– Usted lo ha demolido desde el punto de vista literario -dice. -Yo pongo en evidencia una por una todas sus inexactitudes. Desgraciadamente, no tengo el talento suyo para escribir un artículo.
Un poco abrumado por la vivacidad súbita de Alfonso y, con la intención de inducirlo a callarse simulando concentrarme, abro el libro en la portada bajo el nombre del autor y en el título, LA BRISA EN EL TRIGO, en grandes letras de imprenta, la palabra, TRIGO está inscripta en un óvalo verde que se prolonga hacia abajo en una flecha, bajo cuya punta la frase aparece escrita con la misma birome verde, en letras de imprenta irregulares, trazadas sin duda a toda velocidad y encerradas por un triple signo de admiración.
Algo turbio, obsceno, ligeramente demencial emana de los trazos, de obnubilación o furor, que me estremece un poco y sobre todo me avergüenza, a tal punto que no me atrevo a alzar la vista para no toparme con la mirada de Vilma y Alfonso, de modo que, para ganar tiempo, y tratando de mantener la más perfecta impasibilidad, simulo un interés convencional y bien educado, y me pongo a hojear el libro.
Las hojas que van deslizándose bajo mi pulgar permiten ver que, por encima del texto impreso y en los márgenes, a cada página, sin ninguna excepción, rayas, llaves, círculos, óvalos, hechos con biromes de diferentes colores cubren casi todo el espacio blanco que dejan las letras de imprenta y que si la frase verde de la portada me ha dado la impresión de haber sido hecha con violencia repentina, los signos que se acumulan en cada página parecen aplicados, metódicos, hechos con una escritura diminuta pero clara y legible, con subrayados de varios colores -una paciencia razonada para señalar, sin dejar pasar ninguno, todos los errores del libro, con un trabajo minucioso que debió insumir meses y que, justamente a causa de esa minucia, delata la apuesta descabellada de quien lo emprendió, ya que la insignificancia del libro entero, su inexistencia en tanto que literatura, define la tarea de ponerse a refutar sus detalles como mero delirio. Que me cuelguen si tengo ganas de leer las anotaciones que sin embargo, a pesar de la pequeñez de la escritura, son claras y fáciles de comprender, aunque a veces se acumulan tanto en el margen que únicamente gracias a los diferentes colores pueden ser individualizadas, pero que me cuelguen más alto todavía o me la corten en rebanadas si, por el contrario, me gustaría encontrar ahora la mirada de Vilma y sobre todo la de Alfonso. Pero cuando después de diferir el movimiento de cabeza que me topará con ellas, simulando estudiar con atención las anotaciones, cierro por fin el libro y alzo la vista, descubro, no sin cierta satisfacción, que el dispositivo Vilma/Alfonso se ha puesto otra vez en funcionamiento, reactivando los signos de inteligencia que me excluyen, las sonrisas llenas de sobreentendidos, las formas exteriores del complot del que pretenden ser los artífices cuando yo apostaría que son las víctimas, y mi alivio perdura a pesar de que, de una manera indiscreta, casi ostentosa, la mirada que intercambian, si pudiera traducirse en palabras significaría más o menos Nos dio trabajo pero ya logramos meter al león en la jaula así que ahora podemos ir a fumar tranquilamente un cigarrillo a la sombra esperando que se calme.
Me quedo inmóvil, con el libro cerrado en la mano, confiando en que, dentro de algunos segundos, Vilma y Alfonso van a desmantelar el dispositivo que ponen en funcionamiento cada vez que estoy en su presencia, pero antes de que eso suceda son ellos los que, casi sin transición, se vuelven a la vez nítidos y remotos, en tanto que lo que era "yo", con sensaciones, imágenes, recuerdos, después de flotar unos instantes en una especie de inconsciencia, desaparece dando paso a laexterioridad bien definida del bar del hotel, con cada uno de los ruidos que se superponen y que resuenan para nadie, paradójicos, puesto que son percibidos, porque no basta que resuenen y que sean percibidos si la duda de ser "yo" quien los percibe continúa, y no bastan, por incontrovertibles que parezcan, para probar, sin contradicción posible, mi presencia. "Yo" pareciera haber traspuesto ya la entrada embanderada, pasando junto al "portero negro", olvidando sobre la silla un envoltorio de sí mismo lo bastante independiente y aéreo como para que, volviendo desde el mediodía oscuro a atravesar la entrada embanderada a instalarse otra vez dentro de su envoltorio, "yo" deba alzar la mano y tocarse la mejilla para asegurarse de que lo ha recuperado. Ahora Vilma y Alfonso, que me habían parecido nítidos y remotos, se han vuelto cercanos pero turbios nuevamente y, desmantelando por completo el dispositivo, me encaran sonriendo otra vez.
– Veo que lo ha leído con cuidado -le digo a Alfonso, extendiéndole el libro.
– No, no -dice Alfonso. -Guárdelo unos días. Échele una mirada. Va a descubrir muchas cosas sobre ese señor Bueno.
– Alfonso -le digo. -Lo que caracteriza a la novela de Walter Bueno es que, justamente, no hay nada que descubrir en ella.
– No importa. Téngala unos días. Le aseguro que se va a sorprender -dice Alfonso.
Intrigado por su obstinación, que quisiera mostrarse indolente y objetiva, pero en la que noto un matiz perentorio, me vuelvo, en busca de informaciones suplementarias, hacia Vilma Lupo, esperando que en sus facciones aparezca la explicación de tanta insistencia, pero la sonrisa neutra, un poco abstraída, que me devuelve, y que ni siquiera se acentúa cuando nuestras miradas se encuentran de un modo fugaz, me despoja de mi ilusión irrazonable: lo que los une, sin que se sepa bien qué es, parece funcionar sin interrupciones.
– Cómo hago para devolvérselo -le digo, antes de meter el libro en el bolsillo del sobretodo, esperando que, por haber realizado una fijación afectiva con el fruto de su trabajo como se dice, Alfonso tenga la intención de conservarlo y tema dejarlo en manos de alguien que, después de todo, apenas si ha visto dos veces en su vida.
– No se preocupe -dice. -Nos vamos a ver seguido espero. Todo Rosario quiere que usted dirija nuestra revista. Y no se olvide que estamos abriendo una sucursal en la ciudad.
– No me olvido -dijo, y guardando por fin el libro en el bolsillo, me levanto. -Ha sido un placer.
– ¿Come con nosotros? -dice Alfonso.
– Gracias, no. Tengo un almuerzo en familia -le digo.
– Entiendo que lo aburran los debates -dice Vilma. -Pero no nos va a fallar para el cóctel el viernes a mediodía.
– Nos vemos -digo.
Y atravesando despacio el bar mientras me abrocho el sobretodo, cruzo el hall, paso bajo la entrada embanderada, junto al "portero negro", y salgo del hotel internándome en la penumbra de la mañana. Estacionario. El cielo gris uniforme, con sus bulbos de un gris todavía más denso y más bajo, encapota la ciudad en este mediodía de invierno. Cuando meto las manos en los bolsillos para protegerlas del frío, la izquierda se topa, olvidado en el fondo después de unos minutos, con el libro de Walter Bueno. Las yemas de los dedos palpan el borde rugoso de las hojas que se separan con facilidad a causa de las masas de escritura apretada que las espesan y de las ajaduras verticales que se han formado en el lomo debido a las lecturas frecuentes y cuidadosas de Alfonso. Como si hubiesen puesto en funcionamiento un sistema de proyección al rozar los bordes del libro, las yemas de los dedos encienden, en algún lugar impalpable y móvil detrás de la frente, imágenes coloreadas que representan, además de la escritura densa y las líneas de color que subrayan páginas enteras, la textura quebradiza y llena de anfractuosidades diminutas que, a causa de las anotaciones, tendrían esas páginas si las yemas del pulgar y el índice, abriendo el libro en el fondo del bolsillo, se pusiesen a frotarlas con suavidad. Pero el contacto del papel y de la cartulina ajada suscita algo más que las imágenes de su espesor y de su textura; igual que una escritura para ciegos que pudiese descifrar lo incorpóreo encerrado en las rugosidades de la materia, igual que el humo en una botella, los dedos van desplegando la historia misma que los signos convencionales impresos en tinta negra, capaces de combinaciones sin fin. formaron haciendo aparecer La brisa en el trigo, la novela más vendida de la última década que, en unos pocos relámpagos sucesivos, aparece entera detrás de la frente y si debiese resumir otra vez en palabras ese encastramiento de líneas claras, podría hacerlo de la siguiente manera: un muchacho joven, inteligente, buen mozo,
se recibe de maestro en una ciudad de provincias y va a ejercer por primera vez en un pueblo de la llanura, no lejos de Rosario. El muchacho joven -Wilfredo- tiene una fuerte vocación literaria. se nos cuenta, en primera persona, su llegada, su instalación, sus primeras clases, se nos describen el campo, losambientes, los problemas escolares, los personajes secundarios, los paisajes. En el tercero aparece Alba, otra maestra que, por problemas de salud (alguien sugiere una tentativa de suicidio) ha comenzado la escuela un poco más tarde. Atracción mutua. Algo mayor que Wilfredo, es casada, no puede tener hijos y lleva una vida triste en el pueblo con su marido, un comerciante en artesanías que viaja mucho a causa de su trabajo. Paseos por el campo. Descripción de los medios rurales. Pasión erótica. Eufemismos en profusión para describir los distintos aspectos de la actividad sexual. Largas fornicaciones pseudopoéticas. Mensaje social: el campo no debe ser dejado al abandono, por ser lo más auténtico de todo lo nuestro. Imprudencias de la pareja. Murmuraciones pueblerinas. El marido, sin sospechar nada, brinda su amistad. El desenlace se prepara. En el papel del destino, el jefe de redacción de un gran matutino de Buenos Aires que, entusiasmado por los cuentos que Wilfredo le envía con regularidad, lo invita a incorporarse al plantel de periodistas. Adiases desgarradores. En el último capítulo, unos meses más tarde, Wilfredo, que ha pasado la noche en una fiesta mundana, al regresar a su casa encuentra una carta llegada la tarde anterior, y en cuyo sobre reconoce la escritura del marido. La cana le informa del suicidio de Alba quince días antes. Wilfredo se queda pensativo en el balcón. Amanece en el Río de la Plata.
Va de cajón que de todas las inepcias que vienen publicándose en nombre del arte literario desde la invención de la escritura La brisa en el trigo es la más torpe y la más insignificante y que su éxito comercial entre las amas de casa semianalfabetas fue el resultado de una campaña orquestada como diría Alfonso por la televisión y los semanarios de gran tirada, y que si yo me molesté en demoler el libro en un artículo, fue para de algún modo recordarle a Walter Bueno que si el creía que podía actuar con impunidad al amparo de fuerzas tenebrosas, algunos seguíamos todavía vigilantes -advertencia que dio en el blanco, puesto que un poco más tarde oí a Waltercito referirse por televisión a los intelectualoides provincianos que, por impotencia y envidia, pretenden criticar las obras plebiscitadas por el gran público. El género al que pertenece mi artículo no es la crítica literaria sino la carta de amenazas; leído entre líneas no significa Henos aquí ante otra tentativa desgraciadamente fallida de nuestra indigente actualidad literaria sino Es mejor que te andes con cuidado porque desde hace tiempo venimos siguiendo tus manejos de modo que si esto continúa puede que se nos termine la paciencia y nos decidamos a tomar los recaudos necesarios para hacértelo pagar muy caro. El único elemento verídico del libro es que suministra, de un modo involuntario, un retrato excelente de su autor, que el lector percibe de inmediato como un sujeto inculto, superficial, vanidoso y, a juzgar por errores persistentes que no pueden atribuirse ni a los tipógrafos ni a los correctores, bastante flojo en sintaxis y en ortografía. Nadie con dos dedos de frente y un mínimo de gusto literario podría perder cinco minutos de su vida en hacer una crítica seria de ese libro. Que Alfonso se haya tomado el trabajo de refutarlo frase por frase, señalando sus inexactitudes y sus contradicciones demuestra, no la inconsistencia del libro, del que basta una lectura rápida para verificaría, sino, con efectos desalentadores, la del propio Alfonso.