A quince metros del palomar, sumergido ahora en la oscuridad, las primeras gotas de lluvia me sorprenden, frías y gruesas, picándome de refilón en la frente, en el filo de la nariz, y estrellándose apagadamente contra la coronilla de lacabeza y los hombros protegidos por el impermeable; en vez de abrir el paraguas, apuro un poco el paso y subo los tres escalones que conducen a la jaula, refregando a propósito los zapatos contra el suelo de portland para excitar los cuerpitos tensos que, más que seguro, deben ya estar alertas en la oscuridad, pero por más que intento sacudirlos con el ruido de mis zapatos, del que la suela de goma contribuye a reducir la intensidad, y hasta con la punta del paraguas que golpeo varias veces contra el piso, las palomas siguen inmóviles, y a no ser por algunos aleteos aislados, semejantes al temblor autónomo de un párpado o de un músculo secundario en un cuerpo en reposo, ningún signo de excitación general, aparte de un fluido indefinible de desconfianza o de extrañeza tal vez, me llega desde el recinto oscuro. Es cierto que la lluvia, adensándose, se ha puesto a repicar sobre el techo de tejas del palomar, y que quizás las palomas, incapaces de reaccionar a dos estímulos diferentes a la vez, están tratando de elaborar el rumor que rodea ahora su morada, la lluvia banal que, a causa de su interrupción de algunas horas, adquiere, como cada vez que recomienza, la novedad de lo insólito, llenando de estupor y de ansiedad sus sesitos sin memoria.
En vez de correr para protegerme del agua, opto por caminar despacio, pegándome a la pared en la vereda desierta, de tan cerca que por momentos el paraguas, contra el que el tableteo de la lluvia es incesante, a veces roza o choca alguna saliente de las fachadas, balcones de planta baja, molduras, letreritos bajos que sobresalen de las paredes, al costado de las puertas, anunciando alguna profesión o un comercio. De tanto en tanto, algún paseante refugiado en el umbral de una puerta me mira pasar más con desconfianza que con curiosidad. El agua, sacudida por la lluvia que sigue cayendo, corre en torrentes hacia los desagües de las esquinas, que ya empiezan a saturarse, y la claridad que proyecta en las bocacalles él alumbrado público está enteramente atravesada de masas líquidas que, substituidas instantáneamente, al precipitarse, por nuevas masas líquidas, parecen una miríada discontinua y en suspensión, agitándose en una órbita fija, únicos elementos móviles en el interior de un sistema regido por la más perfecta inmovilidad, como un simulacro de nieve sacudiéndose dentro de una bola de cristal. En la esquina iluminada, el agua me impide seguir avanzando, no únicamente la que cae del cielo negro, sino sobre todo la que cubre la calle, y que de un momento a otro desbordará los cordones para cubrir también las veredas, de modo que en la entrada profunda de un negocio que ocupa toda la ochava, entre dos vidrieras iluminadas llenas de prendas femeninas, polleras, vestidos, sacos de cuero y de piel, corpiños y bombachas blancas y negras festoneadas de puntilla, saltos de cama transparentes, cinturones de piel de víbora o de yacaré, lo que hasta no hace mucho tenía la costumbre de llamar "yo", la llamita increíble y frágil que sigue ardiendo a pesar de los torbellinos de agua y de noche que se sacuden en lo exterior, espera apoyándose con las dos manos en el mango del paraguas que he vuelto a cerrar, y que chorrea agua, que la lluvia amaine para continuar su caminata.
Aunque no deben ser ni las siete y media, ya es noche cerrada y no se ve, como se dice, ni un alma en la calle. Desde el lugar en el que estoy parado, lo que cae ya no son masas líquidas y fijas, en suspensión en el mismo punto, sino, hecha visible por la incidencia de la luz, lluvia verdadera, es decir varas líquidas, transparentes y parcialmente brillantes que, cuando chocan contra el pavimento abovedado y contra la superficie líquida que se expande en la calle, levantan, cada una, una especie de corola lisa y fugaz, surgiendo del pequeño tumulto que producen las gotas al estrellarse, de modo que todo el suelo visible está continuamente lleno de esas formaciones idénticas, pasajeras y vivaces.
Durante unos minutos, aparte de la lluvia y de la impresión que me asalta, súbita, de estar todavía vivo, en el lugar en el que estoy y en ningún otro, diciéndome a mí mismo con calma pero con obstinación estar vivo es esto, esto, y ninguna otra cosa, aparte de estar otra vez bien encastrado, tenue y frágil, en el presente, no pasa nada, hasta que, alzando la cabeza, habiendo adivinado su presencia antes de captarlo con los sentidos, veo un coche que avanza, despacio, por la transversal a oscuras, a una cuadra y media más o menos, de modo que cuando pasa por la bocacalle iluminada para internarse otra vez en la calle oscura, su lentitud se confirma, de igual modo que el modelo, de los más recientes, que ya había adivinado por la altura y por la separación relativamente grande de los faros que antes de llegar a la bocacalle mandaron una señal para anunciar su presencia, y después descendieron otra vez a una posición más atenuada.
El color cereza del auto me tranquiliza: es en coches del mismo modelo de color verde oliva, que los hombres del general Negri suelen pasearse por la ciudad y parándose de tanto en tanto ante alguna casa, o en plenacalle, junto al cordón de la vereda, sin detener el motor, bajan armados y meten a los golpes en el asiento trasero a algún paseante desprevenido, del que nunca más se vuelven a tener noticias, a menos que no aparezcan sus restos mutilados -los testículos en la boca y los senos cortados al ras revelan el estilo del general Negri- una mañana cualquiera, en algún baldío o flotando aguas abajo, devuelto por el río después de varios días de inmersión. Si el color cereza me tranquiliza, la lentitud me intriga un poco, ya que evoca menos un. avance prudente a causa del agua que cubre la calle, que un aire de indolencia, casi de pereza, e incluso de anacronismo teniendo en cuenta la potencia evidente del motor, que gira tal vez en segunda velocidad, y el tiempo desproporcionadamente largo que le lleva a la máquina color cereza recorrer los cien metros de distancia entre la última bocacalle iluminada que acaba de cruzar y ésta en la que estoy parado entre las dos vidrieras llenas de prendas femeninas, observándolo cuando llega a la esquina, aminora todavía más, con la intención de doblar, ya que, casi a paso de hombre, el auto rojo comienza la maniobra, pero cuando empieza a bordear la esquina para encaminarse hacia el sur, frena, sin parar el motor, recula unos metros, y atraviesa la bocacalle, con tanta lentitud inhábil, que mi mirada baja hacia la patente sin alcanzar a descifrarla ni aun cuando, con la torpeza orgánica de un escarabajo, viene a detenerse junto al cordón a tres metros de donde estoy parado, haciendo desbordarhacia la vereda el agua de la calle. Los ocupantes se mueven deformes silenciosos y confusos detrás de los vidrios empañados por dentro y chorreando agua por fuera, y los limpiaparabrisas, funcionando continuamente, no logran despejar los chorros de agua que vienen a estrellarse contra los vidrios. Pero por fin la ventanilla delantera, con la misma lentitud propia del auto entero, comienza a bajar, y que me la corten en rebanadas si no es Alfonso en persona quien aparece por el rectángulo y sacude el brazo en mi dirección.
– Ni más ni menos que el maestro Tomatis -grita, riéndose.
Sacudiendo el paraguas en el aire para secarlo un poco en vez de abrirlo, avanzo unos pasos por la vereda y me inclino hacia él.
– Alfonso -le dijo con jovialidad melancólica, pero alzando la voz a causa del estruendo de la lluvia. -Cuanto más grande más zonzo.
La voz de Vilma Lupo me grita algo desde el asiento trasero en penumbra, y como no le entiendo, me inclino un poco más hacia la ventanilla abierta, comprobando que Julio César Parola, el especialista en marketing de Buenos Aires, está sentado al lado de Alfonso, y que la cabeza rubia de Vilma, proyectándose hacia adelante, parece flotar sobre el respaldar del asiento delantero entre las dos cabezas masculinas.
– ¿Cómo? -le digo.
– Le pregunto si está estudiando para mojarrita -dice Vilma.
– Suba, suba. Lo secuestramos -dice Alfonso. Haciendo girar el paraguas cerrado en el aire para referirme al auto color cereza le digo:
– ¿Esta máquina impresionante se la debemos a Somerset Maugham?
Parola mira su reloj pulsera, impaciente, en vez de reírse, pero Vilma y Alfonso, como de costumbre, al unísono, lanzan una carcajada.
– Las ruedas son una contribución de André Maurois -dice Vilma, y desapareciendo de entre las dos cabezas masculinas, se inclina en la penumbra y abre la puerta trasera. Cuando me instalo junto a ella, me empieza a palpar el impermeable, las mejillas -tiene las manos tibias- y la cabeza.
– Está todo mojado -dice.
– Lo llevamos al amigo Parola al aeropuerto, y después volvemos a la ciudad. Media hora -dice Alfonso.
– Bueno -le digo. -Pero preste atención al volante que morir en su compañía puede resultar sumamente comprometedor.
– La gente diría -dice Vilma- tuvo una muerte horrible: murió conversando con Alfonso.
Y que me cuelguen si tenía proyectado encontrarme a las ocho de la noche, en medio de una lluvia torrencial como se dice, rodando en el auto de Alfonso, prácticamente a paso de hombre, en dirección alaeropuerto. Mi sistema filosófico, el casualismo, demuestra una vez su pertinencia: es obvio que la lluvia, por fuerte que sea. no puede impedirme realizar el paseo del anochecer, uno de los tres elementos, junto con la higiene corporal y la abstinencia de alcohol, de mi reconstitución física y mental, pero una lluvia un poco fuerte no hubiese bastado para obligarme a buscar refugio en ese negocio, y debo por lo tanto mi viaje al aeropuerto al empeoramiento imprevisible de las condiciones climáticas: por otra parte, si acaban de salir del Hotel Iguazú, me pregunto cómo diablos pudo hacer Alfonso para pasar por la esquina en la que yo estaba parado, ya que se encuentra al norte y no al sur del hotel, es decir en dirección opuesta al aeropuerto. Si el determinismo y no la casualidad rigiesen el mundo, yo tendría que estar en este momento en la cocina de mi casa, tomando la sopa frente a mi hermana, y oyendo el ronroneo de la televisión, antes de subir a leer un rato en mi cuarto para meterme después en la cama.
La aparición del sistema solar no es menos casual que la del auto cereza, y las masas de materia que se dispersaron después de una explosión cualquiera sin duda, quedaron girando, por cuestiones de masa, de velocidad, de inercia, de gravedad -todas palabras que no tienen el menor sentido por otra parte, flatus vocis como se dice-, alrededor de un cuerpo que llaman el sol, el cual por casualidad también, a causa de una distancia que nadie dispuso, alumbra y calienta la tierra. Todo esto es un fenómeno aleatorio y está ocurriendo por ahora -a decir verdad la cuestión me importa tres pepinos- y hace falta una mentalidad de pequeño propietario para pensar de otra manera: entiendo que si se ha comprado un terreno en Córdoba, se aspire a la eternidad de lo creado, aunque más no sea para no tener la impresión, después de años de sacrificios, de haber hecho un mal negocio.