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– Aro -dije yo-, eso era lo que usted quería que viera en las fotos.

– Sí: traté de decírselo de todas las maneras posibles. Solamente usted que no es inglés hubiera podido unir las letras y leer esa palabra como la leí yo. Después de que nos tomaron las declaraciones, mientras caminábamos hacia el teatro, yo quería saber sobre todo si usted había reparado en eso, o en cualquier otro detalle que se me hubiera escapado a mí y que pudiera inculparla. Usted me llamó la atención sobre la posición final de la cabeza, con los ojos vueltos contra el respaldo. Ella me confesó después que sí, que no había resistido la mirada de esos ojos fijos y abiertos.

– ¿Y por qué hizo desaparecer la manta? -En el teatro le pedí que me contara todo, paso por paso, exactamente cómo lo había hecho. Por eso le pedí a Petersen que me dejara a mí darle la noticia: quería que ella hablara conmigo antes de enfrentarse a la policía. Tenía que contarle mi plan y quería, sobre todo, saber si se había descuidado en algo más. Me dijo que había usado sus guantes de gala para no dejar huellas, pero que había tenido, efectivamente, que luchar contra ella y que el taco de su zapato había desgarrado la manta. Pensó que la policía podía sospechar por este detalle que había sido una mujer. Tenía todavía la manta en su bolso y convinimos en que la haría desaparecer. Estaba terriblemente nerviosa y creí que no resistiría ese primer encuentro con Petersen. Yo sabía que si Petersen se centraba en ella estaba perdida. Y sabía que para instalar la teoría de la serie debía proporcionarle cuanto antes un segundo asesinato. Afortunadamente usted me había dado en esa primera conversación que tuvimos la idea que me faltaba, cuando hablamos de crímenes imperceptibles. Crímenes que nadie viera como crímenes. Un crimen verdaderamente imperceptible, me di cuenta, no necesita ser ni siquiera un crimen. Pensé de inmediato en la sala de Frank. Yo veía salir cadáveres cada semana de allí. Sólo necesité procurarme una jeringa y, como adivinó Petersen, esperar con paciencia a que apareciera el primer muerto en el cuarto del pasillo. Fue un domingo, mientras Beth estaba de gira. Era perfecto para librarla a ella de sospechas. Me fijé en la hora que habían anotado en la muñeca, para asegurarme de que me diera también a mí una coartada, y clavé en el brazo de ese cadáver la jeringa vacía, sólo para dejar una marca. Esto era lo más lejos que me proponía llegar. Había leído en mi pequeña investigación sobre crímenes irresueltos que los forenses sospechaban desde hacía un tiempo la existencia de una sustancia química que se disipa en pocas horas sin dejar rastros. Esa sospecha era suficiente para mí. Además se suponía que mi criminal debía estar lo bastante preparado como para desafiar también a la policía. Ya tenía decidido que el segundo símbolo sería el del pez, y que la serie debía ser la de los primeros números pitagóricos. Apenas salí del hospital dejé un mensaje similar al que había descripto para Petersen pegado en la puerta giratoria del Instituto. El inspector llegó a reconstruir esta parte y creo que sospechó durante un tiempo de mí. Fue a partir de esa segunda muerte que Sacks empezó a seguirme a todos lados.

– Pero en el concierto usted no pudo hacerlo; ¡usted estaba junto a mí! -dije.

– El concierto… el concierto fue la primera señal de lo que más temía. La maldición que me persigue desde siempre. Dentro de mi plan, yo estaba esperando que se produjera un accidente de tránsito exactamente en el lugar que eligió Johnson para despeñarse. Era el lugar donde yo mismo me había accidentado y la única posibilidad que se me ocurría para el tercer símbolo de la serie, el triángulo. Pensaba enviar un mensaje a posteriori que reclamara ese accidente vulgar como un crimen, un crimen que había llegado a la máxima perfección: la de no dejar ningún rastro. Esa había sido mi elección y esa hubiera sido la última de las muertes. Yo daría a conocer inmediatamente después la solución de la serie que yo mismo había iniciado. Mi supuesto contrincante intelectual admitiría que estaba derrotado y desaparecería en silencio o dejando quizá algunas pistas falsas para que la policía persiguiera todavía durante algún tiempo a un fantasma. Pero entonces, ocurrió lo del concierto. Era una muerte y yo estaba buscando muertes. Desde donde estábamos parecía realmente que alguien lo estuviera estrangulando. No era difícil creer que estábamos presenciando un asesinato. Pero quizá lo más extraordinario es que aquel hombre que moría había estado tocando el triángulo. Parecía una señal benévola, como si mi plan hubiera sido aprobado en una esfera más alta y la vida me allanara el camino. Como le dije, nunca supe leer los signos del mundo real. Creí que podía tomar para mi plan aquella muerte y mientras usted corría con los demás al escenario, me aseguré de que nadie se estuviera fijando en mí y recorté del programa las dos palabras que necesitaba para armar el mensaje. Después simplemente las dejé sobre mi asiento y caminé detrás de usted. Cuando el inspector nos hizo señas y vi que se acercaba por el otro extremo de la fila a nosotros, me detuve a propósito antes de llegar a mi asiento, como si me hubiera paralizado la sorpresa, para que fuera él mismo quien los alzara. Fue mi pequeño acto de ilusionismo. Por supuesto había tenido, o suponía que había tenido, una ayuda extraordinaria del azar, porque incluso estaba allí Petersen para presenciarlo todo. El médico que subió al escenario dijo lo que para mí era obvio: había sido un paro respiratorio natural, a pesar de su apariencia tan dramática. Yo hubiera sido el primer sorprendido si la autopsia revelaba algo extraño. Sólo me quedaba entonces el problema, que ya había resuelto una vez, de convertir una muerte natural en un crimen y deslizar una hipótesis convincente para que también Petersen integrara naturalmente esa muerte a la serie. Esta vez era más difícil, porque no podía acercarme al cadáver y, digamos, apretar mis manos alrededor del cuello. Recordé entonces el caso del telépata. Sólo se me ocurría algo así: insinuar que podría haberse tratado de un caso de hipnotismo a distancia. Sabía sin embargo que sería casi imposible convencer a Petersen de esto, aún si le hubieran quedado dudas sobre el crimen de Mrs. Crafford: no estaba, por decirlo así, dentro de la estética de sus razonamientos, en su entorno de lo verosímil. No hubiera sido para él un argumento plausible, como diríamos en matemática. Pero finalmente nada de esto fue necesario: Petersen aceptó sin problemas una hipótesis para mí mucho más burda, la del ataque relámpago por atrás. La aceptó, pese a que estaba en el concierto y vio lo mismo que nosotros: que a pesar de la teatralidad de la muerte, no había nadie más allí. La aceptó por la misma razón humana de siempre: porque quería creer. Quizá lo más curioso es que Petersen ni se detuvo a considerar la posibilidad de que se tratara de una muerte natural: me di cuenta de que si alguna vez había dudado, ahora ya estaba totalmente convencido de que perseguía a un asesino serial y le parecía perfectamente razonable encontrar crímenes a cada paso, incluso la única noche que salía con su hija a un concierto.

– ¿No cree que pudo haber sido Johnson el que atacó al músico, como piensa Petersen?

– No, no lo creo. Eso es solamente posible desde la argumentación de Petersen. Es decir, si Johnson hubiera planeado también la muerte de Mrs. Eagle-ton y la de Clark. Pero hasta la noche del concierto era muy difícil que Johnson pudiera hacer la conexión correcta entre las primeras dos muertes. Yo creo que esa noche Johnson vio, como yo, una señal equivocada. Tal vez ni siquiera presenció la muerte: se suponía que debía quedarse a esperar a los chicos en el ómnibus. Pero al día siguiente seguramente leyó en el diario la historia completa. Vio la serie de símbolos, una serie de la que él sabía la continuación. Había estado leyendo fanáticamente sobre los pitagóricos y sintió, como yo, que desde alguna esfera superior le daban una posibilidad para su plan. El número de chicos del equipo de básquet coincidía con el número del Tetraktys . A su hija le quedaban apenas cuarenta y ocho horas de vida. Todo parecía decirle: esta es la oportunidad y es la última oportunidad. Esto es lo que trataba de explicarle en el parque, la pesadilla que me acompaña desde la infancia: las consecuencias, las derivaciones infinitas, los monstruos que producen los sueños de la razón. Sólo quería evitar que ella fuera a prisión y ahora llevo once muertes sobre mí.

Quedó en silencio por un instante, con la mirada perdida en la ventana.

– Todo este tiempo usted fue mi medida. Sabía que si lograba convencerlo a usted sobre la serie también convencería a Petersen, y sabía también que si algo se me escapaba era posible que usted me lo señalara con anticipación. Pero quería a la vez ser justo con usted, si esa palabra tiene sentido, darle todas las posibilidades para que pudiera descubrir la verdad… ¿Cómo se dio cuenta finalmente? -me preguntó de pronto.

– Recordé lo que dijo esta mañana Petersen, que es difícil saber lo que haría un padre por una hija. El día que los vi juntos a usted y a Beth en el mercado me había parecido advertir una relación extraña entre los dos. Me había intrigado sobre todo que ella se dirigió a usted como si requiriera aprobación para su casamiento. Me pregunté si era posible que usted hubiera encubierto con una serie de crímenes a una persona a la que ni siquiera veía con demasiada frecuencia.

– Sí, aun en su desesperación supo perfectamente dónde ir a golpear. No sé en realidad, y no creo que nunca lo sepa, si es cierto lo que ella piensa. No sé qué pudo haberle contado su madre sobre nosotros. Nunca me había dicho nada antes sobre esto. Pero quizá para asegurarse de que la ayudaría jugó su carta extrema. -Buscó en el bolsillo interior de su saco y me extendió un papel doblado en cuatro. Hice algo terrible, decía la primera línea, en una caligrafía curiosamente infantil. La segunda, que parecía haber sido agregada en un rapto de desesperación, decía en caracteres grandes y desolados: Por favor, por favor, necesito que me ayudes, papá.

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