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Tranquilizándose un poco y dándole unas chupadas interminables al cigarrillo, Haydée balbuceaba cosas incomprensibles sobre la Tacuara, mientras yo, perplejo, trataba de entender lo que me decía. Al principio pensé que había tenido la confirmación de un rumor que venía circulandoen la ciudad desde hacía una semana más o menos, según el cual la Tacuara había sido secuestrada en la calle, en pleno día, por los hombres del general Negri, pero entre las frases entrecortadas que murmuraba me pareció escuchar que Haydée se estaba acusando a sí misma de ese secuestro, lo que parecía tan absurdo que empecé a preguntarme si no estaba borracha -cosa que podía ocurrirle de tanto en tanto, para Año Nuevo o para algún aniversario, como cualquier hijo de vecino-, hasta que poco a poco empecé a entender lo que me decía, sin decidirme a admitirlo todavía, cuando de golpe ocurrió lo increíble, lo incalificable, y que me cuelguen mil veces si me lo esperaba, si ahora mismo que me acuerdo puedo soportarlo y si hay la más mínima posibilidad de que pueda olvidármelo algún día: la diosa lacano-vuittoniana cayó de rodillas sobre la alfombra y empezó a golpear el suelo con los puños y a aullar histéricamente, para venir después en cuatro patas a agarrarse de mis piernas y tironearme los pantalones suplicándome que la perdone, sin obtener otra cosa de mí, que es otro término para designar lo que en las viejas épocas solía llamar "yo", cuando alzó la cabeza para encontrar mi mirada, que el contenido de mi copa de ginebra en plena cara: a causa de haber entendido de golpe -después cuando se calmó un poco me lo contó en detalle- lo que me estaba tratando de decir: que la semana anterior la Tacuara había efectivamente venido a la ciudad para ver a su hijo, y que no había podido acercarse hasta la casa de su familia porque la casa estaba bajo vigilancia policial, pero como le había dado cita a su marido a las ocho de la noche y no podía andar por la calle hasta esa hora por miedo de ser reconocida, y como no tenía un solo lugar donde pasar el día hasta la hora de la cita, ni un sólo lugar en toda la ciudad dónde ir, se le había ocurrido venir a pedirle a Haydée que le permitiera pasar las horas que le faltaban para la cita en nuestra casa -yo estaba en el diario en ese momento-, y que Haydée había aceptado, pero que al parecer no era un día de suene para la Tacuara, porque a eso de la media hora de estar instalada en casa, en la pieza de Alicia, que en ese momento estaba en la escuela, llegó la farmacéutica. Según Haydée, que cuando empezó a darme los detalles ya había dejado de aullar y había vuelto a sentarse en su mesa de trabajo y a hablar en voz baja sin que sus ojos, de lo más móviles sin embargo, se encontraran una vez sola con los míos, pasándose de tanto en tanto la mano por el vestido, a la altura del pecho, tratando infructuosamente de secar la ginebra que le había chorreado de la cara por el cuello o goteado directamente de la mandíbula, según Haydée decía, la farmacéutica había abierto por casualidad la puerta de la pieza de Alicia y había visto a la Tacuara sentada en el borde de la cama leyendo un libro de Alicia, Pinocho probablemente, algún libro de ese tipo, y había vuelto a cerrar la puerta sin dirigirle la palabra, pero de un vistazo nomás había entendido perfectamente la situación, de modo que sin ningún apuro se había encaminado hasta el despacho, donde Haydée estaba sentada en el sillón en que una semana más tarde me lo estaría contando, y le había, no exigido, sino aconsejado, como podía ser su estilo en ciertos casos, obligar a la Tacuara a irse inmediatamente de casa. Haydée pretende haber resistido un buen rato, pero el argumento decisivo de la farmacéutica, que había que hacerlo por Alicia, por la nena, terminó por convencerla, así que diez minutos más tarde la Tacuara estaba en la calle. Al día siguiente nomás empezó a correr el rumor de que los hombres de Negri la habían secuestrado en las inmediaciones de la Terminal de Ómnibus, y desde entonces no se había vuelto a saber más nada de ella. Haydée había estado reprochándoselo durante una semana, sin atreverse a decírmelo: cuando por fin se calló la boca, sin levantar la mirada, secándose las lágrimas de tanto en tanto con el pañuelito estrujado, también yo me quedé inmóvil durante un momento y después, sin decir palabra, fui caminando despacio hasta la cocina, eché una buena cantidad de ginebra en el vaso, lo llené de hielo, y volví al despacho. A esa calma no correspondía ninguna ebullición interna, como suele decirse, ningún sentimiento o emoción no ya pasibles de ser repertoriados, sino ni siquiera lo bastante intensos como para ser percibidos; si había algo, era semejante a los residuos infinitesimales de las operaciones matemáticas, tan insignificantes que ni siquiera son tenidos en cuenta; era igual que si todo lo que había sido hasta ese momento, la ductilidad interna, sus tironeos contradictorios, los cambios súbitos, exaltantes o dolorosos, los matices cromáticos y dinámicos semejantes a los de una masa líquida, hubiesen coagulado de golpe, petrificándose, y sometidos a una presión tan intensa que, como iba a poder verificarlo dentro de poco, terminarían por estallar en mil pedazos. Me acerqué a Haydée y le extendí el vaso de ginebra; ella lo agarró con docilidad, tomó un trago lento y largo, y me lo devolvió. Yo estaba tomando a mi vez un trago cuando advertí que Haydée había alzado los ojos para toparse al fin con los míos, pero en lugar de la mirada suplicante y llorosa que había tenido hasta ese momento, tenía los dientes apretados, que podían verse por entre los labios que se fruncían, terribles, sin dejar de moverse, reuniéndose en una especie de círculo arrugado, más parecidos a un ano que a una boca, y que su expresión hacía pensar en una mancha incandescente de odio.

Todo eso no tenía la menor importancia desde luego, y ya el deseo había sido devorado con tanta minucia, por tantas mandíbulas que sería cansador ponerse a enumerarlas, que era como si la masa de odio incandescente ardiera en algún astro perdido de la más remota de las constelaciones y sus llamas hubieran estado tratando de alcanzar, infructuosas, un tronco petrificado en el planeta Tierra. No, únicamente no existía ninguna posibilidad de que las llamas alcanzaran el tronco, sino peor todavía: en el tronco ya no quedaba una sola fibra que no hubiese estado petrificada y por ende insensible al fuego, desde millones de años atrás. Como ella estaba sentada en el sillón y yo parado a cincuenta centímetros de ella más o menos, con el puño en el que apretujaba un pañuelo me aplicó sin mucha fuerza un golpe en los testículos que, por suerte, y gracias al viejo postulado de que la función hace al órgano, habían casi desaparecido junto con el aditamento que pretende capitanearlos, detrás del vértice piloso del pubis, vegetación apenas un poco más exuberante en la selva enrulada del delta hacia el que convergen, para diseminarse en el océano del acontecer, los ríos incesantes y misteriosos de todos los deseos y de todos los delirios. Cuando empezó a darme puñetazos, la mayor parte inhábiles y blandos y que casi nunca llegaban a destino, Haydée, modulando sus frases al ritmo de los golpes que me daba y que yo, después de dejar el vaso sobre el escritorio paraba con los antebrazos, me dijo que si todo eso había sucedido, la culpa era mía, únicamente mía, por una serie de razones que enumeraba dando grititos ahogados, para no despertar a Alicia probablemente o porque, como hacía mucho calor y la ventana estaba abierta, no quería que la oyeran los vecinos tal vez, o quizás, y esta me parece la explicación más plausible, ya que diez minutos antes se había puesto a aullar sin importársele tres pepinos, porque sólo podía emitir esa voz entrecortada y susurrante, al mismo tiempo ronca y aguda, a través de una garganta estrangulada de odio. Por mí podía acusarme de haber largado la bomba atómica en Nagasaki o de haber violado a la Virgen María, me daba lo mismo: de todos modos yo ya sabía que la voz ronca y aguda conque me lanzaba todas sus acusaciones no era la suya y que, igual que un ventrílocuo, la entidad que por control remoto la dirigía desde su infancia, obligándola a chapalear en redondo en el fango arcaico del que no se libraría hasta la muerte, escupía su odio descabellado a través de su garganta. Por fin se calmó, volvió a su sillón, encendió un cigarrillo, y se quedó fumando, pensativa. Yo tomaba mi ginebra helada también en silencio, parado cerca del escritorio, sintiendo el sudor que me corría por la frente, por los pómulos, por las mejillas, que goteaba por el mentón y por las mandíbulas, que chorreaba desde la nuca por los omóplatos y que brotaba directamente en la espalda, de tal modo que tenía la camisa empapada y pegada a la piel. Al cabo de un rato, una voz que tampoco era la mía, empezó a mascullar entre dientes, abriéndose paso por entre las vísceras petrificadas, acompañada de resoplidos y de contracciones faciales excesivas. ¡Por la nena! ¡Por la nena! y, sin que haya habido la menor deliberación de mi parte el vaso salió volando, chocó contra la oreja de Haydée y, sin romperse, rebotó varias veces en el suelo hasta que se detuvo cerca de la pared. Haydée apenas si desvió un poco la cabeza al recibir el vaso en la oreja y después de echarme una mirada distraída, siguió fumando ensimismada, frotándose de tanto en tanto la oreja con los nudillos, al parecer sin oír mis resoplidos que duraron hasta que sin que "yo", que ya había desertado el puesto de comando, le haya sugerido ninguna orden, "mi" cuerpo compacto, de una pieza, envuelto en piel sudorosa recubierta a su vez por ropas estivales claras y livianas, se dirigió a la cocina en busca de un tercer vaso de ginebra. Entre las muchas cosas ridículas a las que la superstición atribuye generalmente existencia, tales como el hombre, la sociedad, el mundo cuatridimensional, las reencarnaciones de Buda y el campo electromagnético, el carácter es probablemente la más ridícula, puesto que hete aquí como se dice que la diosa estructuro-cacharelo-kleiniana, el amor de mi vida en una palabra, el centro luminoso en cuya compañía durante años estuve sintiéndome, a causa de sus perfecciones, larva, viscosidad y negrura, acababa de mandar al suplicio quizás, a la muerte más que seguro, a una vecina de veinticinco años -arrogante y todo lo que se quiera y capaz de mandarnos al pelotón de fusilamiento el día que por desgracia el poder hubiese caído en sus manos, pero ese es su problema-, por sumisión a los designios turbios de su madre, y con el pretexto infame de que lo hacía por la nena, por mi propia hija, hete aquí como se dice que eso había ocurrido en mi propia casa, después de meses, de años de impotencia y de desprecio, y que cuando Haydée me lo dijo ya no habíamás nadie dentro de mí capaz de tomar la decisión de hacer o pensar algo un poco más sensato que tirarle el vaso contra la oreja, mascullar sin cesar ¡Porta nena!¡Por la nena!, e ir por fin hasta la cocina a buscar un tercer vaso de ginebra con hielo. Que me cuelguen si hubiese podido prever que, después de cuarenta años de derivar, incierto pero viviente, debatiéndome en las redes del tiempo fútil y del espacio irrisorio, iba a encontrarme una madrugada de diciembre forcejeando en la cocina con una cubetera bajo el chorro de agua de la canilla, y enteramente vacío, o pétreo, o desertificado por dentro, en el centro de un mundo hirviendo de reptiles a mi alrededor.

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