Comentario: "Jovialidad que no condice con las supuestas tendencias depresivas del personaje. Contradicción de fondo en todo el relato". En la página siguiente, nuevos subrayados rojos: "Alba dejó caer la toalla en el suelo y, desembarazándose de la salida de baño, la tiró ante sus pies, pisoteándola con obstinación distraída, quizás para secárselos antes de entrar en la cama". Objeción alfonsiana: "Luego de habernos pintado a Alba como una mujer un poco tímida, pero de gestos mesurados y elegante y cuidadosa en el vestir, nos la muestra en flagrante delito de negligencia y vulgaridad". Dos páginas más adelante, dos líneas subrayadas de azul, resaltan entre tantas horizontales rojas: "El retrato de Antonio, con su eterna sonrisa un poco obtusa, contemplaba nuestros cuerpos desnudos desde la mesa de luz". Apostilla moralizante de Alfonso: "El mismo que en los primeros capítulos le brindara su hospitalidad, prestándole incluso dinero en varias oportunidades, ante la demora ministerial para el pago de sus primeros meses de sueldo". Una frase, la única quizás de todo el capítulo, tiene para el comentarista suficiente importancia como para merecer un subrayado doble, único rasgo que delata cierta vehemencia, porque las paralelas rojas que se prolongan durante varios renglones tienen el trazado limpio y milimétrico de un diseño industrial: "Los labios ávidos de Alba recorrían mi cuerpo expectante y tenso; entreabiertos, iban dejando sobre mi piel un rastro de saliva, como si una babosa caliente y húmeda estuviese arrastrándose por ella; a veces se detenían un instante en la dureza de los músculos, pero después continuaban su deslizamiento frenético, en busca quizás de la turgencia más exuberante que terminaron por encontrar, aferrándose a ella en un tumulto de dientes, lengua, mucosa y cabellos". La brevedad del comentario contrasta con la importancia del doble subrayado, pero su tono apodíctico, al que se suma la coda irónica, la justifican: "Las prácticas sexuales aberrantes son poco frecuentes en la mujer argentina. ¿Al señor le habrá tocado la mosca blanca?
Analizándolas a lo largo del texto, puede verificarse con facilidad que las distinciones cromáticas de los subrayados de Alfonso obedecen a un plan: el verde y el rojo, que son los más abundantes, corresponden respectivamente a los elementos de ambientación realista, fauna, flora, lugares, costumbres, personajes secundarios (verde), y a los elementos relativos a la heroína, Alba más los detalles de la relación amorosa con el narrador, Wilfredo (rojo). Los subrayados azules, un poco menos frecuentes que los dos primeros, señalan todo lo referente a Antonio, el marido de Alba, no únicamente en cuanto a sus rasgos psicológicos, sino también a su trabajo, su vestimenta, su actitud en tal o cual situación de la trama. Por ejemplo, en una escena en que el trío viaja una noche en auto a Rosario, con un personaje secundario que los acompaña, Alfonso se indigna contra el autor porque describe a Antonio y al personaje secundario sentados adelante y a Alba y Wilfredo juntos en el asiento de atrás, aprovechando la oscuridad del coche para acariciarse subrepticiamente durante todo el viaje, mientras simulan participar en la conversación. La indignación de Alfonso no es de tipo moral, sino lógico: "Siendo el cuarto personaje femenino, lo lógico sería que ocupara el asiento trasero en compañía de la esposa del conductor, ocupando su lugar habitual el invitado masculino o viceversa". A diferencia del verde y del rojo, que varias veces merecen la aplicación del subrayado doble, el azul recurre a esa vehemencia una sola vez en todo el libro: "Alba me contó que desde la noche misma de su casamiento, había comprendido que la vida en compañía de su marido sería monótona y sin sentido. Antonio era un hombre sin grandes defectos, pero sin ningún atributo excepcional tampoco; un mediocre en suma. A decir verdad, ella no tenía ningún reproche que hacerle, aparte de su esterilidad de la que el pobre, al fin de cuentas, no era responsable, pero al cabo de cieno tiempo, su sola presencia, le resultaba insoportable. Alba agradecía al cielo que la profesión de Antonio lo obligara a estar la mayor parte del tiempo ausente del pueblo. Su obsecuencia perruna, su incapacidad de ver la realidad, la autosatisfacción pueril que le otorgaba su relativa fortuna la desesperaban. Sus relaciones físicas habían cesado después del primer año de casados, lo que era un consuelo para Alba y, según ella, también un alivio para su marido, en quien sospechaba ciertas rarezas constitutivas que le impedían una vida conyugal normal. Y lo que más parecía irritar a Alba de la conducta de Antonio, era la obstinación de éste último por querer conservar ante los demás las apariencias de un matrimonio perfecto". Además del doble subrayado azul, varios signos de admiración negros y derechos como bastones acompañan lateralmente el párrafo, mientras que en el margen opuesto se despliega la caligrafía diminuta, regular y serena del comentario: "Nuestro Donjuán de pacotilla carga las tintas: ¿no nos había dicho en la página 41 que el personaje femenino era sumamente discreto acerca de su vida conyugal? En cuanto a las supuestas rarezas constitutivas, cabe preguntarse cómo permitieron que durante el primer año se concretara satisfactoriamente el himeneo. Aquí lo que parecería ser constitutivo son las incoherencias y arbitrariedades del autor".
El color menos frecuente apenas si aparece cinco o seis veces en todo el libro, pero me basta leer dos o tres frases destacadas por las líneas violetas que las subrayan para darme cuenta de la significación fúnebre del tono elegido, cuando el inenarrable Wilfredo llega a la escuela del pueblo, a principios de año, Alba está con licencia por enfermedad, y empieza su trabajo un mes más tarde, pero la novela deja entrever poco a poco, por los rumores que corren, que la supuesta enfermedad ha sido en realidad una tentativa de suicidio. Todos los párrafos que contienen la palabra suicidio están subrayados de violeta y acompañados de Comentarios marginales que discuten detalles relativos a la verosimilitud de los rumores, a las contradicciones del texto sobre las diferentes versiones que transmite e incluso al método empleado por la heroína para su tentativa fallida, y el suicidio final, gracias al amplio espacio blanco que queda libre después de la palabra FIN, impresa en mayúsculas, estimula en Alfonso su doble inclinación por la refutación de los detalles y por las consideraciones generales. Encerrada en un cuádruple rectángulo vertical, verde, rojo, azul y violeta, que ocupa cuatro quintos de la página blanca, la prosa de Alfonso adquiere un tono demostrativo y conclusivo no exento ni de solemnidad doctoral ni de cierta pedantería
"Hemos asistido atónitos a una serie de tergiversaciones de todo tipo, ya sea morales, intelectuales o artísticas. La entelequia que José Ingenieros llamara con acierto el hombre mediocre se encarna en este autor tan festejado por el nuevo vulgo surgido de la entidad hombre-masa, en conjunción con el bestsellerismo internacional. Nos hallamos en las antípodas del verismo de un Manuel Calvez, de la aristocracia espiritual de un Somerset Maugham, o de la precisión clínica para la pintura de las pasiones de la literatura francesa. Por donde se la mire, esta obra no escapa a dos gravísimas acusaciones, la primera literaria, la segunda moral, si el pueblo en que transcurre la novela es copia fiel de la aldea pampeana que se pretende representar, el autor comete innumerables errores de transcripción relativos a lugares, paisajes, personajes, etc., pero incurre igualmente en transgresiones morales al revelar la identidad de personas o instituciones contemporáneas, o peor aún, deformando a su gusto los hechos y la psicología, haciéndolo frisar con la calumnia. Un libro que transforma honestos ciudadanos en calumniadores que se escudan en el anonimato, el apostolado sarmientino en desidia e irresponsabilidad, la inestabilidad nerviosa hereditaria (clínicamente comprobada) en ninfomanía, que por culto de la personalidad propia transforma en suicidio un desgraciado accidente doméstico, no puede aspirara la veracidad ni a ocupar un lugar de privilegio en las más sublimes cimas del arte. Todavía no ha llegado el cronista actual de nuestra vida pueblerina, capaz de captar fielmente nuestra idiosincrasia, sin falsos pudores pero también sin efectismos ni por vía del escándalo destinado a halagar los bajos instintos del hombre-masa. La proverbial hospitalidad criolla, la convivialidad probada del hombre de la calle, la dignidad de la mujer argentina, merecían un estilo más elevado que los devaneos calenturientos de un plumífero embebido de soberbia capitalina".
Que me cuelguen y me dejen caer para volverme a colgar y así sucesivamente hasta darme mil muertes si ahora que cierro el libro de golpe y lo tiro sobre la carpeta amarilla de Bizancio no me tiemblan un poco
las manos, de indignación probablemente, o de vergüenza, o de odio, o de todo eso a la vez, o de horror de mí mismo quizás, por estar vislumbrando la causa del malestar que empezó a abrirse paso esta mañana cuando hojeé por primera vez el libro en el bar del hotel Iguazú y caí en la red de esa escritura aplicada y regular, recta como si estuviese apoyada sobre renglones invisibles, de los óvalos trazados con birome y de las rayas rojas, azules, verdes, violetas más limpias y milimetradas que las de un diseño industrial, de los signos de interrogación firmes como ganchos de carnicería o de admiración derechos como bastones, de toda esa proliferación segregada igual que un veneno por la escritura de Alfonso, arracimándose alrededor del texto impreso como pólipos secos, como un cáncer, o como una selva oscura mejor, hasta que el temblor que, a decir verdad, es más interno que exterior, empieza a calmarse un poco cuando enciendo un cigarrillo, sacudiendo dos o tres veces la cabeza y emitiendo la risita sarcástica de antes de la explosión, pero cuando apoyo la frente en el vidrio helado de la ventana que chorrea agua, durante varios minutos me quedo pensativo sin ver, como tantas otras veces, ni el vidrio ni el exterior.
Las decenas miles de ejemplares de La brisa en el trigo se presentan de golpe a mi imaginación, la primera edición agotada en tres días, las reimpresiones sucesivas de tiraje cada vez mayor, y también las ediciones de bolsillo, la edición del Club de Lectores, la edición de lujo en tela, ilustrada por algún dibujante cotizado, la edición española y la edición mejicana, la edición polaca y la edición portuguesa (25.000 ejemplares en el Brasil), el guión de la adaptación televisiva en coproducción con Venezuela y el de la adaptación cinematográfica en vías de montaje financiero, la multiplicación de volúmenes dispersos por el mundo, reactivándose en el subterráneo, en las playas, en los dormitorios, gracias a la lectura de secretarias, de profesores de literatura, de periodistas, de veraneantes, o esperando en una biblioteca, igual que un escorpión en el hueco de un muro, que una mano desprevenida venga a sacarlos para empezar a destilar otra vez su pestilencia, la medusa de ciento treinta y cinco mil cabezas cuyo contacto hiela y petrifica y a cuyo encuentro Alfonso, que no ignora que la lucha está por encima de sus fuerzas, quiere mandarme con mi pluma acerada como única arma, para que la enfrente, la hiera y la aniquile. El monstruo que la engendró, gracias al camión de ganado que destruyó enteramente su coche sport en la ruta a Mar del Plata, está desde hace un año y medio pudriéndose en la tumba pero su criatura, su Frankestein viscoso multiplicado hasta la nausea sigue todavía asolando al mundo, en reactivación permanente, y seguramente cuando Alfonso y yo no seamos más que polvo anónimo, seguirá irradiando un flujo repugnante a su alrededor, en algún coloquio universitario, en alguna reedición prolongada por un investigador americano o en alguna nueva adaptación cinematográfica cuando los derechos hayan entrado en el dominio público, y mejor aún desde algún ejemplar dedicado de la primera edición, amarillo y quebradizo, sepultado bajo el polvo de un desván que, en una tarde de lluvia, un adolescente aburrido empezará a leer, y poco a poco el pueblo, el bosque de eucaliptos-paraísos, las torcazas anacrónicas que, en vez de arrullar, cantan en los anocheceres de invierno, mientras dos adúlteros de opereta copulan en una cama de matrimonio bajo el retrato del marido ausente, el pueblo tirado en la pampa y dividido en dos por las vías del ferrocarril, inexistentes pero definitivos, se agitarán otra vez para perpetuar el asco, el desprecio y la vergüenza.