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Sabana es una licencia poética y tríada, por trinidad, un galicismo, pero lo importante es llegar a la forma, constituir un todo primero y recién después empezar a pulirle los bordes y las anfractuosidades.

Que me cuelguen si hace seis meses nomás hubiese sido capaz de concebirme a mí mismo llevando una carpeta de sonetos, igual que un almacenero un libro de contabilidad, pero había que elegir entre eso o el agua negra sin fondo, empezar de nuevo todo a partir de cero como dicen -cero es sin la menor duda la expresión apropiada- cuando empecé a darme cuenta de que ante mis propias narices lo que desde hacía tanto tiempo tenía la costumbre de llamar "yo", volaba en pedazos dispersándose igual que bestias ciegas en estampida, dejando en el lugar que había ocupado desde el principio un agujero arcaico y carcomido. Los pedazos que quedaron flotando a la deriva después de la explosión, se asomaban de tanto en tanto al borde verdoso y húmedo del pozo negro, tratando de ver si la mirada encontraba algún indicio de fondo, pero terminaba perdiéndose en un océano de tinieblas, sacudido por estremecimientos orgánicos y atravesado sin ninguna ley inteligible por automatismos caprichosos y sin sentido. Un día que estaba mirando una obra de teatro por la televisión, en plena catatonía, una de esas obras características financiadas por el complot religioso-liberalo-estalino-audio-visualo-tecnocrático-disneylandiano, como Boeing-Boeing o La Jaula de las locas, o la enésima versión de ese vómito llamado La mujer del Panadero, ya ni me acuerdo, me descubrí de golpe sintiendo envidia por esos comicastros lamentables, porque eran capaces de aprender un texto de memoria y decirlo todas las noches durante dos horas en un escenario. Poder ser durante dos horas un piloto de avión que tiene una amante en varias capitales europeas o un panadero cornudo podía salvarme de la demencia si me quedaban fuerzas suficientes como para intentarlo: va de cajón que era una mera fantasía causada por la depresión alcohólica y que mi total incapacidad de actuar me impediría utilizar ese método para obtener mi reconstitución mental, pero la idea siguió abriéndose camino y después de la muerte de mi madre cuando decidí el programa de higiene -ducha tibia, abstinencia de alcohol, paseo cotidiano por la ciudad llueve o truene-, me pareció que algún trabajo intelectual tenía que acompañar mi recuperación física y únicamente después de vacilar durante varios días terminé decidiéndome por el soneto. Durante la adolescencia, escribir sonetos había sido para mí una actividad casi tan frecuente como la masturbación: podía hacerlo varias veces por semana e incluso varias veces por día, hasta que, de un modo brusco, al final de la adolescencia, mi evolución estética lo rechazó y durante veinticinco años no volví a escribir ni uno solo. Había escrito tantos, la mayoría de los cuales habían ido a parar al fuego, que alrededor de los dieciocho años ya sólo podía hacerlo de un modo paródico, y a veces no solamente mandaba cartas en forma de sonetos, dípticos o trípticos, sino que incluso podía llegar a improvisarlos en medio de una conversación lo cual significaba para mí que el soneto estaba desprovisto de toda legitimidad poética.

Después de eso, ya ni en broma los componía. Se había vuelto una forma muerta, como lo son ciertas lenguas, tan diferente de una verdadera forma poética como lo son de un ser humano los pilotos de Boeing-Boeing o el panadero cornudo del vómito marsellés. Intentar darle vida a esa forma, tener en cuenta sus leyes, manipular la materia que la constituye, podía ser para mí un modo de medirme con lo exterior, y alinearlos catorce versos diseminando en ellos alguna idea, extendida como un puente frágil sobre el agujero negro, un trabajo de concentración semejante al que requiere memorizar y decir con la entonaciónexacta las frases enteramente ajenas de un personaje, por burdo que sea, que realiza gestos calculados en un escenario.

Cualquier cosa era preferible a la disgregación que, sin que yo lo supiese, venía tal vez desde la infancia, desde el nacimiento probablemente, y que, acelerándose de a poco, se había ido volviendo en los últimos tiempos cada vez más vertiginosa, hasta depositarme en el último peldaño de la escala humana, tan abajo que podía sentir el agua negra, helada y viscosa empapándome las botamangas del pantalón -todavía siento los cuajarones resecos- y que un tinclazo nomás hubiese bastado para mandarme sin ninguna posibilidad de regreso al fondo.

Concentrándome en la hoja blanca, el torbellino se atenúa: la explosión silenciosa y centrífuga se vuelve más lenta, y los pedazos que quedan flotando a la deriva, arrastrados por el reflujo que provoca el agujero negro atrayéndolos hacia el vacío sin límites, resisten en el borde, y algo semejante a lo que era "yo" en otros tiempos, pero mucho más endeble, remoto, y un poco extraño, los recoge uno a uno como a los fragmentos de una carta hecha mil pedazos, tratando de reconstituirla, sin lograrlo del todo, recorriendo el mensaje maltrecho con una lucecita frágil que no alcanza para descifrarlo. La medida, el verso, la rima, la estrofa, la idea pescada en alguna parte de la negrura y que hace surgir, ondular, plegarse el vocabulario, acumulado misteriosamente en los pliegues orgánicos, se vuelven rastro en la página, forma autónoma en lo exterior, floración cristalina que centellea y, que, por haber puesto un freno a la dispersión, a causa del prestigio heroico de toda medida, ya imborrable, me apacigua.

Después de acomodar los manuscritos sobre la pila de hojas blancas, cierro la carpeta color ladrillo y la vuelvo a guardar en el cajón. Como la superficie del ejemplar de La brisa en el trigo, ajado y anotado de puño y letra por Alfonso, es mucho más reducida que la de la carpeta completa de Bizancio cuando los hago deslizar hacia el centro del escritorio, la imagen femenina impresa en el ángulo inferior derecho, dibujada en pequeños cuadraditos discontinuos que se agrupan imitando las partículas yuxtapuestas de un mosaico, sobre la inscripción BIZANCIO LIBROS, la cara de no más de un par decentímetros, vuelve a atravesarme con sus ojos ovalados, grandes en relación con el resto del dibujo, y que parecen fijos en un puntodel espacio que está más allá del que los contempla, de modo que, a pesar del tamaño de las pupilas, es imposible encontrar su mirada, y no obstante la tosquedad sumaria del dibujo, es el observador quien se siente, durante una fracción de segundo, translúcido, inexistente o fantasmal.

El libro ajado y la carpeta amarilla, contienen, más que seguro, y que me la corten en rebanadas si me equivoco, más que el best-seller de la década y el fondo editorial completo, incluidas la lista de precio actualizada y las condiciones de venta, de la distribuidora Bizancio Libros. El fondo de la aflicción en la mirada de Alfonso y los sobreentendidos de Vilma flotan en el aire tibio del cuarto iluminado no menos que en el interior de mi cabeza, que hago girar para contemplar la lluvia helada que chorrea por los vidrios de la ventana, antes de decidirme a buscar, de entre las pilas de libros que se acumulan contra la pared, en el borde opuesto del escritorio, el suplemento literario de La Región, de dos o tres años atrás, donde está mi artículo sobre el libro de Walter Bueno.

Cuando lo encuentro, lo sacudo un poco para limpiar el polvo que lo cubre en partes delimitadas geométricamente por la protección del libro, más estrecho y más corto, que lo tenía aplastado contra la madera del escritorio y, sin siquiera echarle una mirada, lo tiro

sobre el libro ajado y la carpeta amarilla, con la impresión de estar agregando un documento decisivo a las actas secretas de un acontecimiento del que ignoro hasta el último detalle y en el que sin embargo desde ayer al anochecer tengo el sentimiento de estar implicado.

La tentación de abrir el libro anotado, y aún la carpeta amarilla de Bizancio, es más débil que el desaliento que parece ganarme de antemano cuando me dispongo a hacerlo; y cuando me pongo a buscar, de manera infructuosa, la mirada en los ojos ovales del logotipo, me parece encontrar, con una certidumbre sin contenido que se esfuma enseguida, la explicación del secreto en las pupilas fijas que me atraviesan y que me ignoran. Así que me levanto y salgo al aire frío y oscuro del lavadero que precede a la terraza abierta.

Tan espesos, constantes, regulares son las masas de agua gris verdosa y el rumor que provocan al caer, que ya pasan, a pesar de que parecen ocupar el universo entero, por algún plano retirado de la percepción, almacenados en algún pasadizo remoto, no de la percepción misma, sino de la memoria, igual que si estuviesen transcurriendo, nomás en la actualidad del acontecer, que en un pasado simultáneo y parasitario del presente.

Un fantasma de ciudad flota en el rumor de la lluvia, un fantasma inmóvil y borroso que inspira más compasión que inquietud, los monoblocs, los techos y las terrazas que chorrean agua y ni siquiera brillan, anarquía opaca sin gusto ni proporciones, corroída por la intemperie, deleznable como un decorado salido de las manos de un artista de cuarto orden. La penumbra subacuática de la tarde de invierno se propaga en mí mismo, en el envoltorio de lana, piel adormecida y órganos, y también en la punta de claridad mortecina que las engloba y que, si desapareciese, arrastraría consigo todo hasta el centro de la más negra oscuridad. Las masas de los edificios pierden a causa de la lluvia espesor y cohesión, y las aristas de las fachadas se vuelven inestables y ondulantes, como un reflejo en el agua, mientras las copas de los árboles que emergen de algunos patios, ennegrecidas por la penumbra, apenas si conservan el verdor viscoso de una substancia ni líquida ni sólida, como si la fluidez del agua cuajara por momentos en grumos que la inmovilizan; y entre la tierra, el cielo, y el aire saturado de lluvia que circula entre los dos, la misma tonalidad gris verdosa, propia de un sueño confuso o de un recuerdo incierto, cubre con igual prolijidad la superficie de las cosas y el vacío que las separa.

En lo continuo, en lo homogéneo, a pesar de la multiplicidad aparente, sigue estando todavía la punta de claridad mortecina -"yo"-, la fragilidad impensable que sin embargo dura y dura, en una especie de somnolencia turbia y monótona de la que a veces, sin ninguna razón, de un modo súbito, se despierta, para percibir, durante una fracción de segundo, la persistencia de lo que fluye, adviene y desaparece, cristalizando y pulverizándose casi al mismo tiempo, dándole la impresión a los sentidos engañosos, de estar regido por leyes, dividido en períodos, con sus repeticiones insensatas y casuales que se dan aires de plan, sus millones de moscas idénticas y de estrellas pasajeras, sus planetas girando porque sí y sus quarks obstinadamente indivisibles, que no se llaman moscas, estrellas, planetas, quarks, por otra parte, ni responden, hasta nuevo aviso, a ningún nombre conocido. Da lo mismo que los llamen moscas o quarks: es evidente que no responden a ningún nombre y que no obedecen a ninguna ley; provisoriamente, los quarks son indivisibles, los planetas giran en su órbita, y las moscas pululan y, sobre todo, provisoriamente se llaman quark, mosca y planeta. Da lo mismo que a ese chisporroteo tantos lo llamen mundo.

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