– León… -farfullo.
Quiero decirle que lamento su historia, que me parece terrible, que yo nunca le tendré miedo, que, sí me deja, le cuidaré cuando tenga un ataque. Pero temo que mis palabras le molesten, que le parezcan conmiserativas, que se rompa el delicado vínculo de afecto que nos une, que se enfríe esta cálida complicidad recién establecida; así es que sólo repito una vez más su nombre, ese vocablo que me acaricia la lengua y que da vueltas en mi boca como un dulce:
– León…
El no dice nada. Me mira oscuramente bajo su denso ceño, me mira como si quisiera tocarme con los ojos. Pero ¿tocarme para qué? ¿Para atraerme hacia él o para apartarme? Su mirada duele, su mirada arde sobre mi piel y va dejando un rastro de quemaduras.
– Siempre supe que eras una mujer -dice en voz muy baja, en voz muy ronca-. Desde que te traje en brazos, cuando te hirieron.
– Y ¿por qué… por qué no dijiste nada, por qué me dejaste seguir con el engaño?
– Todos tenemos cosas que ocultar… Y, como puedes imaginar, yo sé respetar esos secretos.
Estamos los dos sentados en el suelo, el uno enfrente del otro. Demasiado lejos. Aunque me estire hacia delante, si no me levanto y cambio de posición, no puedo rozarle. Y quisiera hacerlo. ¡Necesito tocarle! Todo mi cuerpo tiende hacia él, toda mi piel me empuja, como si yo fuera uno de esos hierros temblorosos atraídos por las emanaciones de la piedra imán. Pero no me muevo. Me quedo totalmente quieta, entregada, una mosca atrapada en una tela de araña.
León, sin levantarse, se impulsa con los brazos y se desplaza sobre el suelo, salvando la pequeña distancia que nos separa. Ahora está muy cerca. Noto el calor de su aliento, el rico olor a potro de su cuerpo. Sus manos se posan en mis hombros y sé que va a besarme: el pecho me estalla de ansiedad y del más gozoso deseo de aniquilación. Siento que me deshago, lloran mis entrañas lágrimas viscosas, quiero que me devore y que me rompa, quiero dejar de ser yo y meterme debajo de su piel.
Entonces caen sus labios sobre mí y me abren, las lenguas entrechocan, las salivas se mezclan, las ropas se desgarran y los cuerpos se embisten con una necesidad desesperada. Nos frotamos y apretamos hasta alcanzar los pliegues más recónditos, aún más cerca, aún más dentro, hasta llegar a tocarnos el corazón. Me tumba sobre el suelo, separa mis piernas con sus piernas, me cubre por entero, llena hasta mi último resquicio con la enardecida entrega de su carne, somos una sola criatura con dos cabezas y yo siento que me muero y soy feliz.
Pero sigo viva. Abro los ojos, maravillada de encontrarme entre los brazos de León. Ahora, después de la cegadora explosión de los sentidos, puedo empezar a apreciar los detalles de su cuerpo. Este pecho denso, amplio, mullido, este cuello rotundo clavado entre los hombros. No sé si es verdaderamente bello, pero hoy me parece tan hermoso que casi me duele contemplarlo. Me miro a mí misma: los senos pequeños, la complexión delgada y huesuda, las cicatrices de distintos tonos, dependiendo de los años transcurridos desde la herida: rosada en el hombro, tostada en la cadera, anaranjada en el tórax. Retorcidas cuerdas de carne que me afean. ¿Cómo puedo gustarle? Me estremezco y tiro de la piel de borrego para taparnos. No quiero que me vea.
– ¿Tienes frío? -susurra León junto a mi oreja.
Y me aprieta contra él mientras me acaricia con ternura. Olemos intensamente a mar, a brezo, a monte mojado por la lluvia. Nuestros cuerpos duelen, manchan, resbalan en la dulce humedad del sudor compartido. Aquí estamos, bajo el cobijo de la manta de piel, en una intimidad de animales distintos refugiados en la misma madriguera. Es un milagro.
Hace tres semanas que llueve sin parar. Es el llanto de los cielos por el fin del mundo. Todo se estropea, todo se derrumba, todo acaba. Ricardo Corazón de León ha muerto. Fue herido en el hombro con una flecha mientras sitiaba el castillo de un conde francés. El noble y valiente Ricardo, el guerrero impecable, ha sido abatido a traición por un tiro de ballesta. La herida se emponzoñó y la podredumbre acabó invadiendo su cuerpo. Mandó llamar a su madre, que acudió a toda prisa. A los cuarenta y un años y sin hijos, el gran Ricardo falleció en los brazos de Leonor. La corona de Inglaterra ha pasado a su hermano Juan Sin Tierra, un individuo enloquecido, cruel y sanguinario. Dicen que la Reina, enferma de dolor, quiere recluirse en la abadía de Fausse-Fontevrauít.
Ahora mismo, desde la ventana de nuestra casa, estoy viendo el repugnante espectáculo de los flagelantes. Que es otro de los síntomas de la época en que vivimos, otro de los signos de nuestro pequeño Apocalipsis. Ahí abajo están, cubriendo la calle: un tropel de enfebrecidos fanáticos. Son unos doscientos, todos varones. Se enrolan por treinta y tres días, en alusión a los años de Cristo. Durante ese tiempo no pueden bañarse, ni afeitarse, ni cambiarse de ropa, ni dormir en un lecho, ni yacer con mujer. Tres veces al día se ponen en círculo, se desnudan hasta la cintura y se azotan salvajemente las espaldas con látigos de cuero rematados en puntas de hierro. Como ahora. Escucho el sonido seco de los zurriagazos, los gemidos involuntarios que algunos emiten, los alaridos de sus invocaciones mientras se flagelan:
– ¡Sálvanos, Señor!
SÍ una mujer o un cura atraviesan el círculo, la ceremonia del dolor tiene que volver a recomenzar. Los flagelantes van recorriendo los pueblos con sus modos feroces, y entran en las iglesias, saquean altares, interrumpen misas; dicen que incluso han lapidado a unos cuantos clérigos que intentaron oponerse a su avance depredador. Dan asco y dan miedo: desde aquí arriba veo sus espaldas sanguinolentas y la ciega furia con la que se golpean. Espero que se marchen pronto de la ciudad.
La guerra marcha mal. Muy mal. A decir verdad, la hemos perdido. El joven Trencavel ha huido y se ha exiliado en la corte del Rey de Navarra, que sigue apoyando a los cátaros y las formas de vida provenzales. Y el también joven conde de Tolosa, Raimundo VII, se ha sometido al Rey de Francia. Ha tenido que humillarse públicamente en la nueva catedral de Notre-Dame, en París. Tumbado en el frío suelo ante el altar, ha sido obligado a pedir perdón a la Iglesia y ha recibido unos cuantos azotes penitenciales. Ya no queda nadie que nos defienda. Las ciudades se van entregando sin lucha a los ejércitos cruzados, a medida que éstos avanzan. Acabamos de saber que el enemigo ya está cerca de aquí, de modo que nosotros tendremos que volver a marcharnos. Buscaremos algún escondite donde cobijarnos… Un lugar perdido al que no llegue el largo brazo de la represión eclesial, si es que tal sitio existe.
– ¡Perdónanos, Señor!
Los flagelantes prosiguen con su rítmico golpear y su griterío. Me producen náuseas. Son la avanzadilla del oscuro mundo que nos espera. Un mundo quizá mucho más tenebroso de lo que jamás hemos llegado a imaginar, ni aun en la peor de nuestras pesadillas. Hoy Nyneve regresó a casa tan temblorosa y pálida que por un momento creí que había enfermado con las fiebres. Pero no. Venía descompuesta por las últimas noticias:
– El Papa ha creado el Santo Tribunal de la In quisición… Ahora que ya ha vencido militarmente a sus enemigos, el Sumo Pontífice quiere acabar con ellos también civil y socialmente, persiguiéndolos y arrancándolos de sus hogares, quemándolos de uno en uno… -dijo con amargura.
– Pero ¿qué es eso de la Inquisición?
– Es un proceso judicial, como los que se aplican contra los criminales, pero especial, porque sólo persigue a los que piensan distinto… El procedimiento se llama Inquisitio heretice pravitatis, es decir, «Encuesta contra la perversidad hereje»… Una vez que el ejército ha pasado y los pueblos se han rendido, llega otra tropa de escribas y notarios, dirigida por unos cuantos frailes inquisidores y reforzada por soldados. Esta tropa se instala en la localidad y obliga a todo el pueblo a confesarse. Luego esas confesiones son utilizadas como declaraciones judiciales para procesar a los supuestos herejes. Todos los cristianos están obligados a denunciar a los varones mayores de catorce años y a las mujeres mayores de doce. Los inquisidores ya han limpiado decenas de localidades de este modo y han quemado a centenares de personas.
Pienso ahora en la diminuta Violante y en su madre, la matriarca catara, y siento un pellizco de angustia: ¿qué habrá sido de ellas? ¿Habrán caído en manos de los verdugos?
– ¿Sabes quiénes llevan el Tribunal de la Inquisi ción? Los dominicos. El Papa ha confiado esta persecución feroz a los frailes de la Orden del Hermano Domingo… Y son tan crueles y tan implacables que el pueblo ha empezado a llamarles los Domini canes, los perros del Señor -añadió mi amiga.
Y luego, para mi sorpresa y mi total congoja, mi querida Nyneve se puso a llorar. Caían las lágrimas libremente por sus mejillas, y sus anchos hombros de matrona se agitaban sacudidos por los sollozos. No he sabido qué hacer. No estoy acostumbrada a su debilidad y, sobre todo, no estoy acostumbrada a su derrota.
Lloran los cielos su lluvia incesante, llora Nyneve sus sollozos de duelo, lloran las víctimas sus lágrimas finales, evaporadas por el ardiente aliento de la pira, pero yo, me avergüenza decirlo, tengo el ánimo colmado de alegría. Vivo disociada entre el horror del mundo y mi Avalon secreto, el Edén de los brazos de León, del amor de León, de su ternura, de lo que me cuenta y lo que creo adivinarle, de lo que le digo y lo que él me intuye; de sus palabras, que son tan atractivas como su sexo, y de su cuerpo, que es tan elocuente como sus palabras. Nunca he querido a nadie como le quiero a él y no comprendo cómo he podido vivir sin él hasta ahora.
Amor: sueño que se sueña con los ojos abiertos. Dios en las entrañas (y que Dios me perdone). Vivir desterrado de ti, instalado en la cabeza, en la respiración, en la piel de otro; y que ese lugar sea el Paraíso.
Hace dos días León me confesó el secreto de esa cosa que lleva escondida en una jaula. De esa criatura enigmática que rasguña y se agita en la oscuridad:
– Es un basilisco. Por eso no debes quitar nunca el lienzo que lo cubre.
– ¿Un basilisco? No sé muy bien cómo es…, pero pensaba que era un animal inventado, inexistente…
– Oh, no, ya lo creo que existe. Es el producto de un huevo de gallina empollado por una serpiente. Tiene el tamaño de un gato, pero su aspecto está a medio camino del gallo y del lagarto. Y tiene un terrible poder: su mirada mata a los humanos. También marchita árboles y fulmina a los pájaros en pleno vuelo.