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Algo es más que seguro en todo esto: mis relaciones con Haydée, sexuales quiero decir, que habían andado tan bien y durante tantos años, empezaron a echarse a perder, haciéndose cada vez más espaciadas, hasta que dejaron de existir por completo. Mire joven, me dijo una madrugada un viejo en un cabaret, usted se la mete una vez a una mujer, una vez sola nomás póngale la firma, y ella no se lo perdonará nunca, le hará la vida imposible y no se quedará tranquila hasta no verlo bien en el fondo de la tumba. Por supuesto que exageraba y me reí cuando me lo decía desde la mesa de al lado en la que estaba tomando champagne con dos o tres coperas, pero desde que las cosas empezaron a andar mal más de una vez me pregunté si no podía haber algo de cierto en su observación, tanto me parecía que Haydée, con su estúpida sumisión a la farmacéutica, se las arreglaba para envenenar nuestras relaciones.

Hay un punto que tiene que quedar claro y es el siguiente: es universalmente sabido que la erección del pene representa en general para el portador de dicho aditamento un estado agradable, a partir del cual el placer puede ir en aumento hasta alcanzar, durante el orgasmo, su punto culminante, y que elportador del aditamento, por razones desde luego casuales y que el mismo ignora, a causa de la repetición insensata que como ya lo he dicho pareciera ser la ocupación exclusiva de lo que llamamos naturaleza, puede recomenzar hasta el hartazgo el mismo proceso, con frecuencia mayor o menor según su constitución física y psicológica, a lo que hay que agregar la contribución más o menos favorable de las circunstancias. Es evidente que no hay ningún mérito personal en ese proceso, y que el aditamento sea grande, mediano o chico, es un dato que no reviste la menor importancia, del mismo modo que la frecuencia, la intensidad, y la duración de la erección: obedeciendo al estímulo sensorial o puramente imaginario -por reflejo condicionado probablemente- la sangre afluye por lo que los fisiólogos llaman la arteria de la vergüenza, el aditamento se infla y se pone duro y punto. A unos dos mil quinientos millones de individuos de sexo masculino que andan vivos respirando el aire de este lugar que llamamos mundo les ocurre eso varias veces por día en el mejor de los casos, y jactarse o sobre todo hacerse ilusiones acerca de algo a causa de eso sería pura y simplemente un desvarío. Ahora bien, precisamente en mi caso, frecuencia, intensidad y duración, que siempre representaron un cociente elevado, en los primeros años de mi relación con Haydée alcanzaron su punto culminante manteniéndose por encima de mi término medio habitual durante años, incluso aún después que las cosas empezaron a echarse a perder, de modo tal que las peores discusiones terminaban siempreen la cama, lo que me llevó a preguntarme si no había empezado a padecer lo que a falta de un nombre mejor se me ocurrió llamar erecciones nerviosas, como quien dice risa nerviosa, es decir una reacción contraria a la que razonablemente hubiese debido esperarse de las circunstancias, como el condenado a muerte que, en vez de llorar y suplicar, se echa a reír sin poder controlarse ni explicarse por qué cuando lo sientan en la silla eléctrica. Pero hasta esas reacciones nerviosas pasaron y a partir de cierto momento, no solo ya no hubo más discusiones ni posesión, sino ni siquiera deseo, no únicamente deseo de ella, sino deseo en general, esa alerta de todo el ser, inesperada y misteriosa que, aunque sin que nos demos cuenta nos mantiene enhiestos y palpitantes del nacimiento a la muerte, a veces prolifera tanto en nosotros que ocupa, además de los pliegues más secretos de nuestra carne, nuestra memoria, nuestra imaginación y nuestros pensamientos. Ningún deseo, nada. Saliendo a cabalgar al alba, el día de mi nacimiento probablemente, demorado una y otra vez por obstáculos imprevistos, atravesando regiones desconocidas, extraviándose en bosques, en callejones sin salida, en pantanos, cambiando infinidad de veces sus caballos exhaustos, el correo secreto de la papesa Juana logró por fin golpear a mi puerta y, sin decir palabra, me entregó el papel que me acordaba la dispensa definitiva.

El famoso aditamento desapareció de un día para otro entre mis piernas y desapareció está puesto literalmente, porque aún para orinar debía buscarlo un buen rato con dedos distraídos entre los pliegues de piel arrugada y fría que colgaban bajo los testículos. Me importaba lo que se dice tres pepinos puesto que, habiéndose retirado el deseo en general, sus manifestaciones secundarias naufragaban en la inexistencia, igual que, cuando una casa está ardiendo, a nadie le preocupa que a causa del fuego se esté marchitando un ramo de flores en el florero de la sala. Una vez retirado el deseo fue instalándose, cada día menos lenta, la disgregación. Ahora me resulta difícil saber si mi vida familiar como dicen en la televisión fue, con el coadyuvante de un mundo enteramente invadido por los reptiles, la causa principal de mi desintegración, o viceversa como diría Alfonso, pero lo cierto es que lo que mi suegra llama mis defectos, alcoholismo, juegos de azar, ideas subversivas relativas al sexo y al dinero expresadas crudamente, noctambulismo y manía ambulatoria, fueron agravándose durante el año pasado, hasta que, en el music-hall colorido que había sido mi tercer matrimonio, el número final, grandioso, clausuró el espectáculo: una noche, para ser exactos, serían las dos o tres de la mañana, descubrí que contrariamente a su costumbre, Haydée estaba todavía levantada, leyendo o simulando leer en su despacho, con la puerta abierta, de modo que me di cuenta enseguida que me estaba esperando, primicia absoluta desde hacía por lo menos un año ya que apenas si intercambiábamos dos o tres frases a la mañana, antes de que yo saliera para el diario, y cuando volvía, generalmente a la madrugada, ella ya dormía o simulaba dormir, así que yo me desvestía en la oscuridad, y después de buscar un buen rato en el baño, entre pliegues de piel flácida, el aditamento ya prácticamente inexistente desde hacía meses, me metía en la cama y me dormía de inmediato hasta la mañana siguiente. Como estaba seguro de que Haydée se había quedado levantada con el fin de interpelarme con una de esas frases clásicas, copiadas del cine o de la televisión, que intercambian las parejas, pasé por la cocina para servirme la última ginebra con hielo, como suelen hacer por otra parte los personajes de las series televisivas antes de comenzar una discusión, y entré al despacho de Haydée con el vaso en la mano, ostentando esa jovialidad convencional en medio de las situaciones más dramáticas que según mi suegra es uno de los aspectos más desagradables de mi comportamiento no convencional. Pero cuando estuve en el despacho, me di cuenta de que Haydée no tenía la expresión calma conque sabe analizar, de un modo ni comprensivo ni severo, sino aparentemente científico, los móviles ocultos de mi conducta. Cuando encendió un cigarrillo después de responder a mi saludo, le temblaba un poco la mano en la que aferraba, no solamente el encendedor, accionándolo con el pulgar y el índice, sino también un pañuelito estrujado contra la palma por tres los tres dedos restantes.

Sin la menor duda había estado llorando, lo que me intrigó, ya que una de sus virtudes suplementarias es que no tiene el llanto fácil, y en la expresión movediza de su cara, en sus rasgos un poco blandos y en las fluctuaciones errabundas de su mirada, me di cuenta en seguida de que algo la atormentaba, que por una vez no eran los móviles ocultos de mi comportamiento, como solía decir, sino los del suyo propio lo que la había puesto en ese estado. Por cortesía tal vez, o quizás para iniciar de algún modo la conversación, me preguntó dónde había estado, con dulzura inhabitual, pero después de haber empezado a detallarle la lista de bares de mala muerte, con o sin coperas, por los que venía arrastrándome casi todas las noches desde hacía por lo menos un año, sin importárseme un pepino ni los soplones del ejército ni el toque de queda, me callé de golpe, porque me di cuenta de que no me escuchaba y de que se había echado otra vez a llorar. Pensé que alguien podía haberse muerto en la familia pero, en ese caso, por la expresión de culpa que podía percibirse en su mirada, era ella la que debía haberlo asesinado. Después me pidió un trago de ginebra y cuando me devolvió el vaso empezó a hablar de la Tacuara, una chica del barrio, mucho más joven que nosotros, que habíamos visto crecer como se dice, un tiro al aire a decir verdad, un carácter imposible, que tenía problemas con su propia familia desde la pubertad -los padres eran ricos, católicos, patricios, insoportables.

Le decían la Tacuara desde la infancia porque era flaca, menuda y nerviosa igual que un pajarito, y desde los doce o trece años había empezado a fugarse de la casa, y a hacer en forma sistemática todo lo que su familia consideraba inadecuado; se fugaba, la encontraban en Buenos Aires o en Salta o donde fuere a los dos o tres meses, la traían de vuelta a la casa para reintegrarla a la vida de la familia hasta que al cabo de cierto tiempo se volvía a fugar. Era el verdadero estereotipo de la adolescente con problemas -cualquier persona sensata los hubiese tenido habiendo nacido en el seno de esa familia- y cuatro o cinco años antes, como sabía que Haydée era psicoanalista, venía a verla de tanto en tanto, fuera de las horas de consultorio, para conversar con ella de sus dichosos problemas -Haydée le había recomendado a un colega en Buenos Aires, pero ella prefería las conversaciones con Haydée, que no conducían a nada desde luego, pero que le daban la ilusión de haber encontrado una especie de guía espiritual para orientarla durante su crisis de adolescencia, supongo que según el modelo de esas educadoras buenas que aparecen en los telefilms americanos destinados a la juventud y que se proyectan en todas las televisiones del mundo occidental entre las cinco y las siete de la tarde. Para ser totalmente francos, la Tacuara tenía un carácter insoportable y la cabeza más dura que una pared, sin contar sus caprichos de hija de ricos de prosapia -ladrones de ganado, asesinos de indios y escamoteadores de fondos públicos y de terrenos fiscales en su inmensa mayoría-, y sus entusiasmos excluyentes, que hoy podían adherir al yoga, mañana a la cocina mejicana y pasado mañana al monofisismo, se sucedían según la periodicidad de sus fugas, y a cada regreso a la casa paterna traía una convicción diferente que sostenía, igual que todas las anteriores, con la misma agresividad dogmática. Durante sus fases afirmativas, era hasta un poco cómico oírla discutir, insultante y refractaria a cualquier argumento que pudiese venir de su interlocutor, o verla por la calle, flaca y nerviosa, con el pelo negro y lacio cortado a lo varón, menuda y frágil en apariencia a causa de sus miembros de pajarito, chata y de hombros derechos como una tabla, dándose aires de hombrecito y echándole miradas negras y despectivas a quienquiera hubiese tenido la mala suerte de cruzarse con ella en la vereda. Lo cierto es que, después de tantos vaivenes, terminó apasionándose por la política y, como era de esperarse, que me cuelguen si como por casualidad no optó por la posición simétricamente opuesta a la de todos los miembros de su familia: puesto que su familia era conservadora, ella se hizo revolucionaria, y puesto que su familia era católica, ella se hizo materialista dialéctica; puesto que su padre tenía negocios con algunas compañías americanas, ella se hizo antiimperialista, y puesto que su madre, durante una discusión la había tratado de lesbiana, ella encontró un compañero, como lo llamaba, entre los que tenían fama de ser los hombres más viriles de la época, los guerrilleros. Hay que reconocer que la Tacuara pareció haber encontrado su camino no únicamente con sus ocupaciones políticas, sino también con su guerrillero, un muchacho afable y más bien callado, que le llevaba cuatro o cinco años, y que parecía disponer para con ella de recursos de infinita paciencia y de dulzura. Los avalares de la política los obligaban a entrar y salir periódicamente de la clandestinidad y más de una vez nos preguntamos con Haydée si tenían algún domicilio fijo, pero en los tiempos tranquilos la Tacuara y su compañero reaparecían de tanto en tanto en el barrio y venían a vernos, y otras veces ella venía sola a pasar unos días con su familia, para terminar peleándose con todos sus miembros antes de volver a desaparecer. A los dos o tres años quedó embarazada y estaba tan flaca y tenía un vientre tan reducido y puntiagudo, que apenas se estaba en presencia de ella se tenía la tentación de preguntarle, igual que en el viejo chiste malo, si se había tragado un carozo de aceituna. Cuando el nene nació, las cosas empeoraron en política de modo que tuvieron que pasar a la clandestinidad y dejar al bebé con la familia de la Tacuara. De tanto en tanto ella venía a buscarlo y se lo llevaba unos días al padre, que tenía la entrada prohibida en la casa, y a veces venía, pasaba una tarde o un día entero con él y después desaparecía.

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