me he bañado y afeitado esta mañana. En el ascensor, Vilma me pasa el dorso de las manos por las mejillas y me dice otra vez Mire que frías, con la misma jovialidad neutra con que podría mostrarme un paisaje a través de la ventanilla de un tren.

Vilma me invita a sentarme en un sillón, y a esperarla un ratomientras se toma un baño caliente. Yo obedezco, pero apenas se encierra en el cuarto de baño, me levanto y empiezo a pasearme por la pieza iluminada, amplia y bastante lujosa, en la que sus pertenencias, dispersas con cierto desorden, revelan sus entradas y salidas rápidas, entre dos conferencias del seminario o entre dos aperitivos. Una botella de gin, llena hasta mitad y dos vasos limpios reposan en una bandeja sobre el escritorio de patas torneadas adosado a la pared bajo la ventana, oculta detrás de una cortina crema, un poco más oscura que el tono marfilino de las paredes. Como la cama de matrimonio no está deshecha y los ceniceros de vidrio brillan limpios en los lugares convencionales que suelen ocupar en las habitaciones de hotel, deduzco que la mucama ha debido pasar mientras nosotros paseábamos en auto. En una de las mesas de luz hay una carpeta amarilla de Bizancio Libros y, del mismo lado, sobre la alfombra, un montoncito idéntico cerca de la cama, y en la otra mesa de luz, al lado del teléfono, un prospecto ilustrado del hotel que, sin saber al principio por qué, despierta mi interés, incitándome a agarrarlo y a sentarme otra vez en el sillón, estudiándolo.

La ilustración del prospecto es una fotografía standard de una pieza de hotel, idéntica a ésta en la que estoy en este momento, tomada desde una perspectiva muy semejante a la mía, de modo que reproduce, sin los objetos aleatorios de Vilma, lo que estoy viendo ahora, sentado en el sillón: la cama en primer plano, la mesa de luz con su velador, la puerta del baño, la pared con una ampliación fotográfica en colores que representa las cataratas del Iguazú, y una porción de la pared de enfrente, con la mesa de patas torneadas, la silla, y la cortina crema que oculta la ventana. Por hallarse más cerca del objetivo, la cama matrimonial es lo primero que llama la atención, y me entretengo unos segundos comparándola con la que aparece en la fotografía: es idéntica a ella, pero resulta difícil saber si es la misma o alguna de las camas innumerables, seguramente iguales a la que estoy viendo, instaladas en las otras habitaciones del hotel. Ahora comprendo que lo que ha despertado mi interés es la yuxtaposición del modelo y de su imagen, uno al lado de la otra, la cama inerte y maciza y su reproducción reducida en la fotografía en color, sin poder decidir cuál de las dos contiene a la otra, a menos que, separadas y de orden diferente para los sentidos, no se engloben mutuamente para el pensamiento en un reflejo sin fin como dos espejos contrapuestos. Paso las yemas de los dedos por la superficie lisa de la imagen impresa en el papel satinado del prospecto, y después, con el sentimiento de estar realizando un acto vagamente clandestino, me inclino un poco hacia adelante y, estirando el brazo, hago deslizar las yemas por la madera barnizada de la cama, y aunque la sensación difiere de la que me ha dejado la fotografía no es, a pesar de su evidente rugosidad, más convincente que la primera, en lo relativo a un supuesto aumento de realidad que debiera darse por probado. Una tercera cama, modelo inquebrantable de las dos e inaccesible a los sentidos, me viene a la memoria, pero la variedad sin medida de sus múltiples copias, con su procesión efímera de madera, hierro, telas, piedra, plumas, lana, tierra fría, apareciendo en mi mente con simultaneidad vertiginosa, barre en un instante la superstición del modelo único y la arrumba en el desván de lo irrazonable.

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