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Soy totalmente sincero: que la tierra sea esférica o plana, que el hombre descienda del mono o de la ardilla canadiense, que la energía se consuma o se conserve, que el porvenir de la humanidad esté todavía saltando en mis testículos, que el mundo acabe en fuego o en hielo, todo eso me parece pura casualidad y, a decir verdad, me importa lo que se dice tres pepinos, por mí la luna podría precipitarse ahora mismo contra esta ridícula costra reseca a la que tantos reptiles se adhieren sin saber por qué, haciéndola estallar en mil pedazos, que no se me movería más que seguro ni un pelo, ni uno solo: porque al universo se le haya ocurrido ser, y después por puro capricho no ser, lo que por otra parte es su problema y no el mío, no voy a andar perdiendo los estribos ni dejando de ponerle queso rallado a la sopa, y sin embargo a pesar de todo el hecho de que a Walter Bueno le haya pasado por encima un camión de ganado en la ruta a Mar del Plata, aunque más de un imbécil atribuya el acontecimiento a la divina providencia, me enceguece de furia porque me priva del placer de hacer justicia con mis propias manos.

El monstruo múltiple que engendró, irradiante y ubicuo, contamina hasta el aire que respiramos, incluso después que la casualidad, tal vez para acentuar todavía más la autonomía de su criatura, haya suprimido algenitor enterrándolo bajo las chapas retorcidas de su convertible.

La ecuación walterbuenamente simple -ser ganador a cualquier precio el mayor tiempo posible- nos relega a los demás a la penumbra confusa de los perdedores, a la culpa, a la humillación y a la impotencia, a lo vago y a lo inacabado, al fango mortal de las transacciones con uno mismo, a las chicanas del remordimiento y del deseo de un mundo alfonsamente complicado.

Waltercito ya estaba lo más tranquilo en su tumba el año pasado, walterbuenamente satisfecho, mientras "yo", o como quiera llamárselo de ahora en adelante, que sin embargo no había escrito La brisa en el trigo ni nada equivalente, lo cual, descalifica toda creencia en la justicia divina, seguía debatiéndome con Alicia, Haydée, la farmacéutica, en orden creciente o decreciente, como se prefiera: sería cómodo excluir a Alicia del complejo interrelacional, como se dice ahora, considerando que es una criatura de ocho años, pero la evidencia es cegadora: la quintacolumna sutil de la farmacéutica, que mantiene a la hija, por control remoto, en contradicción permanente consigo misma, ejerce el mismo influjo a distancia en la nieta, de modo que, aún cuando durante ocho años Haydée y Alicia hayan podido comprobar que la convivencia con "Carlos Tomatis" -es decir "yo"- resultaba al fin de cuentas de lo más agradable, la influencia de esa mujer ha sido tan grande que mi propia hija y mi mujer no pueden evitar un tinte reprobatorio, desconfiado o escéptico en la opinión que tienen sobre mi persona. La madre de Haydée es la inventora de un concepto que se opone al buen sentido jurídico mundial y que ella aplica al universo entero, la presunción de culpabilidad, del que obviamente está exceptuada la gente bien, o sea todos aquellos que compran las grandes marcas, Chanel, Vuitton, Harrod's, etc., o los que han hecho varios tours europeos -en ese sentido no es para nada racista y un judío que haya estado en Miami o en Londres y que lleve puesta una camisa de Ivés Saint Laurent le parecerá digno de pertenecer a la minoría de los que tienen derecho a juzgar negativamente a los demás. Al cabo de seis o siete años de matrimonio con la hija única de esa entidad indescriptible, me empecé a dar cuenta de que yo mismo, considerado hasta ese momento por la opinión de mis amigos como una personalidad sólida y equilibrada, estaba entrando en el campo gravitatorio de ese astro viscoso y oscuro, no porque haya empezado a pasearme por las capitales europeas con una valija Vuitton o a pasar mis vacaciones en Punta del Este, sino porque a través de la hija y de la nieta, teledirigidas con discreción y exactitud desde la farmacia, los efluvios mortales de esa mujer me iban contaminado poco a poco. Yo que había pasado mi vida pensando en Cervantes y en Faulkner, en Quevedo y en Vallejo y en Dostoievsky, me descubrí a los cuarenta años, rumiando para conmigo mismo todo el santo día historias de suegras. Por carácter transitivo, las emanaciones corruptoras, a través de la hija y de la nieta, ya enteramente robotizadas, incesantes, me alcanzaban. Al abrigo de la transmisión lisa y llanamente genética, me insurgía contra esa penetración extranjera, sumergiéndome en una especie de agitación, que cuando era de poca intensidad me inducía a la deambulación ruminatoria y cuando llegaba a la temperatura máxima, al furor, pero Haydée y Alicia, más vulnerables a causa, más que seguro y que me la corten en rebanadas si no estoy en lo cierto, de un terreno propicio de origen hereditario, obedecían sin darse cuenta a la programación a distancia, a tal punto que a veces me daban la impresión de actuar, hablar o pensar en estado hipnótico, igual que autómatas o sonámbulas.

Del mismo modo que el adolescente idealista que ha decidido estudiar derecho para desterrar las injusticias del mundo termina a los cuarenta años abogado de la mafia, Haydée eligió confusamenteel psicoanálisis para luchar contra ese fluido malsano que venía irrigandosus pensamientos y sus nervios desde la infancia, para encontrarse en la edad adulta en estado tal de sumisión que es incapaz de reconocer que ha sido enteramente recuperada por el enemigo. Por supuesto que la farmacéutica puso el grito en el cielo cuando se enteró de que su hija quería ser psiconanalista, ya que hubiese preferido alguna otra especialidad, más rentable probablemente, cirujano por ejemplo, lo que permite cobrar dinero negro por cada operación, o cirugía estética, pero cuando vio que el psicoanálisis ponía al alcance de su hija todos los tailleurs Cacharel que se le antojaran, empezó a respetar su especialidad, y me juego la cabeza que lo hizo con la convicción de que lo que su hija aportaba a sus pacientes les era tan necesario como los remedios dudosos que ella vendía en la farmacia a su propia clientela.

Haydée que, desde que la conozco, no dejó pasar sin interpretarlo uno solo de mis lapsus, es completamente ciega en lo que se refiere a la madre, lo que me indujo un día a susurrarle la reflexión siguiente: Que yo sepa, ningún texto de Freud excluye explícitamente a esa mujer de sus teorías. Como respuesta a mis observaciones frecuentes sobre la amoralidad y la suficiencia dañina de su madre, la respuesta invariable de Haydée es de un modo aproximativo la siguiente: Es mi problema, y únicamente a mí me incumbe administrar esa relación. Lo que no le impide por cierto amasar los ñoquis con azúcar impalpable, poner una sola papa en un puchero para ocho invitados o tolerar que a su hija de dos meses un cura le eche encima con sus dedos malolientes -la higiene corporal le ha parecido siempre sospechosa a la iglesia católica- un agua inmunda en la que han estado metiendo las manos, después de haberlas paseado quién sabe por dónde, todos los mojigatos de la parroquia. Y que me cuelguen si no había estado enamorado de ella a tal punto que, en los primeros tiempos de nuestra relación, me sentía imperfecto, equivocado, oscuro y pervertido en su compañía, ella la estrella radiante y yo la larva inacabada y untuosa, hasta ponerme a reconsiderar mi vida pasada como una mancha informe y repugnante de la que únicamente podrían rescatarme por completo su equilibrio emocional sublime, su inteligencia serena y el envoltorio corporal perfecto que los contenía. No sé cómo no me alertó el hecho de que su primer marido, haya decidido, después de obtener la dispensa de la papesa Juana, como él decía, separarse definitivamente e irse a vivir a Buenos Aires, poner quinientos kilómetros de distancia entre él y las radiaciones malignas que emanaban de la farmacia, cuando al fin de cuentas sus relaciones con Haydée, después del divorcio, en público por lo menos, parecían de lo más cordiales, aunque pensándolo mejor ahora me doy cuenta de que la cordialidad jovial con que siempre evocaba sus relaciones con Haydée podrían traducirse más o menos de la siguiente manera: Es verdad que visto desde aquí de la orilla el río en el que ayer estuve a punto de ahogarme es de una indiscutible belleza pero que me cuelguen con un gancho del prepucio y me hagan girar si en el resto de mi putísima vida vuelvo a meterme otra vez en el agua.

Entre el apetito y la nausea, entre el entusiasmo y la apatía, entre el deseo y el rechazo, la línea de separación es tan delgada, que uno y otro se entremezclan todo el tiempo, una rayita inestable, fluctuante, como un reflejo luminoso en el agua oscura que la menor turbulencia despedaza: podría inscribir una lista interminable de razones, la habitación de Alicia decorada enteramente de rosa por ejemplo, o el almuerzo obligado de los domingos con la farmacéutica para no dejarla sola a mamá, o la educación religiosa clandestina de Alicia, o las continuas intromisiones en las decisiones vestimentarias de Haydée, e incluso la influencia evidente de la Weltanschauung farmaceútico-cachareliana, microclima ideológico en el interior del complot religioso-liberalo-estalino-audiovisualo-tecnocrático-disneylandiano, en las opiniones, los sentimientos y los comportamientos de mi hija y de mi mujer, e incluso hasta en la práctica y los diagnósticos de Haydée, para no hablar una vez más del trabajo incesante y subrepticio de esa mujer destinado a desintegrar no únicamente mi imagen, sino también y principalmente mi persona.

Va de cajón que mis defectos principales según ella, desprecio por todo comportamiento convencional, gusto por los juegos de azar, alcrudeza verbal, noctambulismo y manía ambulatoria, sin contar mis ideassubversivas acerca del hombre y la sociedad, el sexo y el dinero, igual que mi desprecio por toda veleidad religiosa, serían considerados por una asamblea de sabios como los atributos imprescindibles de todo hombre verdadero, y que cuando más esa mujer insinuaba que yo los tenía, más me obstinaba en exagerarlos, sobre todo en su presencia, y cuanto más ella persistía en la negación de mi ser -directamente o en forma teledirigida a través de Haydée y Alicia- más yo me rebelaba con terquedad afirmativa, pero después de cierto tiempo me di cuenta de que me había embarcado en una lucha desigual, en escaramuzas inciertas que fueron dejando, sobre todo en los últimos años, y sobre todo el año pasado, de lo que había sido "yo", los retazos colgantes, irrecuperables y retorcidos. Probablemente, todo esto venía ya desde el nacimiento, o desde antes quizás, desde cruces casuales e inmemoriales que me depositaron, sin prevenirme, en la luz de este mundo, y la concatenación infinita de acontecimientos igualmente deleznables que trajeron primero al mundo y después me metieron a mí en el interior de ese mundo, agregaron las formas exquisitas de Haydée más el suplemento de su indescriptible madre más todos los aficionados a los Eurotours para dar la ilusión de causas precisas y circunstanciadas a lo que no es más que perdición pura, ser llegado porque sí para enseguida disgregarse en medio de los más atroces dolores y desaparecer, de modo que aún sin todo eso hubiese terminado por encontrarme como me encontré, el año pasado, en el último peldaño de la escala humana, hecho añicos por dentro y por fuera, conel agua negra y viscosa empapándome las botamangas pantalón, tan cerca ya del fango oscuro que en este momento en que, gracias a esfuerzos sobrehumanos, he logrado subir hasta el penúltimo escalón, todavía incierto y tan frágil que el menor soplo podría mandarme de nuevo al fondo, puedo sentir sin embargo que quedaba algo vivo en mí.

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