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Cuando cierro la canilla de la ducha -deben ser las diez- me doy cuenta de que el agua sigue tamborilleando, pero ahora es la lluvia que golpea contra el tragaluz del baño. En la cocina, mientras tomo los primeros mates, abro, a pesar del frío, la puerta que da al patiecito desde el que arranca la escalera de la terraza, y contemplo el agua helada golpear las hojas de las plantas enmacetadas, correr por los escalones, precipitarse por el desnivel imperceptible de las baldosas hacia la rejilla del desagüe. Empiezo a pasearme sin finalidad precisa por la casa; aquí, en este dormitorio, en esa cama matrimonial, murió el primero, y en esta otra habitación, que da a la calle, la segunda, veinte años más tarde; en este mismo momento, la lluvia, minuciosa, debe estar arrastrando lo que queda de ellos cada vez más abajo, por entre los pliegues blandos del cascote que un día, y de un modo transitorio más que seguro, a causa de una explosión casual, frenó en un punto cualquiera del espacio y se puso a girar.

En este cuarto dormí hasta los dieciséis años, antes de mudarme a la terraza. Aparte de los muebles, de la penumbra invernal, la casa entera está vacía de todo rastro de vida, aparte de lo que llamo "yo" y que deambula a través del tiempo petrificado: lo que queda más bien en su lugar como decía, y que sigo llamando "yo" por costumbre, y del que me separa a decir verdad una distancia infinitesimal pero infranqueable, como sucede más o menos con las distintas partes de mi cuerpo, ya que ahora que lo pienso el dedo gordo del pie, naturaleza indescifrable en estado puro, me parece tan improbable y lejano como el cielo, rosa según dicen, de Marte. La voz de mi hermana, que viene subiendo las escaleras desde la calle, me saca del ensimismamiento en el que he quedado, de regreso en la cocina, con el mate ya frío en la mano.

Que me cuelguen si adivino de qué está compuesto el redondel humeante, color marfil, de la sopa, cuando me llevo a la boca la primera cucharada y la paladeo, bajo la mirada satisfecha de mi hermana, que controla el efecto que me produce pero que, más que seguro, a causa de la manía pueril de mantener en secreto sus recetas, respondería en forma evasiva si se lo preguntara. De un modo brusco dice en voz alta el noticiero, y va casi corriendo a prender la televisión. Yo me quedo sentado lo más tranquilo: porque un ignorante a sueldo del gobierno, que ha presentado todas las noticias a un censor militar antes de hacerlas públicas se ponga a transmitir acontecimientos supuestamente verídicos pero a decir verdad enteramente prefabricados, no voy a levantarme de la mesa y a dejar como mi hermana que se me enfríe la sopa, pero como el volumen está demasiado alto, me entero de que el general Negri, el intendente, el arzobispo, dos o tres dirigentes sindicales, el ministro de educación, el presidente de la bolsa de comercio y otros asesinos, secuestradores y tortura dores sin entrañas, han asistido esta mañana a una misa solemne como le dicen a esa farsa grotesca en la catedral. Del mismo modo que los teólogos inventan la encarnación y después decretan que es un milagro, estos pistoleros a sueldo de sí mismos blanden ese espantapájaros relleno de paja podrida que llaman Dios y lo sacuden en un intento de maniobra diversiva, ya que es evidente que Dios no existe y que me la corten en rebanadas si no tengo la prueba de lo que afirmo, y es la siguiente: no existe porque lo digo yo, y a quien intente refutarme preguntándome que quién soy yo para afirmarlo, ya mismo nomás le digo que nadie, nada, menos que nada, pero exactamente igual en todo caso que el obispo de Hipona, Santo Tomás o Descartes que, a pesar de ser tres perfectos legos en la cuestión, prefieren afirmar lo contrario. Dios no existe porque lo digo yo y punto. Es inútil que el muecín salmodie su cantilena al atardecer, o que el rabino guarde el arca en el recinto sacrosanto como le dicen, o que el sacerdote se prosterne por pura costumbre cuando pasa delante de la hostia, o que las viejas rameras europeas o americanas que ya no saben qué hacer con sus relojes Cartier vayan a buscar el punto nihuan en Oriente, donde por otra parte saben tanto de la cuestión como "yo" o los tres charlatanes que acabo de nombrar, inútil como venía diciendo hace un momento, porque nadie habita la materia ciega y caprichosa, estúpidamente repetitiva, por el momento desde luego, que se desplaza, no mediante deslizamientos, sino mediante explosiones, sin dirección ni plan.

Ya no sabiendo más que inventar para seguir emborrachándose de sangre humana hete aquí como dicen que se les ocurre la apuesta de Pascal que traducida en términos corrientes vendría a significar más o menos lo siguiente:

Mire Tomatis le damos a elegir a ver qué le parece, por un lado le proponemos una estadía por tiempo indeterminado en un hotel de lujo, con pileta de natación de agua de mar en una estación balnearia de moda y al mismo tiempo le mandamos dos lindas tetonas de veinte años, una negra y otra blanca para que le hagan lo que usted quiera y las puede cambiar por otras cuando lo desee, el bar y todos los restaurantes están también a su disposición, y todo esto por supuesto a usted no le cuesta un centavo, corre por cuenta la producción; por el otro lado lo dejamos chapaleando con la mierda hasta el cuello lo cual no cambia nada de su situación actual y al primer gesto suyo que no nos guste lo agarramos a sopapos y en una de ésas se la cortamos en rebanadas; nos damos cuenta de que la decisión no es nada fácil pero francamente con la mano en el corazón usted qué elegiría.

Un publicitario de Dinners Club se haría echar a patadas si propusiese un argumento de venta tan grosero, y eso dejando de lado el hecho de que el que lo inventó era tan experto en la materia como lo eran los tres otros vivillos de los que hablaba hace un momento. Justamente el último de estos tres se sentó un día al lado de la estufa pretendiendo que a partir de ese momento iba a empezar a poner todo en duda, menos desde luego lo que es obviamente falso, no fuera a ser que si se atrevía a afirmar en voz alta lo que todo el mundo sabe en su fuero interno, lo agarraran a sopapos e incluso se la cortaran en rebanadas. Y todo eso con el fin de permitirle al general Negri y a sus cómplices tirar viva a la gente de los helicópteros, o fusilarlos sin juicio previo después de haberlos sometido por puro placer al tormento.

– En la puerta dentro de diez minutos entonces. ¿Anotó bien la dirección? -le digo a Vilma por teléfono, y antes de colgar miro mi reloj pulsera: son las dos en punto.

Parado en la vereda, compruebo que ya no llueve, pero las nubes color pizarra se acumulan en el cielo. Como los negocios están todavía cerrados, hay muy poca gente por la calle, pero sin duda a causa del frío, de la lluvia, y de los tiempos que corren, no habrá mucha más dentro de una hora, cuando los negocios empiecen a abrir. Detrás del vidrio de la ventana en la planta alta, en la vereda de enfrente, Berta me sonríe y me hace una seña con la mano en la que sostiene un vaso, como si estuviera brindando conmigo. Le contesto alzando la mano. Dejando el vaso en alguna parte detrás suyo, Berta se da vuelta un momento, y después abre la ventana y me dice algo. Como no la entiendo, me cruzo de vereda y le lanzo una sonrisa interrogativa.

– No -dice Berta. -Dónde vas con esta lluvia decía.

– Salí a ver si pasa alguna rubia en auto y me invita a subir. ¿Cómo está Mauricio?

– Loco como siempre -dice Berta. -Pero tranquilo.

– ¿Está ahí arriba? -le digo. -No -dice Berta. -Hoy fue al hospital. Dice que está preparando un informe secreto para las Naciones Unidas.

– Si por lo menos le hicieran caso -le digo.

– Cállate -dice Berta. -Vos sos más loco que él todavía.

El coche cereza dobla en la esquina, casi sin ningún ruido, y avanza despacio hacia nosotros, probablemente porque Vilma está buscando la dirección, pero ahora debe haberme visto parado en la vereda porque acelera un poco.

– Ese auto me gusta -le digo a Berta. -Le hago dedo.

Vilma, sin parar el motor, frena a mi lado cuando extiendo el brazo, y baja la ventanilla.

– ¿Viste? -le digo a Berta.

– Más loco que mi marido todavía -dice Berta y cierra la ventana.

– Parecían Romeo y Julieta -dice Vilma. -Me pongo celosa.

– ¿De veras? -le digo. Y, bajando a la calle, paso por delante del auto, abro la puerta, y me instalo junto a ella en el asiento delantero. En el de atrás, todavía está la pila desordenada de carpetas amarillas que anoche Alfonso, impaciente por saber si había leído sus anotaciones al best-seller de la década, dejó caer con negligencia. Arrancamos.

– Me causa un placer infinito este paseo -dice Vilma, aferrándose al volante y acelerando después de pasar la esquina.

– Infinito no significa nada -le digo. -Es un superlativo vago de mucho, que ya es la vaguedad misma.

Siguiendo mis indicaciones, Vilma toma en dirección al río. Y después de quedarse un momento pensativa, dice que no está de acuerdo, que no es un superlativo de mucho, sino una suposición, y vuelve a quedarse callada. Como si la ausencia de Alfonso disminuyera su aplomo, hoy está seria, un poco tensa quizás, aunque su familiaridad para conmigo da la impresión de haber aumentado por alguna razón inexplicable, la costumbre quizás, ya que desde hace más o menos cuarenta horas, cuando nos vimos por primera vez en la mesa del bar, hemos venido haciendo progresos espectaculares en lo relativo a nuestra intimidad, aunque, al fin de cuentas, no hayamos intercambiado una sola confidencia. Sin Alfonso parece otra persona, ni mejor ni peor que la primera, únicamente diferente, y no logro saber si esa diferenciación es voluntaria, pero me hace pensar en esos dúos cómicos de los espectáculos de variedades que, cuando actúan por separado, tratan de construirse un personaje completamente diferente al que interpretan en el binomio. Estoy por retomar la conversación interrumpida de anoche, cuando volvíamos del aeropuerto, pero como me demoro un poco tratando de encontrar un pretexto discreto para reiniciarla, es ella quién, adelantándoseme, vuelve a ponerla en el tapete: probablemente usted -es decir "yo", o sea "Carlos Tomatis"-está intrigado por el empecinamiento de Alfonso en demoler el libro de Walter Bueno que, dicho sea de una buena vez, no merece ni medio minuto de conversación, dice. Y después de una pausa en la que, con gran lentitud, se dedica a encender un cigarrillo, echar la primera bocanada de humo, y dejar el cigarrillo encendido en el cenicero abierto del tablero de dirección, agrega que también a ella la intriga, pero que, a decir verdad, aunque cree adivinar las razones, no puede admitir sobre la cuestión más que meras conjeturas. Cuando fue a verlo por primera vez a la distribuidora, uno de los primeros temas de conversación había sido La brisa del trigo, que Vilma había leído al llegar de vuelta de Europa, porque una amiga lo había recomendado, y, sin conocer la opinión de Alfonso, ella, Vilma,le había dicho lo que pensaba, es decir que se trataba de una inepcia incalificable, y a partir de ese momento, dice Vilma, Alfonso no volvió a dejarla escapar, y no únicamente la nombró, "asesora literaria de Bizancio Libros", sino que empezó a tratarla de convencer para que escribiera el artículo. Reina, el psiquiatra -Es amigo suyo, ¿no?-, le había hecho llegar a ella, a Vilma, mi artículo, y ella se lo había pasado a su vez a Alfonso quien, entusiasmado por la lectura, había sacado un montón de fotocopias que le distribuía a todo el mundo. Cuando empezaron a preparar el seminario en la ciudad, Alfonso le dijo que estaba pensando seriamente en proponerme la dirección "literaria" de la futura sucursal, y que si yo no aceptaba, iba a tratar de convencerme para por lo menos escribiera el famoso artículo. Vilma deja de hablar durante medio minuto, y después, girando de un modo fugaz la cabeza para tratar infructuosamente de encontrar mi mirada, me lanza la pregunta: Y usted, ¿lo va a escribir?

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