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Una corriente de aire que sopla a mis espaldas, y un ruido de pasos precipitados me anuncian la llegada de Alfonso que, parándose junto a mí con las llaves del auto todavía en la mano, me da un golpecito en elbrazo, murmurando:

– ¿Se le fue el avión? -mientras sacude la cabeza hacia Parola que, justo en ese momento, deja de hablar con la empleada y se dirige hacia nosotros precedido por Vilma.

– Recién ahora está por aterrizar -dice Vilma. -El mal tiempo.

– Son ellos los que no están a horario -dice Parola, parándose junto a nosotros y dejando vagar su mirada por sucesivos puntos del espacio para no dejarla encontrarse con la nuestra. El clima de francachela un poco mecánica que reina entre el dispositivo Vilma/Alfonso y mi persona parece incomodarlo e incluso irritarlo. Todo lo que lleva puesto, zapatos, pantalón, saco, impermeable, pullóver, camisa, corbata, reloj pulsera, anillos, el portafolio que tiene en la mano, es de primera calidad en una combinación perfectamente armónica de tonos que los grandes árbitros internacionales de la moda han declarado vigentes, sin la menor disonancia, todo probablemente comprado

en el extranjero, en Europa o en los Estados Unidos, y más que seguro que con lo que le ha costado el conjunto una familia modesta comería un año entero, pero que me cuelguen con un gancho del prepucio ome la corten en rebanadas si, a pesar de la ropa que lleva puesta, de sus relaciones y del alto concepto en que se tiene a sí mismo, es algo más que el ejemplar indiferenciado de un producto fabricado en serie, sin más espesor que una silueta de madera terciada.

– Todo parece indicar que tengo que pagarles un whisky -dice Alfonso.

Vilma extiende la mano hacia él con expresión admirativa, como si nos lo estuviera presentando.

– The right man in the right place, always -dice, en un inglés fluido y casi sin acento.

– Aunque a lo mejor me está insultando, se lo pago igual -dice Alfonso. Nos dirigimos hacia el bar, cerca de los ventanales que dan sobre la pista. Aunque camina al mismo ritmo que nosotros, Parola se mantiene a cierta distancia marcando con la posición y la actitud general de su cuerpo, su no pertenencia a nuestro grupo, con el mismo empecinamiento con que un primate, hallándose por error entre una familia de especie ligeramente diferente de la suya, y a pesar de la hospitalidad un poco convencional que se le brinda, se obstina en delimitar su territorio. Y hete aquí como se dice que un primate de la misma familia que la suya -ropas caras, portafolio, relaciones bien ubicadas, alto concepto de sí mismo-, apoyado contra el mostrador del bar, con un vaso de whisky en la

mano, abre los brazos sonriendo al verlo llegar. Parola se adelanta con rapidez y lo saluda. También Alfonso parece conocerlo, porque Parola Bis le dirige un gesto amistoso con el vaso. Pero nos instalamos en la otra punta del mostrador, la más cercana al ventanal.

– ¿Whisky para todo el mundo, entonces? -dice Alfonso, con aire decidido.

– No yo tomo agua -le digo.

– No coincide con su reputación -dice Alfonso – ¿Está con antibióticos?

– Para nada -le digo. -Estoy tomándome unas vacaciones.

En sus ojitos afligidos brilla de pronto una vacilación húmeda. La ropa que lleva puesta es probablemente más cara que la de los dos Parolas, menos convencional y más juvenil, a pesar de que es más viejo que ellos, pero hay algo, un contraste entre su ropa y su persona, en el modo de llevarla quizás, o en los estremecimientos de su bigote entrecano o la aflicción constante de su mirada por encima de su campera de cuero y de sus pullóveres de cachemira, que delata el espesor hormigueante de su interior, el carnaval sombrío de los fantasmas que trabajan contra sí mismo. Algo que me refleja.

Alfonso se inclina hacia mí, bajando un poco la voz, y mirando a los costados, como si estuviésemos conspirando:

– Pero cena con nosotros esta noche, ¿de acuerdo? -susurra.

– De acuerdo -le digo.

Alivio y esperanza atraviesan, fugaces, su mirada y, lleno de satisfacción, alzando la voz, le dice al mozo que está esperando del otro lado del mostrador:

– Dos whiskys, hielo y un agua mineral para el señor.

El mozo me dirige una mirada interrogativa:

– ¿Con gas o sin gas?

– Con gas -le digo.

– Con gas no tengo -dice el mozo, echándose a reír.

– Si será vivo -dice Vilma.

Indolente, el mozo se dirige hacia el otro extremo del bar.

– Me fascina el humor de nuestro pueblo -dice Alfonso, entrecerrando admirativo los ojos, con aire de pensador.

– A mí también -dice Vilma. -Pero siempre me queda la duda: ¿es o no de la policía?

Nos reímos, haciendo movimientos afirmativos y entendidos con la cabeza, y después nos quedamos en silencio, pero cuando el mozo viene a depositar el pedido nos reímos otra vez, lo que parece satisfacer al mozo, que interpreta nuestra risa como un renuevo de celebración de su ocurrencia de hace un momento. Alfonso me sirve el agua mineral, extiende el vaso a Vilma, y después, recogiendo el suyo de sobre el mostrador, lo agita un poco haciéndolo tintinear, se toma un trago, lo paladea, sacude afirmativamente la cabeza, y con un segundo trago lo vacía del todo, dejando únicamente los pedazos de hielo. Después deposita el vaso sobre el mostrador y, buscando al mozo con la mirada, le hace una señal con el índice, consistente en sacudirlo verticalmente encima del vaso vacío. El mozo trae la botella y se lo vuelve a llenar. Detrás de su cabeza calva, de la cabeza rubia, un poco más alta, de Vilma Lupo que está parada a su lado, inmóvil, con su vaso de whisky en la mano, se levantan los ventanales que dan sobre la pista en la que vienen a estrellarse los torbellinos de lluvia que, adensándose hacia el horizonte invisible, a pesar de las hileras bajas de luces, o quizás a causa de ellas, forman una especie de nube opaca, grisácea, atravesada de tanto en tanto de brillos y de reflejos inestables y diminutos.

En algún punto de la masa grisácea y agitada, flotando a cinco o seis metros del suelo, una luz roja parpadea, y únicamente después de unos segundos de fijar la vista en ella me doy cuenta de que está avanzando hacia nosotros. Unos segundos más, y el avión entero, gradual, emerge de la lluvia, la trompa alargada, los reactores laterales que cuelgan de las alas invisibles y, en un plano ligeramente superior, la luz roja que parpadea en la punta de la cola. Hostigado por la lluvia cuyas salpicaduras, al chocar contra él, rebotan y se arremolinan a su alrededor, el aparato progresa a duras penas, se arrastra casi, como si estuviese desplazándose por un medio inadecuado, igual que Gulliver en Liliput, para no aplastar por imprevisión a sus huéspedes, o el albatros de Baudelaire entorpecido por el peso de sus propias alas. Su estructura metalizada, lavada por el agua, relumbra al cruzar las hileras de luces de las pistas laterales y, a medida que se acerca, una vibración casi imperceptible a causa de la agitación constante de la lluvia, va haciéndose cada vez más aparente, igual que un temblor orgánico de valetudinario. Lo fantasmal de su presencia se acentúa a medida que se aproxima, ya que los parabrisas de la cabina de comando, sobre la nariz del fuselaje, recuerdan al emerger desde la noche lluviosa el antifaz truculento de una marioneta gótica. Durante un momento, da la impresión de haberse inmovilizado, lo que después resulta ser cierto, porque, con la precaución de un ciego, ya demasiado próximo del ventanal del aeropuerto, ha comenzado una maniobra que parece incompatible con su naturaleza, consiste en girar a la izquierda para internarse en una pista lateral, paralela al edificio del aeropuerto. Por fin, después de varios tanteos timoratos, logra entrar en la pista y avanza unos metros por ella, hasta que vuelve a detenerse, para empezar a recular, paralelo a las instalaciones del aeropuerto, habiendo hecho coincidir de un modo aproximativo la puerta por la que deben subir y bajar los pasajeros con la del hall iluminado en el que, viéndolo llegar cuando menos se lo esperaban, los viajeros impacientes comienzan a agitarse ante la inminencia de la subida a bordo. El avión se ha inmovilizado tan cerca del edificio, que a través de la hilera regular de ventanillas que le perforan el flanco, detrás de lluvia, se divisan confusamente los pasajeros que ya están levantándose de sus asientos. Parola se acerca a nosotros.

– Bueno-dice. -No estamos muy a horario, pero tampoco es catastrófico. Vamos a ir aproximándonos con mi amigo.

Le da la mano a Vilma, a Alfonso y, por distracción, a causa del apuro de la partida, me la tiende también a mí, que ostentosamente simulo no haberla visto, dejándolo una fracción de segundo con la mano en el aire, lo que lo hace lamentarse interiormente de su error, a juzgar por la expresión de odio que relampaguea en sus ojos y que yo ignoro echando miradas falsamente distraídas a mi alrededor: porque un maniquí relleno de paja quiera implicarme en formalidades estúpidas, que por ocurrir además en público pueden resultar incluso comprometedoras, no voy a andar sacando la mano del bolsillo para ponerme en ridículo estrechándole la suya que vaya a saber dónde anda metiendo cuando nadie lo vigila. Como si hubiese aire donde está parado Parola, succionado de golpe por la más perfecta inexistencia, me dirijo a Vilma y Alfonso:

– Voy a hablar por teléfono -dijo, dándome vuelta y dirigiéndome hacia los teléfonos anaranjados adosados a la pared, del otro lado del hall, mientras hurgo en el bolsillo del pantalón buscando una ficha.

– No te espero entonces -dice mi hermana. -Qué lástima. Te había preparado una buena sopa.

– Mañana a mediodía -le digo.

– Me olvidaba. Llamó Alicia. Dice que no dejes de ir a buscarla el viernes a la noche para pasar el fin de semana con nosotros -dice mi hermana. -No me olvido -le digo. -Pero recién somos miércoles.

– Se te oye lejos. ¿Dónde estás?

– En el aeropuerto -le digo.

– ¿En el aeropuerto? ¿Con este tiempo? ¿Qué estás haciendo en el aeropuerto?

– Estoy con unos amigos, pero nos volvemos a comer a la ciudad -le digo.

– No empieces otra vez a tomar -dice mi hermana.

Nos despedimos. Cuelga, y cuelgo a mi vez: cuando me doy vuelta, compruebo que Vilma y Alfonso avanzan en mi dirección y al llegar junto a mí, Alfonso se da vuelta discretamente para verificar que Parola no puede escucharlo, y dice en voz baja:

– Los servicios de este hijo de puta me costaron dos mil quinientos dólares.

– No me imaginaba que fuese tan plomo -dice Vilma.

– Y eso no es nada -dice Alfonso-. Está también bastante metido con los militares.

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