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– Es Julio César Parola, el especialista en marketing de Buenos Aires -dice Alfonso en voz baja y orgullosa.

La voz del "especialista en marketing de Buenos Aires", como acaba de llamarlo Alfonso, llega a través de los amplificadores, de modo que hay una cesurainfinitesimal entre el momento en que la profiere y el momentoen que nosotros, que estamos en el fondo del salón, la escuchamos, una desconexión perceptible entre sus gestos de conferenciante y lamaterialidad oral de la conferencia que, por añadidura, al pasar por los circuitos de amplificación, adquiere resonancias metálicas, eléctricas que la vuelven, contradiciendo los objetivos de la instalación, remota y artificial.

– Resumiendo -dice la voz por los amplificadores- afirmar que a pesar de la crisis el comprador de libros -al menos el de nuestro sector- sigue comprando. Existe una verdadera tipología de compradores: está por ejemplo el que cree en el libro como medio de perfeccionamiento y de ascenso social, el que padece una dependencia del libro como de una droga, el que considera que una biblioteca de libros caros es una marca de prestigio -el conocido comprador de colecciones por metro- e incluso -el conferenciante dice esta frase riéndose, con lo que induce algunas risas de la audiencia, y sobre todo de Alfonso, que lanza una carcajada ahogada para que únicamente yo la perciba- el que, incapacitado por la crisis de comprar al contado en las librerías, se resigna a comprar a crédito con la intención de no pagar más que la primera cuota o, si es posible, ninguna. La experiencia y un buen olfato permiten detectar este tipo de comprador. Y por último, está también el cliente que compra atraído no por el libro, sino por el crédito. Un sector importante de la clientela potencial pertenece a esa categoría. Es posible afirmar que en nuestra época, para amplias capas de la sociedad, el crédito estimula más la imaginación que el contenido de la oferta y ocupa, en la ensoñación colectiva, la función que en épocas anteriores solía ocupar el libro.

Mientras pronuncia la última frase, el conferenciante ha venido modificando la entonación de su discurso y los gestos y ademanes que lo acompañaban, poniéndose a recoger sus papeles y levantándose a medias de su asiento, para que el público comprenda que la conferencia está a punto de terminar, de modo que ya en ensoñación colectiva empiezan a escucharse los primeros aplausos, y en el punto final de solía ocupar el libro, cuando el conferenciante, decidido, se levanta, la sala entera, menos yo, naturalmente, aplaude al unísono mientras Alfonso, que mima un aplauso golpeando con delicadeza y sin producir el menor ruido, la yema de dos dedos de la mano derecha contra la protuberancia de la palma izquierda, pasea su mirada satisfecha por la sala en la que a medida que los aplausos van haciéndose más escasos, los oyentes se levantan de sus sillas y empiezan a dispersarse, formando grupitos animados que conversan diseminados en el salón o encaminándose despacio hacia la puerta de salida. Algunos rodean al conferenciante haciéndole preguntas, mientras los propietarios de los grabadores los recogen de sobre la mesa y los observan con atención para verificar si han funcionado o no durante la conferencia. En ese ambiente de voluntades flotantes, únicamente Vilma Lupo parece tener objetivos claros, porque apenas termina la conferencia se levanta y, bajando del estrado, se encamina rápido hacia nosotros, que hemos quedado parados en el fondo de la sala, junto a la doble puerta tapizada de cuero claro, observando lo que pasa a nuestro alrededor, Alfonso con satisfacción ostentosa y yo con indiferencia exagerada. Bajo el traje sastre gris claro las formas de Vilma son más opulentas de lo que permitía vislumbrar la languidez botticelliana de su cara y, debido quizás a los tacos altos, parece más grande de lo que me imaginaba -y que me cuelguen si, cuando nuestras miradas se cruzan, en el momento en que está llegando junto a nosotros, Vilma no reconoce el contenido exacto de mis pensamientos.

– Gracias por haber venido -dice, estrechándome la mano, pero sin volver a mirarme a los ojos, dirigiéndose a Alfonso mientras pronuncia las frases de las que yo soy el verdadero destinatario. La mirada de complicidad, llena de sobreentendidos, que intercambiantodo el tiempo y que, en vez de disimular, parecen, apenas están juntos, o juntos en mi presencia por lo menos hacer evidente e incluso demostrativa, me deja afuera durante unos segundos, como si me hubiese vuelto de piedra o transparente. El matiz compulsivo, un poco exhibicionista de la cosa, es demasiado grosero como para ser ofensivo, y al mismo tiempo todo ese teatro puede estar dirigido exclusivamente a mi persona -de todos modos, aún sin la confirmación telefónica de Reina, a pesar de que es la segunda vez que nos vemos y que la mirada de Alfonso incita más a la crueldad que a la compasión, ya han pasado, por razones misteriosas, en el aura de mi experiencia, a ese estadio de familiaridad que en general está reservado a entidades más íntimamente conocidas. Tal vez se conocen desde hace poco tiempo y tal vez sus relaciones -cuya naturaleza es difícil de precisar- son superficiales y efímeras, pero me resulta imposible concebirlos por separado. Parecen poseer una esencia común, no como la que evoca una pareja, sino por ejemplo la de los dos socios de un comercio, o la de un dúo artístico o deportivo, igual que un prestidigitador y su ayudante tal vez, o dos animales no tanto de la misma especie como de especies afines que, habiendo descubierto su afinidad, la exageran ante los demás para que no se perciban sus diferencias. La jovialidad permanente que exhiben, y que probablemente ellos mismo son los primeros, y quizás los únicos, en creerla sincera, no logra ocultar del todo en él esa especie de aflicción que le humedece los ojos, por momentos demasiados erráticos, y en ella algo entre ingenuo y turbio pero de todos modos indefinible -y de nuevo la impresión de anoche en el bar, de lo más desagradable, de estar contemplando en ellos zonas oscuras de mí mismo que únicamente a través de otros adquieren alguna evidencia. A decir verdad, actúan para mí igual que si quisiesen ser considerados responsables de algún complot indolente y cínico, pero únicamente logran darme la impresión de que si de verdad ha habido un complot en sus vidas ellos han sido, inequívocos, las víctimas.

– ¿Tomamos un café?- dice Alfonso.

– El debate empieza dentro de quince minutos- dice Vilma.

– Aquí en el hotel nomás -dice Alfonso. -El café es muy bueno.

Vilma baja un poco la voz y mira a su alrededor para verificar que nadie la escucha.

– Podemos ir adelantándole a Tomatis algunos detalles del gran proyecto -dice.

– ¿Piensan empezar a vender libros como la gente? -dijo, y Vilma se echa a reír, a diferencia de Alfonso, que ha visto al conferenciante bajar del estrado, y se aleja de nosotros para ir a su encuentro. Da la impresión de no oír ciertas alusiones, como si su percepción auditiva se cerrara al contacto de ellas, semejante a esos artefactos que dejan de funcionar de un modo automático cuando el aire alcanza determinada temperatura o esas lámparas que se encienden y se apagan solas de acuerdo con la luminosidad que las rodea.

– Espérenme en el bar. Bajo en seguida -dice. Vilma me da unos golpecitos en el pecho con los nudillos y acerca su cara rubia a la mía.

– Nos escapamos -dice.

Cuando empuja la doble puerta de cuero claro, la sigo con circunspección no exenta sin embargo de docilidad. La sensación de familiaridad es más fuerte que mis reticencias de las cuales ellos parecen, o simulan a la perfección por lo menos, no tener la menor sospecha. Ahora que la sigo a través del pasillo ancho, bordeado por el ventanal que deja ver la mañana oscura, soy consciente de la naturalidad ineluctable con que conciben nuestras relaciones, y que se expresa a cada momento en sus aspectos más diversos: la manera en que Alfonso salió anoche del bar para interceptarme en la vereda de enfrente, la atención reconcentrada con que Vilma pareció haber observado nuestro encuentro, los golpecitos de nudillos en el pecho que acaba de darme en el salón Capri, el aire satisfecho que ha adoptado para precederme a través de los pasillos en dirección al bar, el dispositivo teatral de que se valen para envolverme en un ir y venir atenuado pero continuo de sobreentendidos, de promesas y de alusiones. El bar está vacío, pero cuando el mozo se aleja para buscarnos los cafés y encendemos nuestros cigarrillos, dos o tres grupitos de asistentes al seminario se instalan en mesas alejadas unas de otras, como si quisieran conversar al abrigo de posibles indiscreciones, lo que es de todos modos la norma en estos tiempos, ya que también Vilma y yo bajamos un poco la voz y echamos miradas discretas a nuestro alrededor cuando nos ponemos a hablar.

– Estamos reclutando vendedores para todo el norte del litoral -dice Vilma y, durante unos segundos, se queda seria y se inmoviliza. También su mirada se inmoviliza, sin fijarse en nada en particular, con los ojos bien abiertos a los que ni siquiera el humo que sube de su cigarrillo hace pestañar, y a los que los míos buscan infructuosos, sin lograr encontrarlos a pesar de su inmovilidad, de modo que, igual que los ojos ovalados del logotipo de Bizancio en el ángulo inferior derecho de la carpeta amarilla, me hacen sentir de golpe inexistente, translúcido o fantasmal. El rectángulo de cartulina amarilla por otra parte, denominado anoche por Alfonso, sin repugnancia por la rima interna, la carpeta completa de Bizancio, ha reaparecido esta mañana en el recinto del hotel, portería, bar, mesita, salón Capri, en la mano, bajo el brazo, o en forma de semicilindro y aún de cilindro en los bolsillos de los asistentes al seminario, reconciliando lo uno y lo múltiple gracias a los dones de ubicuidad de su profusión geométrica y amarilla. Cuando Vilma se despabila y empieza a sonreír, sus ojos me ven de nuevo, pero resbalan rápido por mi cara y encuentran otra mirada detrás, por encima de mi cabeza, la de Alfonso que llega desde el salón Capri con paso rápido y, desplazando una silla, se sienta a la mesa con nosotros.

– Parola está literalmente sitiado por sus oyentes – dice. Y a Vilma, bajando un poco la voz -¿Le adelantó algo a Tomatis de nuestro proyecto?

– Lo estábamos esperando -dice Vilma.

Que me cuelguen si me importa lo que se dice un rábano su dichoso proyecto y si él se decidía o no a venir para exponérmelo, pero después de pedir un tercer café, Alfonso se inclina un poco hacia mí y, siempre en voz baja, me explica: ya desde antes del golpe de estado, la cultura argentina -son sus propias palabras- estaba en descomposición. La dictadura militar no hizo más que precipitar la decadencia. Los valores intelectuales -sigo reproduciendo textualmente la terminología alfonsiana- son desalentados, reprimidos, proscriptos. Un vasto plan de liquidación de nuestra tradición cultural, la que desde Sarmiento y Hernández, desde Alberdi y Echeverría, ha dado siempre un amplio espacio al debate y a la crítica, pretende desde hace varios años, valiéndose de la censura por una parte y también del estímulo a subproductos culturales que ocupan la escena pública nacional, aplastar toda resistencia artística, científica y ética. Sin la hipótesis de un plan minuciosamente preparado -prosigue Alfonso haciéndose a un lado para permitir al mozo depositar los cafés sobre la mesa-, ¿cómo interpretar el éxito de una serie de obras seudoliterarias sin ningún valor intrínseco? Solo un apoyo oficial, una política bien orquestada desde arriba, tendiente a arrancar de cuajo los valores auténticos de la cultura nacional -léxico alfonsiano por excelencia a juzgar por su frecuencia de aparición en el discurso- explicaría el éxito sin precedentes de ciertos productos como por ejemplo y sin ir más lejos La brisa en el trigo de Walter Bueno. No es un secreto para nadie por otra parte, dice Alfonso, que Bueno era uno de los propagandistas oficiales de la dictadura y que, si no hubiese muerto en ese accidente, estaría ocupando en este momento un puesto oficial en el régimen, portavoz de la junta militar o embajador en París, en Madrid o en la Unesco. Un libro como La brisa en el trigo, en el que no hay un solo elemento verídico, que es de una falsedad premeditada de una punta a la otra, empezando por el título que habla de trigo en una región donde únicamente se cultivan maíz y girasol y que a pesar de eso ha sido el libro más vendido de la década, no podría de ninguna manera ocupar el lugar que ocupa si no formase parte de un complot destinado a aniquilar la auténtica cultura nacional.

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