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Dos o tres días después logré llegar hasta la puerta de calle sin decidirme a abrirla, y a la mañana siguiente, cuando lo conseguí, me quedé parado un buen rato en el umbral pero no bajé a la vereda.

Me daba lástima a mí mismo, limpio, recién afeitado, con la ropa impecable como hacía tiempo que no la llevaba, los zapatos bien lustrados, deshinchado gracias a la abstinencia de alcohol, el aspecto exterior de lo más saludable, pero incapaz de dar un paso hacia la vereda, desde el umbral de la casa de mi madre a la que había vuelto unos meses antes, pasados los cuarenta años, después de tentativas nupciales, de engendrar mi propia descendencia, de encuentros, de descubrimientos y de separaciones. Esa misma tarde llegué hasta la esquina -a unos veinte metros de la puerta-, pero no crucé la calle; la fuerza que había venido paralizándome mostraba ahora, inequívoca, su verdadera esencia: un terror puro, abstracto, sin contenido, respecto del cual la existencia efectiva del peligro era un dato secundario, por no decir irrisorio y, por esa misma razón, omnipresente, diseminado en la jungla de lo exterior y consubstanciado con ella. No actuar era, por lejos, la mejor solución -la inmovilidad vacía, entre voluptuosa y amarga, de una imagen interna recién restaurada, un poco frágil todavía. Únicamente cuando me movía el terror recomenzaba, prueba de que, igual que mi sombra, era indisociable de mí mismo, de modo que si quería seguir viviendo, tenía que habituarme a su compañía, aprender a reconocerlo en toda circunstancia y, sobre todo, para evitar la demencia, extraerlo del campo del delirio y ponerlo en el de la realidad, diciéndome casi a cada instante de los días vacíos y exhaustos que flotaban, igual que detritus, podría decirse, hacia las playas petrificadas del pasado. No me he vuelto loco todavía, porque el peligro es en efecto imaginario, pero el terror, en cambio, es bien real, y es del terror de lo que hay que ocuparse y no del peligro. Todo eso por los trescientos metros que me separaban del bar de la galería al que quería ir para tomar un café. Había tres o cuatro itinerarios posibles, y algunas veces los intenté pero siempre terminaba por volverme a mitad de camino, o apenas había salido de mi casa, o cuando estaba llegando a las proximidades del bar, hasta que una mañana me dije que, de todas maneras, inmóvil o en movimiento, el terror me acompañaría, así que me levanté de la cama, me vestí y salí a la calle concentrándome, no en el trayecto sino en el terror, y llegué al bar y me senté en una mesa, y cuando el guardapolvo verde de la chica que servía se apostó, paciente, a mi lado, levanté la cabeza y, tratando de que no me temblara la voz, le pedí que me trajera un café. Exactamente como en este mismo momento por otra parte, en que, parado junto al bar, le hago una seña a la misma chica que está preparando los expresos en su máquina italiana y me dirige una mirada interrogativa cuando me ve llegar- y la prueba de que era lo más fácil venir a tomar un café al bar de la galería, y de que lo era en especial para mí, es que, con un movimiento rápido y diestro, inclinándose hacia el mostrador, sin dejar de manipular la máquina, la chica deposita ante mí la primera taza de la serie que está preparando, cuando es evidente que no únicamente en las mesas del patio o de la galería sino también junto al mostrador, hay varios clientes que han pedido su café antes que yo.

En la mañana gris y helada -el reloj circular de pared marca las 10 y 27- reales únicamente para sí mismos y fantasmas para los otros, o al revés quizás -que me cuelguen si sería capaz de expedirme sobre la cuestión- mis conciudadanos, en las actitudes más convencionales, despliegan actividades ordinarias en las que, aún a distancia, no es difícil proyectarse: un hombre, por ejemplo, sentado en un taburete cerca de mí, acodado al mostrador, estudia los programas de la televisión nacional para esta noche; la cajera, durante unos minutos de inactividad, se ha quedado pensativa con los ojos bien abiertos, la mano derecha apoyada contra el cajón entreabierto de la registradora, la izquierda metida en el bolsillo de su guardapolvo verde, inmóvil, abstrayéndose por completo del exterior y, entre preocupada y melancólica, hurga quizás imágenes claras y llenas de detalles en su interior. Dos hombres maduros conversan en voz baja, pero con muchas gesticulaciones, en una mesa del patio, de negocios o de fútbol, o de historias sentimentales o sexuales probablemente, o quizás de política, aunque esto es menos seguro a causa de los tiempos que corren, en los que todo el mundo parece haber aceptado la consigna secreta de los tiranos, según la cual la culpa es siempre anterior al crimen.

Lo cierto es que -puedo comprobarlo cuando salgo de la galería a San Martín-, la mañana de invierno se ennegrece en vez de ir aclarándose. La llaga verdosa que supuraba, en el este, una luz lívida, persistencia fósil de un sol extinto, parece haberse obturado desde hace rato, a tal punto la uniformidad gris humo, cuyo único accidente son unos bulbos de rebordes de un gris todavía más oscuro, cubre estacionaria y baja la totalidad del cielo.

El verde pálido, químico, de cloro diluido que supuraba la llaga en el este, ha dejado un verdor oscuro, subacuático, diseminado en el aire -la impresión exacta es la de un mundo cerrado en el que el espacio y las cosas han adquirido una especie de intimidad y los movimientos

del propio cuerpo, en un frío que se atenúa ligeramente, algo parecido a la gracia que, en medio de tantos desastres, me procura, como hacía meses que no la sentía, una felicidad instantánea, inexplicable, que aunque no dura más que unos pocos segundos en la conciencia, se propaga por todo el cuerpo dándole cohesión y vigor.

Un portero negro, bajo la entrada embanderada del hotel Iguazú, me abre la puerta de vidrio, inclinándose un poco, tratando quizás de no descoser su uniforme marrón oscuro un poco estrecho. Aunque no haya un sólo negro en mil kilómetros a la redonda, la dirección del hotelha sin duda preferido contratar a un negro como portero para subrayar, igual que con la multiplicidad de banderas, el carácter internacional del hotel, puesto que casi siempre en las películas -sobre todo si vienen de Norteamérica, donde sí hay muchos negros, y en las capas bajas de la sociedad, de modo que no tienen más remedio que trabajar como porteros-, cuando aparece un hotel internacional, el portero es negro. A decir verdad, no contrataron un portero, sino un "portero negro" que es, cuando me abre la puerta, obsequioso y jovial, contento de ser "portero negro", como corresponde con los rasgos del estereotipo. La atmósfera es agradable en el interior calefaccionado y el conserje, de traje oscuro y corbata, me espera solemne y atento del otro lado del mostrador, tan "conserje amable" como el portero negro que me ha abierto la puerta es "portero negro".

– Buenos días. El salón Capri -digo.

– Cómo no -dice el conserje. Y a un adolescente de uniforme marrón. -Conduzca al señor hasta el salón Capri.

– Por aquí por favor -dice el muchachito, y después de cruzar el hall y de costear el bar, me guía a través de un pasillo oscuro recubierto de una moquette color mostaza. Tardo en darme cuenta lo que tiene de agradable el adolescente que me guía y es que, obligado desde la pubertad por la pobreza a entrar en el mercado laboral, como lo llaman no se ha adaptado todavía a un estereotipo y camina delante mío por el pasillo con la indiferencia y la vivacidad de un gorrión o de una comadreja. Al final del pasillo, una escalera nos lleva al entrepiso donde, detrás de una puerta, se abre un pasillo ancho con una pared de un lado y un ventanal a todo lo largo del otro, pasillo al final del cual cerca de una puerta doble tapizada de cuero claro, vestido con una campera de cuero casi del mismo color que la puerta, Alfonso fuma un cigarrillo conversando con un señor bien trajeado. Adosada a la pared, bajo un espejo, hay una mesita de patas torneadas cubierta de papeles, entre los que sobresalen varias carpetas amarillas de Bizancio Libros.

– El salón Capri, señor -me dice el muchachito, sin dirigirme siquiera una mirada sino contemplando más bien, con cierta distracción, a través del ventanal, la mañana oscura. Saco un billete del bolsillo y se lo pongo en la mano, ya preparada para recibirlo a pesar de la distracción aparente, mientras Alfonso, que nos ha visto desembocar de la escalera, se da vuelta con una sonrisa y avanza hacia mí con paso decidido.

– Maestro -dice y, aferrando el cigarrillo con los labios, agarra mi mano derecha entre las suyas y la sacude con energía blanda. Pero los ojos, igual que anoche, sonríen menos que la boca y la aflicción que, por curioso que parezca, incita más a la crueldad que a la compasión, asoma en ellos formando dos llamitas fijas y húmedas, idénticas.

– Si yo fuera su maestro -le digo-, usted no pasaría de grado.

Se ríe. El señor trajeado se ríe también, un poco sorprendido por la devoción ligeramente exagerada de Alfonso y la insolencia familiar de mi respuesta -es evidente que, después de haber franqueado la entrada embanderada que da acceso al reino de estereotipo el señor trajeado, de quien estoy enterándome por la presentación de Alfonso, que es el gerente del hotel, y por lo tanto el monarca de ese reino, no logra representarse bien las relaciones que existen entre Alfonso y yo, aunque la venta de libros a crédito convierta a Alfonso en un comerciante próspero y mi ascesis posdepresiva -abstinencia de alcohol, ducha tibia todas las mañanas y paseos cotidianos por la ciudad llueve o truene- me gratifiquen de cierta presencia física no exenta sin embargo, todavía, de rigidez. Ayudado por el tumulto de mi llegada, el gerente aprovecha para desaparecer. Alfonso me señala la mesita cubierta de folletos.

– ¿Tuvo tiempo de hojear nuestra carpeta? -dice.

– Anoche antes de acostarme- y para evitar un juicio directo, recojo un folleto y simulo mirarlo con interés. -¡Ah, Somerset Maugham! Sabía decir de sí mismo que era el primero entre los de segundo orden, pero me parece que se juzgaba generosamente.

– El filo de la navaja -dice Alfonso, sin comprender mi critica, no por estupidez, sino por no haberla escuchado.- Una obra maestra.

– ¿Y que pasa ahí adentro? -dijo cuando, sin entender lo que dice, oigo una voz que se eleva un poco a través de un micrófono.

– Hay un curso de formación para vendedores – dice Alfonso-. Pase, pase. Le va a interesar.

Entramos en el salón Capri. Unas veinticinco personas, jóvenes en su mayor parte, hombres y mujeres, dispersas en una pequeña platea, escuchan o toman notas asumiendo las poses más diversas, con las piernas cruzadas por ejemplo, un codo apoyado en el muslo y la mandíbula en la palma de la mano, o el estirado sobre el respaldo de una silla vacía y la cabeza echada para atrás con los ojos entrecerrados, o inclinadas hacia adelante con los antebrazos apoyados en los muslos y las manos colgando entre laspiernas abiertas o, expresando la más profunda atención, como si escucharan mejor con un solo oído que con los dos, vueltas un poco de perfil hacia el estrado en el que, flanqueado por Vilma Lupo y por una señora pensativa, un hombre habla con soltura y vivacidad; los tres están sentados frente a sendos micrófonos, una jarra de agua tres vasos, y dos o tres grabadores portátiles, puestos sin duda en el borde de la mesa por algunos de los oyentes. Cuando me ve entrar, Vilma me dirige una sonrisa y un saludo discreto pero familiar con la mano que sostiene el cigarrillo, lo que motiva un instante de distracción en el conferenciante que me echa una mirada rápida sin dejar de hablar, y en algunos de sus oyentes, que giran la cabeza con curiosidad pasajera y vuelven a adoptar casi de inmediato sus posturas atentas.

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