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Por otra parte, su arribismo mediocre le impedía integrarse en la vida social del pueblo, ya que estaba obsesionado por ir a triunfar a la capital, cosa que terminó logrando, aunque ya se sabe a qué precio.

Y ese arribismo lo condujo a, llegado el momento, esquivar susresponsabilidades, ya que su partida del pueblo, cuando se le presentó la primera oportunidad en Buenos Aires, fue tan rápida que había interrumpido su trabajo en la escuela, importándosele un rábano desequilibrar con su ausencia brusca, sin dar tiempo a que se le encontrara un reemplazante, la armonía del trabajo escolar, lo que por añadidura había sido una mortificación suplementaria para la pobre Blanca, que había debido realizar ad honorem las tareas de su colega, lo que había terminado por quebrantar su salud y ser una causa más de su terrible accidente, en el cual el surmenage había jugado un papel importante. El temperamento de Blanca, empalma el discurso de Alfonso desviándose imperceptiblemente en otra dirección al mismo tiempo que el coche cereza, llegando al final de la autopista, toma una curva para internarse en la ruta que atraviesa Santo Tomé, el temperamento de Blanca la indujo siempre al sacrificio, a no esquivar, como muchos otros, sus responsabilidades, y para ella el trabajo en la escuela había sido siempre una motivación importante -la terminología es de Alfonso-, ya que no se le escapaba lo vital que es la educación para el desarrollo en un medio rural.

Las afueras de Santo Tomé en la que alternan casitas modestas de ladrillo sin revocar y baldíos que conozco de memoria, están sumidas en la más negra oscuridad, pero nuestros faros iluminan de tanto en tanto una fachada, una alcantarilla, un grupo de árboles negruzcos y lustrosos a causa del lavado insistente, semejante al frote compulsivo e innecesario de un obsesivo, de la lluvia helada; y cuando las luces del alumbrado público, más al centro, iluminan un poco cada cruce de transversal, el pueblo no da la impresión de ser menos triste, desierto y oscuro. Alfonso hace silencio otra vez, no muy convencido, tengo la impresión, de que sus deslizamientos digresivos hayan obtenido el efecto deseado, o sea mantener sus respuestas en una vaguedad brumosa, y es más que seguro que no se equivoca puesto que, cuando deja de hablar, me dispongo a reclamarle cómo deberé orientar la conversación para sonsacarle por fin las precisiones que busco, precisiones que, por otra parte, ni siquiera para mí mismo son totalmente claras. Demás está decir que el intercambio de frases que venimos haciendo desde el aeropuerto, tiene el tono más desinteresado, mundano y casual que pueda concebirse, y que si hubiésemos estado hablando del mal tiempo o de si los escandinavos hacen o no ruido al tomar la sopa, nuestro diálogo le hubiese dado a un observador desinteresado la impresión de estar oyendo una serie de banalidades durante una reunión social como se dice. Convencido de que por el momento me será difícil obtener algo más preciso de Alfonso, me vuelvo ligeramente hacia Vilma Lupo.

– ¿Y usted lo conoció?-le digo.

Vilma se remueve un poco en su asiento, y se aferra con más fuerza al volante, vacilando unos segundos antes de responder, como si esperara que Alfonso lo haga en su lugar, y después dice:

– ¿A Walter Bueno? Ni por las tapas.

– ¿Es la expresión adecuada para referirse al autor de un best-seller?-pregunto, no dirigiéndome a ella, sino en general, como si estuviese interrogándome a mí mismo, lo que provoca la risa desproporcionada en relación con la comicidad real de la frase, no de Vilma y Alfonso separadamente, sino del dispositivo Vilma/Alfonso, la entidad que, por momentos, forman a dúo, y que es algo más complicado, inasible y turbio que la mera suma de sus individualidades. Cuando el dispositivo hace silencio, Vilma explica: hace apenas un año que ella conoce a Alfonso, porque ha estado viviendo en Europa -Londres, Roma- desde el setenta y tres; el año pasado resolvió volverse a Rosario, con tan mala suerte (risa breve del dispositivo connotando inteligencia mutua) que a los dos o tres días de haber llegado, aterrizó en Bizancio Libros. De modo que a Walter Bueno lo conoce por referencias, y por haber leído La brisa en el trigo. A ningún interlocutor atento podría escapársele lo que subyace en las palabras de Vilma, que, por la agitación que lo sacude, Alfonso parece aprobar sin restricciones, y que interpreto de la siguiente manera: Estoy perfectamente al tanto de todo lo que quiere saber, pero no estoy dispuesta a soltar una sola palabra, de modo que para cualquier información suplementaria sobre este asunto tan delicado, le ruego dirigirse a la persona que se encuentra sentada en este mismo momento a sus espaldas, en el asiento trasero. Y para acentuar todavía más su autonomía completa respecto de esa persona, Vilma cambia de una manera brusca de conversación y sin modificar en nada su estilo mundano y jovial, me dice:

– Alfonso pasa el día en Rosario mañana. Es un hombre muy ocupado, pero sus esclavos tenemos la tarde libre antes del gran final del viernes, y como deja el auto a mi disposición, ¿qué le parece Tomatis si lo paso a buscar después del almuerzo así me muestra la ciudad y en vez de hablar tanto de libros hablamos un poco de literatura?

– ¿Por qué no? -le digo.

– Es un tema de conversación como cualquier otro. Llámeme por teléfono antes de salir, y yo la espero en la puerta de mi casa.

– Aún si no hubiese otras razones, la existencia de Bizancio queda justificada por haber suscitado este encuentro histórico -dice Alfonso.

– Va a ser un Yalta del espíritu -dice Vilma.

Lo que los tres parecemos pensar al mismo tiempo, sin que ninguno se decida a desplegarlo en palabras, nos induce a un silencio dubitativo que, después de algunos minutos, Alfonso aprovecha para lanzarse en una interminable disquisición diversiva, sobre un tema que podría resumirse más o menos como la redención universal por el libro, lo que pasado en limpio, y que me cuelguen si él mismo es consciente de lo que significan realmente sus palabras, podría obtenerse gracias a la multiplicación de puntos de venta, en el norte del país e incluso en el Paraguay, de su distribuidora. La punta de lanza como se dice de esa cruzada parecería ser la revista cultural en sentido amplio, lo que obviamente me coloca a la cabeza del movimiento. Mientras Alfonso perora, yo voy dándole instrucciones a Vilma, cuando entramos en la ciudad, para guiarla al restaurant que han elegido, probablemente el más caro de la ciudad, y que como por casualidad se encuentra a cincuenta metros del hotel Iguazú, con el fin de que ninguno de los clientes ricos del hotel, aconsejados por el portero, corra el riesgo de no encontrarlo. De modo que Vilma detiene el coche directamente en el estacionamiento del hotel y, apretujándonos los tres bajo mi paraguas contra el que repiquetea la lluvia, corremos hacia el restaurant. Vilma me toma del brazo y la calva de Alfonso viene casi pegada a mi axila, accesible gracias al brazo levantado que sostiene el paraguas. Al cruzar la calle nos dispersamos un poco pero en la vereda de enfrente nos volvemos a juntar, entre risas, interjecciones y resoplidos, ganados, por la misma disposición a la excitación infantil y a la irresponsabilidad en la que nos sumerge la carrera bajo la lluvia, de modo tal que cuando entramos, ruidosos, en el restaurant de lujo, exiguo como un dormitorio, los pocos clientes que hablan en voz baja, instalados desde hace rato, nos miran con cierta reprobación. Pero el mozo, que nos reconoce -me jugaría la cabeza que Vilma y Alfonso cenan aquí todas las noches desde que llegaron- nos instala con deferencia ultraprofesional.

– No. Agua, agua -le digo a Alfonso cuando me propone un aperitivo. Y, a través del vidrio empañado de mi vaso de agua mineral, lo veo mandarse de un solo trago el tercer whisky de la noche.

Sin ignorar las risitas socarronas de Vilma ni mis sacudimientos escépticos de cabeza, Alfonso, de humor festivo, y obstinadamente fiel a sus opiniones, se embarca en una apología detallada del arte como factor principal, son sus palabras, de la educación del hombre-masa. El fin último de Bizancio Libros es según Alfonso pedagógico y tanto el propietario-gerente como, por lo menos así lo espera, el resto del personal tienen como objetivo educar al pueblo.

– ¡Bizancio Libros, dice Alfonso enfatizando su afirmación mediante dos acentos esdrújulos, es mi Yásnaia Póliana! Que su declaración haya parecido aumentar el ambiente de jarana que reina en la mesa no da la impresión de molestarlo demasiado y él mismo se ríe un poco de su afirmación vehemente, de modo que cuando el mozo deposita en la mesa el balde de hielo con la botella de vino blanco adentro, se frota la manos y le hace al mozo la señal característica, que ya ha hecho en el bar del aeropuerto, consistente en sacudir el pulgar estirado sobre las copas vacías, para incitarlo a servir.

Ante el vino, se apodera de él una especie de entusiasmo, que me resulta fácil observar porque yo mismo lo he experimentado en otras épocas, y si bien esa euforia leve no borra el brillo húmedo y afligido de sus pupilas -me pregunto incluso si el alcohol no será una de las causas- cuando lo veo brindar con Vilma y entrechocar su copa con mi vaso de agua mineral, no puedo evitar en mí cierta envidia admirativa, en razón de la indolencia que practica respecto del fondo innegable de catástrofe sobre el que se asienta su vida mundana. A medida que va pasando de las botellas a las copas y de las copas a los aparatos digestivos el vino, que como decía euforiza a Alfonso, parece por el contrario sumir a Vilma en un estado de placidez creciente, haciéndola entrecerrar los ojos y esbozar una semisonrisa constante, lo que acentúa la cursilería botticelliana que me llamó la atención anoche en el bar, y me hace suponer que cuando la vi por primera vez ya debía andar por el tercer o cuarto aperitivo.

La manía de encender un nuevo cigarrillo cuando el anterior humea todavía olvidado en la muesca del cenicero reaparece y sus miradas, que se hacen ostentosamente fijas y admirativas cuando enfocan mi persona, reservan para Alfonso una vigilancia protectora y una tolerancia sin límites, todo eso de la manera más ostentatoria posible no por simulación o interés sino probablemente para expresar de ese modo su aprobación por el funcionamiento armónico de lo que ella considera la nueva alianza Vilma/ Alfonso/Tomatis. Que me cuelguen con un gancho del prepucio y me hagan girar si en veinticuatro horas nomás no me hicieron entrar en su círculo mágico, no me captaron como se dice, haciéndome deslizar de un modo casi imperceptible hacia el terreno de sus designios turbios y contradictorios, sin duda confusos incluso para ellos mismos, en los que sin embargo me reconozco mejor que en un espejo.

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