El silencio está poblado de rumores, de chasquidos de ramas, del siseo escurridizo de pequeños bichos que se arrastran. Súbitamente, los matorrales se agitan a mi izquierda. Es un ruido violento, un fragor de chubasco, la intuición de algo grande que se acerca. Me quedo sin respiración, segura de no poder soportar lo que imagino: que las ramas se abren y aparece la calavera luminosa y horrenda de un espectro. Y, en efecto, Dios mío, la hojarasca se vence y asoma junto a mí una cabeza demoníaca, negra como la pez, con los ojos amarillos del Maligno. El aire se me escapa de los pulmones con un grito. Creo morir, o quizá quiero morir, con tal de no ver. Pero el tiempo transcurre sin que suceda nada y al fin veo. La luz iridiscente de la luna me permite reconocer los contornos hirsutos, los lustrosos colmillos, el hocico prominente e inquisidor. Es un jabalí. ¿O quizá es Satán disfrazado de puerco? No, es un verdadero jabalí. Huelo el tufo de su aliento y percibo su miedo. La bestia me teme, igual que yo a ella. Durante unos instantes permanecemos quietos, contemplándonos. Sus ojillos brillantes me atraviesan con una mirada feroz pero más compasiva que la mirada verde del caballero. Podría desgarrarte con mis colmillos, pero no quiero, me parece entenderle; los dos estamos solos, pequeño escuerzo humano, los dos somos criaturas perseguidas" en la noche. De pronto, ya no está. Su cabezota ha desaparecido y sólo queda el rumor de las ramas al enderezarse. Me llevo la mano al pecho, intentando calmar mi corazón. Mi cuerpo está agitado, pero mi mente, cosa extraña, está más serena de lo que estaba antes de la aparición del animal. Ahora creo saber lo que voy a hacer. He tomado una decisión. El miedo puede ser un antídoto del miedo.
Entonces me levanto. Camino ligera y sigilosa por los montes plateados. Atravieso las eras roturadas del amo y llego a nuestra pequeña tierra. Y entro en el vecino y abandonado campo de batalla. El olor estancado de la carnicería me inunda las narices y la garganta, y espesa mi saliva con un sabor a náusea. A la luz de la luna, los cuerpos rígidos de hombres y jumentos parecen rocas retorcidas de un paisaje fantástico. Camino entre los cadáveres intentando no pisar con mis pies desnudos las piltrafas de carne, los cuajos de sangre. Intentando no pensar en lo que estoy haciendo. El caos y la urgencia del final del combate han impedido que los vencedores recojan el botín; sin duda regresarán mañana a la luz del día para desnudar a los vencidos, pero por ahora los muertos siguen conservando todas sus armaduras y sus armas. Procuro no mirarles a ía cara, pero a veces les veo y parecen gritarme. De sus bocas abiertas y crispadas pueden salir en cualquier momento sus ánimas malditas, dispuestas a perseguirme y atormentarme. Me detengo y vomito. El aire también parece coagulado, este aire apestoso y mortífero que envenena mis pulmones. Rebusco durante un rato intentando respirar lo menos posible, y al cabo encuentro un cuerpo que parece ser de mi tamaño y cuya armadura se halla en buen estado. Tiene el yelmo hendido por un tajo que le parte la cara hasta la mejilla; el corte es de una negrura tenebrosa bajo la luz lunar, un fulgor de seca oscuridad que ocupa todo el lado izquierdo de su rostro, el lugar donde antaño existió un ojo. El otro lado es suave y delicado bajo los tiznones de la sangre: es un guerrero muy joven. Con pulso tembloroso le desato el cinturón de caballero, del que todavía penden la daga y el hacha de guerra, e intento abrirle los dedos engarriados para liberar la espada de su mano. Tardo muchísimo. Aún me demoro más para sacarle la desgarrada sobreveste, bordada con pequeños tréboles azules sobre un fondo amarillo. No sabía que me iba a costar tanto trabajo desnudarle: el cuerpo está rígido, encogido sobre sí mismo, petrificado en la postura de un niño que duerme. Le arranco las manoplas, las espuelas, las botas de cuero y las brafoneras que cubren sus piernas. Tengo que estirar sus brazos con un sordo chasquido para poder extraer la larga cota de malla. Desato las lazadas de su almilla acolchada y se la quito. Por la camisa abierta se entrevé su pecho blanco y suave, carente de vello, cruzado por los oscuros verdugones de los golpes. No puedo aprovechar el casco ni el almófar de malla que protegen su cuello y su cabeza porque están partidos por el tajo y sus rebordes se han hundido en el cráneo. Busco a mi alrededor y encuentro otro cadáver al que le falta un brazo, pero que conserva el yelmo intacto: es un hombre barbudo de ojos desorbitados. Le pelo la cabeza como quien pela una naranja, mientras intento mirar para otro lado. Recojo mi botín venciendo las arcadas y salgo del campo de batalla a trompicones, corriendo y tropezando, tambaleándome bajo el peso de mi carga.
Me detengo en el pequeño pedazo de tierra pedregosa que hace unas horas araba con mi hermano y comienzo a vestirme. Las medias de malla, las botas, que me vienen un poco grandes y que aun así son un tormento para mis pies desacostumbrados al encierro; el gambax: acolchado, que coloco encima de mi camisa; la pesada loriga metálíca, larga hasta las rodillas; la sucia cota de armas con sus bordados heráldicos de tréboles. Me ciño el cinturón y encajo la espada en su vaina labrada. Lo cual es muy difícil, porque la espada es grande y la vaina es estrecha. Saco la daga del cinto y me corto los cabellos a la altura de la nuca: mi hermosa y larga melena se enrosca en el suelo como un animalejo malherido. Con cierta repugnancia, me ajusto la cofia de tela que le he quitado al barbudo, y luego introduzco mi cabeza por el largo y frío tubo del almófar. Después me calo el yelmo, que me queda holgado, y meto las manos en los guanteletes. Ya está. Ahora soy en todo semejante a un caballero. Avanzo unos pasos, la espada se me enreda entre las piernas y casi doy de bruces. Recoloco el cinturón intentando dejar la zancada libre y suspiro para disolver la opresión de mi pecho: cuesta respirar con tanto metal encima. La cota de malla tira de mi cuerpo hacia la tierra, como si llevara sobre mis hombros todo el peso del cielo. Por fortuna soy fuerte, por fortuna soy alta: será más fácil que mí impostura triunfe. Escondida dentro de mis nuevos ropajes, me siento más segura, protegida, porque es una desgracia ser mujer y estar sola en tiempos de violencia. Pero ahora ya no soy una mujer. Ahora soy un guerrero. Un terrible gusano en capullo de hierro, como le oí cantar un día a un trovador.
Voy por los caminos buscando a mi Jacques. He bebido en una fuente recubierta de musgo. He comido un poco de pan y de cebolla que han compartido conmigo unas campesinas, asustadas al verme aparecer toda cubierta de hierro. Me he sentido agradecida por su ofrenda, pero, sobre todo, me he sentido poderosa. Un sentimiento confortable y un poco sucio. Pobres mujeres: me senté junto a ellas en la fuente y se apresuraron a ofrecerme su magra comida. Ahora llueve y llueve. Se diría que lleva diluviando toda la vida. Los caminos están atestados. Campesinos que fluyen, soldados en desbandada, caballeros sin caballo, como yo. El castillo del señor de Abuny está en llamas. Dicen que el amo ha muerto y que su hijo se ha lanzado a un combate suicida para vengarle. Los hombres de hierro caminan arrastrando los pies, heridos, sucios, abollados, sin cascos, sin manoplas, con las mallas enmohecidas por la lluvia. También mi armadura se está herrumbrando. Rechino al caminar y todo me pesa. El agua se cuela entre los anillos metálicos de la loriga y empapa el acolchado de mi almilla. Tengo hambre y tengo frío. Me dirijo a la fortaleza del conde de Gevaudan, donde se está preparando una gran batalla. Espero encontrar allí a mi padre y a mi hermano. Espero, sobre todo, recuperar a Jacques.
En medio del tumulto y del aguacero casi nadie me mira, pero un clérigo barrigón montado en una muía lleva demasiado tiempo cerca de mí. Aunque me adelantó por primera vez hace ya un buen rato, luego me!o volví a encontrar. Estaba detenido a un lado del camino, una pausa aparentemente sin sentido bajo la lluvia; y, cuando le sobrepasé, se puso nuevamente en marcha detrás de mí. Tengo la sensación de que me está siguiendo y no me gusta. Es un tipo redondo y malencarado; una cicatriz le parte la ceja y lleva un gran cuchillo atado a la cintura. Me detengo de repente, para ver qué hace y porque no quiero llevarle a mis espaldas. El clérigo pasa a mi lado sin pararse pero me lanza una mirada oblicua y penetrante. Le observo desaparecer camino adelante, mecido por el cansado paso de su muía. Estoy viendo visiones, me digo; me estoy asustando sin razón. Pero el miedo aprieta mi estómago vacío. La negra y peligrosa noche se aproxima, la noche de mi primer día como caballero. Tengo que buscar donde dormir.
– ¡Raymond!
Un grito desgarrado me sobresalta. Un grito desesperado de mujer. Miro alrededor y la descubro: es una dama mayor de pelo gris que viene en dirección contraria en un carro entoldado.
– ¡Raymond! -vuelve a llamar, mientras intenta descender de la galera antes incluso de que el cochero pare.
La robusta sirvienta que la acompaña salta con premura de su mulo y la ayuda a bajar. La dama se desembaraza de su apoyo solícito y echa a correr pisando los charcos embarrados. Echa a correr, ahora me doy cuenta, en dirección a mí. La sorpresa me paraliza. Ella se acerca con los brazos extendidos, la expresión anhelante. Llega frente a mí y se detiene en seco, como si hubieran golpeado su frente con un mazo. Sus brazos descienden lentamente en el aire. Su barbilla tiembla.
– Tú no eres… -la boca se le frunce, ahogando sus palabras.
Sus ojos son dos agujeros negros en los que puedo caerme. Guardo silencio.
– Entonces…, entonces mí hijo ha muerto.
La sirvienta nos ha dado alcance; junta sus anchas y estropeadas manos y empieza a lamentarse sonoramente.
– Ay, Señora, ay, Señora…
– ¡Calla! -ruge la dama con voz perentoria, una voz plena y segura, aunque en sus mejillas las lágrimas se confunden con las gotas de lluvia.
La sirvienta encoge la cabeza entre los hombros y continúa gimiendo quedamente, como un perro apaleado por su amo.
– Llevas sus armas, llevas nuestros colores.
Sin poder evitarlo, me miro la ropa: la sobreveste amarilla bordada de tréboles.
– Sabía que había muerto. He sentido el frío en el corazón. Porque ha muerto, ¿verdad? -insiste con una pequeña chispa de esperanza en los ojos, apenas una brizna de luz, un destello loco.
Recuerdo la cabeza partida del muchacho y asiento sin despegar los labios.
La dama aprieta los párpados y se tambalea. La sirvienta alarga su manaza para sostenerla, pero la Señora vuelve a rechazarla y se endereza. Escruta mi rostro con ojos suspicaces y duros. Mi rostro manchado de hollín y de barro.