Cualquier hecho o cosa que se analice muestra de inmediatosu origen casual, el imperativo categórico kantiano por ejemplo, las pirámides de Egipto, o la forma de las nubes. Basta tener un poco de imaginación para encontrar la casualidad en algún punto del recorrido.
A propósito de Egipto, mi concepción del universo da la siguiente definición de Napoleón: un pedo que la casualidad se tiró en Córcega, y, siguiendo la misma concepción, obtenemos para el imperio romano: puesto que en esos tiempos el mundo era considerado plano, podemos imaginarlo como una bosta de vaca, chata y circular, con Augusto transformado en mosca verde, asentado en el centro y royendo sin descanso hacia la periferia.
– Usted me dice Tomatis si le estoy errando al camino -dice Alfonso, que se ha puesto grave de golpe, concentrándose en el volante.
– Por ahora va bien -le digo. -Apenas llegamos a la avenida de circunvalación, el aeropuerto está indicado.
– No se ve un cuerno con esta lluvia -dice Vilma, con un tono más bien despreocupado a tal punto que, desinteresándose de la cosa, se recuesta suspirando contra el respaldar del asiento.
– ¿Le parece que vamos a horario? -dice Parola.
– Son veinte minutos de auto más o menos -digo.
El tal Parola ni siquiera juzga necesario responderme. Estoy por repetir la frase, pensando que no me ha escuchado, cuando siento la mano de Vilma que se aferra a mi muslo y lo aprieta, con la intención evidente de sugerirme que me calle. Trato de encontrar su mirada en la penumbra del automóvil, y Vilma sacude la cabeza y se encoge de hombros, queriendo significar más o menos No vale la pena que pierda el tiempo tratando de ser amable con este plomazo, y después, inclinándose hacia el asiento delantero, con la más melodiosa y falsa de las entonaciones, seleccionada de entre la vasta gama de la que la creo capaz, se dirige al especialista de marketing de Buenos Aires.
– Parola -dice. -Estuvo regia la conferencia de esta mañana. Yo pude comprobarlo esta tarde en los seminarios de grupo.
– Lo importante es que la gente se sienta motivada -dice Parola.
– Tengo el palpito de que de aquí va a salir un lindo equipo devendedores -dice Alfonso, y después, echándose un poco hacia atrás en el asiento, dirigiéndose a mí pero sin dar vuelta la cabeza, para seguir vigilando el camino. -Esta es la parte menos romántica del asunto, aunque trabajar con material humano es siempre apasionante. Espero que no lo aburramos.
– Al contrario -le digo. -Me tienen fascinado. Únicamente Vilma y Alfonso se ríen. El tal Parola sigue ignorándome.
– Hay un mercado casi virgen para conquistar en el norte. Santiago del Estero, el Chaco, Formosa, Corrientes y Misiones -dice.
– Incluso el Paraguay -dice Alfonso. -Es uno de mis viejos sueños el Paraguay.
– No se nos ponga romántico usted también, Alfonso -dice Vilma.
– Mi viejo sueño después de usted, señora -dice Alfonso.
Siguiendo una serie de carteles indicadores, Alfonso entra en la avenida de circunvalación y acelera un poco.
– Los poetas siempre tienen razón -dice Alfonso.
– Ya indican el aeropuerto.
Rodamos en silencio. Al cabo de dos o tres minutos, Parola mira la hora y murmura, no muy convencido.
– Sí, sí, probablemente vamos a horario.
– ¿Quiere que acelere más todavía? Piense que si nos matamos en un accidente, la vida intelectual de este país se retrasaría durante un siglo por lo menos – dice Alfonso.
Como si no lo hubiese escuchado, Parola se inmoviliza en el asiento y se queda contemplando la lluvia a través del parabrisas. La mano de Vilma, en la penumbra del asiento delantero, me aprieta de nuevo el muslo en signo de complicidad, pero esta vez no se retira. Para ser totalmente franco, debo reconocer que si el primer apretón me sorprendió, sin darme tiempo a ningún otro tipo de reacción, el segundo, por parecerme superfluo, y a causa de la permanencia de la mano, depositada con blandura sobre el muslo, me puso en alerta, induciéndome a considerar de una manera diferente la proximidad de Vilma, casi pegada a mí en el asiento trasero a pesar del espacio vacío que hay entre ella y la puerta de su lado, de modo tal que yo estoy prácticamente rozando con el hombro la que está del mío, para no dar la impresión de estar aprovechándome de la situación.
Otro hecho digno de ser destacado es que la proximidad constante de Vilma, sus rozamientos probablemente involuntarios, y sus toquetees familiares -no me olvido que esta mañana en el salón Capri empezó a darme golpecitos en el pecho con los nudillos con la jovialidad más inesperada- tiene como consecuencia imprevista un levísimo latido en el vértice del pubis, un grumo tibio de sensación, fugaz, y únicamente perceptible a causa de un largo período de marasmo o anestesia en la zona de dicho vértice. Cuando entré en el auto hace un rato, la mano tibia de Vilma, tocándome el pelo y las mejillas para verificar los efectos de la lluvia, había hecho como dicen nacer en mí una confusión rápida, arcaica y agradable, sin que para nada la región de mí cuerpo que goza desde casi dos años de la benevolencia de la Papesa, haya sido notificada de esa confusión. Únicamente la mano que permanece sobre el muslo parece transmitir, incluso a través de la lana del pantalón, la anulación momentánea de la dispensa. Y que me cuelguen si no entreveo, a causa de eso, y a pesar del paseo cotidiano, de la higiene corporal y de la abstinencia alcohólica, un relumbrón rápido de pesadilla.
– ¿Todo bien atrás? -dice Alfonso, después de un rato de silencio.
– Al pelo -dice Vilma.
– No diga Tomatis que no lo tratamos bien en Bizancio -dice Alfonso.
– El problema -dice Parola- es que mañana tengo una conferencia en la Patagonia.
– ¿Libros también? -dice Vilma, y la mano me oprime fugazmente el muslo, queriendo significar más o menos: Tirémosle la lengua a ver con qué nos sale este papanatas.
– No. Lana. Exportación de lana -dice Parola.
– Qué interesante -dice Vilma, y retira la mano.
Envuelto por el rumor de la lluvia que golpea contra el techo y contra los vidrios, el silencio que se hace en el interior caldeado del auto parece lleno de pensamientos evidentes pero incomunicables, y el único sobre el que puedo pronunciarme con alguna certeza, el mío, puede resumirse de la siguiente manera: Aquí estoy viajando en auto en dirección al aeropuerto en medio de la lluvia, con tres desconocidos, dos de los cuales vi por primera vez hace veinticuatro horas, lo que no nos impide tratamos como si fuésemos de la familia, y el tercero, que ni siquiera me dirigió el saludo cuando entré en el auto, representa un compendio viviente de todo lo que odio. Pero lo más probable es que tener que soportar al tercer individuo durante veinte minutos no es lo más grave que los dos primeros me tienen reservado. De golpe, la lluvia recrudece, lo que acentúa todavía más el silencio en el interior del auto y, aunque nadie lo profiera en voz alta, es palpable como se dice que, después de haber registrado con los sentidos esa recrudescencia, los ocupantes le dedicamos, por algunos segundos, nuestros pensamientos. Cruzamos Santo Tomé envuelta en una doble capa de agua y oscuridad, agujereada de tanto en tanto por las luces del alumbrado público, por el umbral de alguna puerta o por el rectángulo amarillo de alguna ventana, y ahora entramos en la autopista o en lo que pensamos que es la autopista, ya que apenas si alcanzamos a ver, a través de las masas blanquecinas de lluvia, el fragmento de espacio que iluminan los faros. De tanto en tanto, los de algún auto que viene en dirección opuesta, nos proveen una referencia exterior que nos permite representamos, llenando instintivamente con la imaginación los detalles que el agua y la noche han borrado para los sentidos, la autopista entera que, por lo menos para mí que la he recorrido mil veces, no es ahora más que una reminiscencia incierta. Al cabo de un momento, Alfonso dice:
– Aquellas deben ser las luces del aeropuerto. Y Parola:
– Espero que estemos llegando a horario. Oprimiéndome el muslo, y como saliendo de una especie de somnolencia, Vilma dice jovialmente:
– Se ve que extraña Buenos Aires, Parola ¿eh?
Parola no le contesta, pero se mueve un poco en el asiento delantero, inclinándose para recoger su portafolio que probablemente yace a sus pies, y preparándose a bajar del auto, aunque todavía faltan por lo menos dos kilómetros para llegar. Por las mismas razones impenetrables que lo han hecho venir casi a paso de hombre, Alfonso acelera de un modo brusco, haciendo bramar el motor, pero al cabo de algunos metros parece cambiar de idea y vuelve a disminuir la velocidad.
Por fin entramos en los terrenos del aeropuerto iluminado: el estacionamiento en el que las carrocerías de una docena de coches brillan bajo la lluvia, reflejando las luces del edificio largo y chato coronado en uno de los extremos por la torrecita de control, que se levanta entre el estacionamiento y las largas hileras de luces de las pistas de aterrizaje.
Dos o tres avioncitos se sacuden un poco bajo la lluvia, a un costado
de las pistas, casi pegados por el fuselaje al edificio, al pie de la torre de control. Sin detener el motor, Alfonso para el coche frente a la entrada.
– Bajen así ganamos tiempo y además no se mojan. Yo voy al estacionamiento -dice.
– Usted es un amor, Alfonso -dice Vilma.
Bajamos, atravesando rápido, bajo la lluvia, la vereda ancha, y entramos en el hall iluminado, detrás de Parola que, sin siquiera detenerse para mantenemos la puerta abierta, se dirige casi corriendo hacia el mostrador de embarque y se pone a hablar con una empleada. Quince o veinte personas, diseminadas en el hall, en asientos de plástico adosados a la pared, en los taburetes del bar, mirando la pista a través de los ventanales, parecen esperar desde hace rato un acontecimiento ya improbable. Vilma se para riéndose y, agarrándome la mano, la lleva a sus mejillas.
– Tóqueme, tóqueme. Mire qué mojada que estoy -dice, pero con idéntica imprevisibilidad, deja caer mi mano y, dándose vuelta, se dirige con paso rápido hacia Parola que discute en el mostrador con la empicada.
La iluminación exagerada, blanca, del hall, dentro del paralelepípedo chato del aeropuerto depositado en la oscuridad saturada de agua de la llanura, los viajeros impacientes que se pasean o esperan sentados en actitudes convencionales, los mosaicos claros del suelo atravesados de rastros aguachentos y barrosos, las voces que repercuten en el cubículo demasiado grande para lo que contiene en este momento, contribuyen a densificar de un modo súbito lo exterior aumentando mi sensación de fragilidad, de inexistencia, sin que parezca haber por el momento una sola grieta por la que, subiendo desde la zona negra en la que yacen, algunos de los fragmentos enmohecidos de lo que antes sabía llamar "yo", aflore para ser, aunque más no fuese durante unos segundos, vivaz y olvidado de sí mismo, contemporáneo del acontecer.