Tomé el Oxford Tube a Londres y pasé dos días caminando por la ciudad, bajo un sol suave y amable, como un turista agradablemente perdido. El sábado compré el Oxford Times, que anunciaba en un recuadro pequeño el funeral de Mrs. Eagleton y hacía una breve revisión de los hechos sin dar ningún otro detalle nuevo. El domingo toda referencia al caso había desaparecido. Elegí en Portobello Road, pensando en Lorna, un ejemplar algo polvoriento pero bien conservado de las memorias de Lucrecia Borgia, y tomé el último tren nocturno de regreso a Oxford. En la mañana del lunes salí todavía algo dormido hacia el Instituto. En la entrada de Cunliffe Close, tendido sobre el pavimento, vi un animal que un auto había atropellado seguramente por la noche. Tuve que pasar muy cerca de él. Era un animal que nunca había visto en mi vida y apenas pude reprimir una arcada. Parecía alguna variedad gigantesca de rata, con la cola larga y oscura que flotaba en la sangre. La cabeza había quedado totalmente aplastada, pero todavía sobresalía el hocico, con las fosas nasales muy abiertas, que hacían recordar las de un chancho. A la altura de lo que había sido el estómago, como de una bolsa destrozada, asomaba la protuberancia inconfundible de lo que debía ser una cría. Apuré el paso involuntariamente, tratando de huir de aquello que de todos modos ya había visto y del horror violento, casi inexplicable, que me había causado. Durante todo el camino luché por deshacerme de esa imagen. Subí, como si llegara a un refugio, los escalones del Instituto de Matemática. Cuando empujé la puerta giratoria me encontré con un papel pegado con cinta scotch contra el vidrio. Vi antes que nada el pez, en posición vertical, un dibujo esquemático en tinta negra, que parecía hecho a partir de dos paréntesis enfrentados. Arriba decía, con letras recortadas de diarios: El segundo de la serie. Radcliffe Hospital, 2.15 p.m.