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Debo escribir ese artículo, me exhorta bruscamente Alfonso cuando estamos llegando al postre, sacudiendo el índice enérgico casi contra la punta de mi nariz, tanto se ha inclinado sobre la mesa para ponerse a murmurar con furia, no sin antes haber echado algunas miradas prudentes a las mesas vecinas, ladeándose para evitar ser interceptado por la tercera botella de vino -una de blanco, dos de tinto- que ya está casi vacía: los elementos que él ha reunido en sus comentarios podrían servirme de base y él, desde luego, los pone a mi disposición por el tiempo que sea necesario. Según Alfonso, yo ya he demostrado la insignificancia artística del libro, pero es fundamental señalar también su falta total de representatividad.

La crítica oficial -es así como la terminología alfonsiana designa la caterva insana de vividores y empleados de los servicios de inteligencia que escribe en los diarios y en las revistas o aparece por televisión- pretende que La brisa en el trigo es un documento verídico de la vida cotidiana de los pueblos de la llanura, y que escenas, ambientes y personajes aparecen reflejados en el libro con total fidelidad. Alzando la voz, lo que sobresalta un poco a Vilma y hace desaparecer de sus labios durante unos segundos su sempiterna semisonrisa, Alfonso, esta vez con algún fundamento, vuelve a acalorarse, de modo tal que su bigote entrecano se pone a temblar, a contraerse y a estirarse: no hay una sola línea cierta en todo el libro, nada de lo que aparece escrito proviene de la vida real, todo es una ristra de invenciones calumniosas, que ofenden el decoro proverbial de nuestro pueblo, compuesto de gente sencilla y laboriosa. Por primera vez Vilma cruza conmigo una mirada de inteligencia sacudiendo con discreción la cabeza para significar que deberíamos irnos, porque las mesas vecinas empiezan a volverse hacia nosotros otra vez las caras reprobatorias, pero Alfonso, que a pesar de lo enfrascado que está en su argumentación enérgica, percibe la mirada, le dirige una sonrisa conciliadora, sin interrumpir para nada su discurso vehemente, hasta que lo remata con una conclusión conminatoria: usted -es decir "yo", o sea "Carlos Tomatis"-, que es un artista verdadero y un intelectual ponderado, tiene la obligación moral de demoler ese producto comercial pretendidamente representativo.

Los tres whiskys, la botella de vino blanco, las dos botellas de vino tinto no parecen haber hecho en Vilma más efecto que aumentar su placidez, o tal vez lo que contribuye a dar esa impresión es el contraste con Alfonso, a quien teniendo en cuenta el bamboleo ligero que hace oscilar a su cuerpo cuando se para junto a la mesa, optamos, Vilma y yo, por escoltar hasta la calle: se ve que desde hace rato ha parado de llover -ya es más de medianoche-, porque hay algunos tramos de las veredas o del asfalto que ya están secos, pero cuando alzo la vista hacia el cielo, no veo luna ni estrellas, ni siquiera nubes, nada como no sea una negrura espesa, baja, uniforme: más agua, más que seguro, para dentro de un rato, si se tiene en cuenta sobre todo que la temperatura ha subido un poco, a menos que traigamos todavía, circulando por nuestros cuerpos que a su vez atraviesan la ciudad desierta en la noche de invierno, el calor del restaurant. Nuestra alianza -al menos desde el punto de vista de ellos- parece haberse estrechado después de la cena, porque las palmaditas en el hombro, en las mejillas, e incluso el índice de Alfonso que se hunde en mi estómago – ¡Tiene que escribirlo!- expresan una nueva fase de nuestras relaciones, pero cuando empezamos a caminar hacia el hotel, Alfonso va en el medio, arrastrándonos del brazo a Vilma y a mí que, lanzándonos sonrisas de inteligencia por encima de su cabeza, pacientes, en realidad lo sostenemos. Bajo la entrada embanderada del hotel, sin "portero negro" a la vista a causa de la hora, Alfonso se cuelga de mi impermeable, aferrándolo con las dos manos a la altura del pecho, atrayéndome hacia su cara extraordinariamente móvil, la calva reluciente y llena de depresiones y de relieves que reproducen las anfractuosidades craneanas, los ojitos empañados y afligidos, el bigote entrecano infatigable que cubre el labio superior y que, a causa de los cigarrillos rubios que ha venido fumando uno tras otro, están teñidos por un reborde amarillento: en nuestra época, dice, todos los valores tradicionales, y no se está refiriendo a la mojigatería burguesa, se han perdido, y el arribismo y el egoísmo sensual del hombre-masa ocupan la vida pública y privada. El bestsellerismo prefabricado ha sustituido a la tradición nacional de un Sarmiento, de un Hernández, de un José Ingenieros, de un Calvez. Sus ojitos llorosos buscan los míos y al mismo tiempo los evitan, y las oscilaciones de su cuerpo se comunican al mío, de modo que oscilamos los dos en la vereda del hotel envueltos en la semisonrisa plácida y abiertamente comprensiva de Vilma que después de unos momentos, arranca, con suavidad pero con firmeza, las manos de Alfonso de mi impermeable. Sin convicción, Alfonso propone una última copa en el bar del hotel.

– No, no -dice Vilma. -Usted tiene que viajar mañana y yo tengo que estar lista a las nueve para el seminario. ¿Entonces Tomatis lo paso a buscar a las dos?

– Ha sido un gran placer, maestro -me dice Alfonso, dándome un abrazo demasiado largo, del que Vilma debe también arrancarme al cabo de unos segundos. -Le agradezco que me honre con su amistad. Y no falte al lunch del viernes: su presencia será un honor suplementario.

Entran en el hotel. El calor acumulado en el restaurant, a causa probablemente de la degradación general de la energía como la llaman, empieza a desgastarse al contacto del aire frío, de modo que apuro el paso, mientras en el interior de mi cabeza las experiencias de la velada, sometidas sin ruido a su propia combustión, arden, chisporrotean y se consumen.

Mientras voy subiendo las escaleras, las voces y la música llena de ecos que propala el televisor, empiezan a atravesar remotas y al mismo tiempo familiares, mi cerebro, susurradas por un volumen discretamente bajo a causa de la hora, pero cuando llego al living compruebo que mihermana, cubierta hasta los hombros con una manta y apelotonada en el sillón, se ha dormido frente a las imágenes coloreadas que al sucederse unas a otras producen sobresaltos luminosos en el living en penumbra. Sin apagar el televisor, estoy por darle unos golpecitos suaves en el hombro para mandarla a la cama, pero antes de llegar a tocarla mi hermana abre los ojos y me sonríe: me quedé dormida, dice, y se despereza con bienestar, pero de manera evidente se desinteresa de golpe de mi persona y su mirada se concentra un momento en las imágenes coloreadas tratando de descifrarlas. Sin consultarla cruzo el living y apago el televisor, y después pongo la mano sobre el aparato para percibir su temperatura.

– Está al borde de la implosión -digo.

Mi hermana ni siquiera protesta: se revuelve un poco en el sillón y después, retirando la frazada, se levanta y se dirige a su dormitorio. Yo subo en la oscuridad del patio la escalera de la terraza, en la más densa oscuridad, sorteando macetas de plantas domésticas ahogadas de lluvia, pero mi cuerpo reconoce los obstáculos gracias a una especie de memoria espacial que, si tiene alguna deuda antigua con los sentidos, da la impresión de haberla olvidado, tanto lo que por costumbre sigo llamando todavía "yo", se desinteresa del recorrido, absorto como está en manipular, examinándolos con perplejidad, los rescoldos del día consumido. Después de encender la estufa a resistencia, sin siquiera desabotonar el impermeable, parado junto al escritorio, recojo el ejemplar ajado de La brisa en el trigo y, sosteniéndolo con la mano izquierda, hago deslizar rápidamente las hojas con el pulgar derecho, produciendo un rumor nítido en el silencio de la pieza, una corriente de aire levísima que me acaricia de un modo fugaz la cara, y un torbellino de signos impresos o manuscritos, que bailotean sustituyéndose unos a otros a causa del deslizamiento rápido de las páginas, semejante a una alucinación visual, cuyo carácter abstracto y fantasmal cobra un poco de vida gracias a las líneas de colores -verde, azul, rojo, violeta- que dan la impresión de ir barriendo los signos a toda velocidad, como si fueran gotas de una lluvia negra. Ahora que, después de haber apagado la luz, me introduzco estremeciéndome un poco entre las sábanas frías, no únicamente la habitación sino incluso "yo mismo" nos volvemos abstractos y fantasmales al resplandor rojizo de la resistencia eléctrica. Las cenizas del día transcurrido; todavía tibias, empiezan a dispersarse en el recinto impensable, sin lugar propio en ningún punto del tiempo y del espacio, a no ser la lucecita frágil y que sin embargo los abarca, y que en este mismo momento se descompone en un espectro de manchas fugaces, de astillas de imágenes, recurrentes o inéditas, sin ningún vínculo ni con la razón, ni con la voluntad, ni siquiera con la experiencia.

Ahora salgo a la calle en un día gris, desierto, de bordes un poco carcomidos, semejante a una fotografía vieja descubierta por casualidad en el fondo de un cajón, extraña y familiar al mismo tiempo, una fotografía de mí mismo, en movimiento, en la que puedo contemplarme desde afuera, siguiendo con interés y una angustia leve mis propios pasos: venciendo un A; sentimiento de culpa, cruzo la calle vacía blandiendo la barra de hierro, y empiezo a golpear un auto, gris como el aire en el que está incrustado, estacionado junto al cordón: la pintura gris se descascara a causa de los golpes y los vidrios saltan en pedazos, astillándose, pulverizándose y diseminándose sobre los adoquines grises entre los que brota un musgo aterciopelado, casi dorado de tan verde. Con la carrocería abollada, sin vidrios, el motor destripado emergiendo por el capot entreabierto, las gomas en yanta, el auto gris se desploma y "yo" con el bastón de hierro todavía en el aire, me quedo contemplándolo un momento con culpa y satisfacción. Me despierto y verifico, abriendo los ojos, e incorporándome un poco, el resplandor rojizo de la resistencia eléctrica, y apoyando otra vez la cabeza en la almohada murmuro, interpretando fugazmente mi sueño, autodestrucción, antes de volverme a dormir. Exactamente en el mismo momento -en todo caso es la impresión que tengo- vuelvo a abrir los ojos, el cuerpo como diluido entre las sábanas tibias, del mismo modo que el resplandor rojizo de la estufa a resistencia se diluye en la claridad grisácea y mate de la habitación, mientras por la rendija de los postigos entrecerrados, por el agujero de la cerradura, por el espacio libre que queda entre la base de la puerta y el piso de mosaicos amarillos, la luz verdosa y exangüe de la mañana, la leche lívida que baña, periódica, las cosas, separándolas después de la reunión de la noche homogénea que las borra y las aglutina, la droga llamada día que todos querrían, indefinidamente, tomar, fluye, gotea, se derrama, inexorable y desdeñosa, igual que un traficante para con sus adictos, y cuando salgo de la cama, descalzo, y abro la puerta que da a la terraza, a pesar de su palidez verdosa y crepuscular, el aire helado por el que se disemina, me dejo envolver no sin placer por el torrente silencioso que ocupa, simultáneo, todo el recinto, haciendo empalidecer todavía más el resplandor rojizo de la resistencia.

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