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– Papá. Eh, papá -dice la voz de Alicia a mis espaldas, mientras siento que se ha aferrado de mi sobretodo y lo tira para llamar mi atención;

– ¿Vas dormido, o qué?

– Iba pensando -le digo, mientras me inclino para besarla en la mejilla viendo, por encima de su hombro, el grupo de chicos y la maestra que la esperan en la esquina, mirando en nuestra dirección.

– Venimos del museo de ciencias naturales -dice Alicia.

– Me parece muy bien -le digo.

Amontonados cerca del cordón de la vereda, esperando para cruzar, abrigados, por encima de sus guardapolvos, con tapados y sobretodos, bufandas, gorros y guantes de lana de todos los colores, inflados bajo el guardapolvo por sus camperas y sus pulloveres gruesos y sus camisetas de frisa, las mejillas y las narices enrojecidas por el frío, muchos de ellos sorbiéndose los mocos o incluso dejándolos colgar sobre el labio superior, los cachetes hinchados por los bombones duros que chupan o las mandíbulas, con la boca entreabierta, moviéndose sin pausa en razón de los chicles que mascan sin parar, sus compañeros de clase nos observan curiosos, indiscretos y desapasionados. La maestra, parada en el cordón, no mucho más alta que ellos, me saluda de lejos y sacude la cabeza con "aire de comprensión", para mostrar que no la incomoda esperar unos segundos que Alicia y yo crucemos algunas frases. Le devuelvo, de un modo mecánico, una sonrisa no menos convencional que la suya.

– Había una arañas grandes así -dice Alicia, bosquejando en el aire un óvalo exagerado con sus manos enguantadas. Y después baja las manos y se queda mirándome. En el aire ennegrecido de mediodía, veinticinco pares de ojos abiertos y fijos aunque inescrutables y vacíos me contemplan- las veinticinco imágenes de mi envoltura exterior, invisible para mí en su mayor parte, estampadas detrás de las frentecitas lisas que emergen apenas bajo los gorros de lana de colores, han de estar flotando, repetidas e idénticas, fosforescencia espontánea -"el padre de Alicia en sobretodo negro"- de la que ni siquiera son conscientes, exterioridad cruda y fragmento de realidad más irrefutable para ellos que para mí mismo. Durante unos segundos las veinticinco imágenes de tamaño reducido que adivino flotando en el revés de las miradas fijas, me dan la impresión de ser, no el reflejo simultáneo de mi presencia en el mundo, sino veinticinco reliquias estilizadas de mi propio ser presente, expuestas en una dimensión autónoma y remota.

– No subiste a verme anoche- dice Alicia.

– No quería toparme con esa vieja- le digo.

– No le digas vieja a la nona- dice Alicia, con una reprobación neutra, de la que no sé si es una defensa de su abuela, una exhortación que me dirige para incitarme a moderar mi lenguaje, o un tono desapasionado y convencional del que ella piensa que debe usar una nena de su edad bien educada cuando habla con su padre. Trato de develar la explicación correcta pero en su cara lisa y enrojecida por el frío, entre el gorro de lana y la bufanda, ningún indicio lo autoriza: como el resto de lo externo y lo exterior, su cara es al mismo tiempo insondable y familiar.

– De acuerdo- le digo. -El viernes a la noche te busco para que pases con nosotros el fin de semana.

– Regio -dice y, poniéndose en puntas de pie, gira un poco la cabeza y me presenta la mejilla para significar que el encuentro ha terminado. Inclinándome, rozo la mejilla con los labios y ella se vuelve rápido con la clase.

Arracimados contra el cordón de la vereda, los primeros frotándose a la espalda de la maestra que, con los brazos bien abiertos, mientras vigila el tránsito, los contiene para que no desborden sobre la calle, los chicos forman un tumulto ondulante y nervioso de cabezas encasquetadas del que rayas, flecos y borlas de lana multicolor, constituyen la culminación agitada. Antes de mezclarse con el grupo, Alicia se da vuelta y me dirige una sonrisa fugaz, de connivencia tal vez, o de complicidad, que contrarresta su reproche de hace un momento, una concesión condescenciente de su yo presunto y mítico, impermeable todavía a lo relativo, con expresión semejante a la de una princesa que, encaminándose con su séquito hacia una fiesta en los jardines del palacio, se cruza con un condenado a muerte y, con una mirada breve, antes de evacuarlo para siempre de su memoria le dice, sin necesidad de palabras y más como homenaje a su propia magnanimidad que por compasión: importa poco lo que hayas hecho; yo, por ser yo, te perdono. Por fin la maestra baja a la calle y, alzando el brazo para inducir a los automovilistas, que vienen despacio y en profusión a causa de la hora, a aminorar y a detenerse, empieza a cruzar seguida por los chicos que forman una doble fila irregular detrás de ella. Me quedo mirándolos hasta que desaparecen a la vuelta de la esquina, en la somnolencia de la penumbra matinal y del frío, ya substraídos por la esencia misteriosa del espacio a la experiencia, e improbables y aún inaccesibles para el recuerdo.

– ¿Sopa otra vez? -le digo, con ironía calculada, a mi hermana, cuando llena mi plato hondo con el líquido humeante, entre naranja y ladrillo, que podría estar compuesto de zanahoria o de zapallo o de calabaza, y mi hermana asume la actitud misteriosa de anoche, con orgullo reprimido por haber logrado, en unas pocas horas, presentar un redondel humeante de color completamente distinto en nuestros platos hondos, bajo el fluorescente de la cocina, sobre el mantel cuadriculado verde y blanco. El gusto impreciso, ligeramente azucarado, no revela nada inequívoco, a no ser un equivalente, en la imaginación, de la tonalidad anaranjada del líquido y, en la lengua, la textura al mismo tiempo rugosa y blanda de las partículas de legumbres que se vuelven por fin una substancia homogénea en la boca. Tal vez por contraste con la cocina iluminada la penumbra invernal del exterior da la impresión de haber aumentado, adquiriendo un tinte verdoso de tormenta; y estoy observándolo a través de la ventana que da al patiecito cuando un trueno, uno solo, señal única y anacrónica que manda, después de días y días de oscurecimiento gradual, el cielo encapotado, hace vibrar la casa, la cocina, los muebles, la vajilla que reluce en la luz artificial y demasiado blanca del fluorescente. Alarmada, mi hermana se incorpora dejando caer la cuchara en el plato semivacío, pero se inmoviliza al cruzar la mirada interrogativa que le dirijo por encima de la cuchara que estoy elevando hacía la boca.

– Voy a desenchufar el televisor -dice, un poco indecisa ahora, a causa de mi falta de reacción.

– No vale la pena -le digo.

Brusco, el ruido de la lluvia se superpone a mis palabras y, más convincente que ellas, induce a mi hermana a sentarse otra vez y a retomar, recuperando la calma, la cuchara.

– Si se corta la luz -dice después de un momento- me quedo sin la novela.

– El tipo que vi esta mañana -le digo- me parece que lo conoció a Walter Bueno.

– ¿El que se mató en la ruta a Mar del Plata? -dice mi hermana.

– El mismo hijo de su madre -le digo.

– No -dice mi hermana-. Si era tan simpático. Y qué buen mozo. Dicen que estaba drogado cuando se mató.

– Es posible -le digo-. Por esnobismo, hacía cualquier cosa.

– No quieren a nadie ustedes -dice mi hermana. El "ustedes" un poco amargo que profiere, esquivando mi mirada, tan errática como la suya por otra parte, a pesar de que sería incapaz de formularlo con las mismas palabras, y a pesar también de la solicitud sincera con que se ocupa de mí desde mi infancia, significa, sin la menor duda posible, hasta tal punto sus convicciones coinciden sin darse cuenta con las que propala, incesante, y de un modo tácito, la televisión, los intelectualoides provincianos que, por impotencia y envidia, pretenden criticar las obras plebiscitadas por el gran público. Fingiendo no darme cuenta, intuyo que se siente un poco culpable por la agresión, mientras el ruido de la lluvia, que ha estado resonando durante nuestro diálogo, sin que sin embargo la oscuridad disminuya, se acrecienta. No se oye otra cosa, ni siquiera nuestra respiración, ni siquiera el crujido de los muebles o el de las sillas en las que estamos sentados; únicamente el ruido, extraordinariamente denso, a la vez uniforme y múltiple del agua que cae en torrentes y. de tanto en tanto, nuestras voces intermitentes y apagadas y el tintineo, en dos tiempos diferentes, de las cucharas contra la loza blanca de los platos.

Estoy seguro de que también ella, en los tejidos y en las vísceras, en los músculos y en la circulación remota de la sangre más que en las emociones y en el pensamiento, siente como yo hasta qué punto estamos aislados, cortados del mundo improbable del que nos separan capas y capas de lluvia densa y oscura, y ahora que subo por la escalera que lleva a la terraza, protegiéndome sin mucha eficacia con el diario de la víspera desplegado sobre mi cabeza y me paro un momento bajo el techo del lavadero, antes de entrar a mi cuarto, para contemplar la lluvia, compruebo que las masas espesas de agua gris verdosa reducen lo visible a un horizonte estrecho, borroso y sombrío.

La edición anotada de La brisa en el trigo aterriza sobre la carpeta amarilla de Bizancio, en el borde izquierdo del escritorio: en el cuarto iluminado, encastrado en la penumbra paradójica del día, en el envoltorio ruidoso del agua helada, mi propio cuerpo, inverosímil y extraño se inmoviliza unos segundos antes de que la mano derecha abra por fin el primer cajón del escritorio, saque la carpeta color ladrillo y vuelva a cerrar consuavidad el cajón. Las cinco o seis hojas manuscritas, un poco ajadas y arrugadas, llenas de tachaduras y de correcciones se deslizan con más facilidad que el montón liso y regular de hojas blancas sobre el que se apoyan. De los cinco sonetos que he escrito hasta ahora, únicamente dos, Lucy y The blackbole están completos, aunque todavía en borrador; en los tres otros, La mañana, Eco y Narciso y el que todavía no tiene título, faltan versos, incluso estrofas enteras, y lo ya escrito está demasiado recubierto de correcciones, variantes y tachaduras, más desalentadoras que estimulantes, como para decidirme a seguir trabajando en ellos, de modo que me resigno a pasar en limpio lo que ya está más o menos terminado. Así que en una de las hojas blancas, con una birome verde, empiezo a copiar:

Lucy

Por los cincuenta y dos huesos de tu esqueleto
y por tus diecinueve mayos en la sabana
dejo el fósil de mí mismo en este soneto:
tan insondablemente lejos y tan arcana
y más antigua que el cotorreo indiscreto
de dioses y de tríadas, cómo te oigo cercana.
De antemano todo ese rumor era obsoleto.
Mucho antes que Afrodita saliste a la mañana.
Lucy en la tierra con enigmas y pesares,
el estúpido sol que hoy calienta a tus pares
ya venía a abrigarse dócil en tu regazo.
De un gesto apaño dioses, mundos y emperadores,
cuando te oigo llegar flotando en mis humores
para la eternidad muda de nuestro abrazo.
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