Tiene mala cara. Está pálido y su aspecto es tenso y fatigado.
– No, nada. Lo siento. Lo de Fuego. Ten, es para ti -dice abruptamente, dejando caer el paquete en mi regazo.
Es pesado, sorprendentemente pesado para su tamaño. Y también es duro. Cojo el bulto, desato las correas, abro el envoltorio.
Es un caballo.
Los ojos se me llenan de lágrimas. Ahora que soy mujer, ¿puedo permitirme llorar? ¿O tendré que pagar por ello un precio demasiado elevado? Contengo esta humedad, esta blandura, esta fragilidad. La garganta me duele y los ojos me escuecen, pero no se desbordan.
Es un hermoso caballo de hierro forjado. Un caballito inocente recortado en chapa, con el cuello arqueado, la grupa poderosa, las patas articuladas y asidas con clavos. Un vástago metálico le sujeta por la tripa a una peana. Es un trabajo primoroso.
– ¿Lo has hecho tú? -pregunto estúpidamente, luchando contra la ronquera de mis emociones.
– Sí. Claro.
Carraspeo, tomo aire, intento serenarme.
– Es precioso. Muchas gracias.
Con el rabillo del ojo veo que la mano del herrero se alza en el aire, como si fuera a tocarme. Pero a medio camino la deja caer. El hombre da media vuelta, dispuesto a irse.
– ¡León!
Se detiene y me mira con expresión sombría.
– Es…, es un trabajo tan delicado. Muy hermoso… León, a ti te gusta lo hermoso, ¿verdad?
Pero ¿qué le estoy diciendo? El herrero parece inquieto, tal vez desconcertado. Y yo no sé parar, no sé qué digo.
– Eres un buen artesano… Quiero decir que eres un artista… Por fuerza te tienen que gustar las cosas bellas. Las mujeres bellas como Alina…, cuerpos jóvenes, sin marcas…
León me mira con ojos desorbitados y se pasa la mano por la cara.
– Tengo que irme -dice bruscamente, dándome la espalda.
¿Qué he hecho? Estoy loca, soy necia, le he asustado, le he decepcionado con mis insensateces. Me levanto de un salto y salgo detrás de él.
– ¡Espera, por favor!
Pero el herrero aprieta el paso, corre, huye de mí.
– León, por favor, lo siento, estaba diciendo tonterías…
Le alcanzo en la escalera, le agarro del brazo.
– ¡Déjame en paz! ¡Suéltame! ¡Vete! -ruge el herrero con una violencia inusitada que me hiela la sangre.
Y me empuja, este energúmeno me empuja con toda su fuerza de coloso, me da un empellón que me tira de bruces, que casi me hace rodar escaleras abajo. Aún en el suelo, le veo entrar atropelladamente en su cuarto y entornar la puerta detrás de él. Escucho su berrear colérico, el retumbar de un golpe pesado, extraños y amedrentadores ruidos. No entiendo qué sucede. Me levanto y me acerco cautelosamente a la puerta entreabierta. Los incomprensibles ruidos continúan. Necesito saber qué está pasando y, al mismo tiempo, el misterio me aterra. Estiro la mano y rozo la hoja de madera. Siento miedo. Y una curiosidad punzante. Aguanto la respiración y empujo la puerta poco a poco. Y poco a poco voy viendo el horrible espectáculo. León está en el suelo con los ojos en blanco, el rostro amoratado, el cuerpo sacudido por convulsiones terribles. Sus piernas y brazos se retuercen, su espalda se arquea de manera penosa, de su boca espantosamente deformada sale una espuma amarillenta. Me recuerda a aquella mujer que quiso asesinar a Dhuoda y que murió al ponerse la capa emponzoñada. ¿Acaso se ha envenenado León? Pero no, él quería esconderse, él me ha empujado, él sabía lo que iba a suceder… y esto explícalos golpes y los ruidos de las otras veces… Esos ojos en blanco, esas babas repugnantes, esa expresión perversa y demoníaca… Está poseído por el Diablo, ¡es un juguete en manos de Satanás! Me persigno, caigo de rodillas, Dios Todopoderoso, sálvanos del Maligno…
– ¿Qué sucede? -dice Nyneve, apareciendo en la puerta.
– ¡Está endemoniado, está endemoniado, el herrero está endemoniado!
– ¡León!
Mi amiga se arroja sobre el cuerpo del herrero, intentando sujetar sus agitados miembros.
– ¡Tráeme unas ramas, Leola! ¡Pequeñas!
– Está endemoniado… -repito, sin demasiada convicción.
– ¡Idiota! Haz lo que te digo, ¡corre!
Corro. Traigo un puñado de ramas de la otra habitación.
– ¡Ayúdame! Hay que sacarle la lengua, para que no se la trague y no se ahogue… Y ahora le metemos esta rama entre los dientes… Así… ¡Procura cogerle las piernas! Que no se golpee… Yo intentaré protegerle el cuerpo y la cabeza…
Peleamos con él durante un rato: es un esfuerzo sobrehumano, porque León es un hombre muy vigoroso y su extraño ataque parece haber multiplicado su energía. Sudamos, jadeamos y recibimos algún que otro manotazo y rodillazo. Por fortuna, las convulsiones remiten pronto. Ahora el cuerpo de León está exangüe e inmóvil sobre el suelo.
– ¿Está muerto? -susurro.
– No… -resopla Nyneve-. No, sólo está exhausto. Como yo…
– ¿Qué… qué le ha sucedido?
Nyneve me mira frunciendo el ceño:
– ¿Qué era esa tontería que decías? El Diablo no tiene nada que ver con esto… Es una enfermedad del cuerpo. Una enfermedad muy extraña y muy antigua… Julio César, aquel caudillo de los romanos, también la tenía… Lo llaman el Gran Mal. Y no conozco para ello ninguna cura. No se puede hacer nada, salvo ayudarles para que no se dañen mientras sufren el ataque.
Pobre León. Un Gran Mal para su cuerpo grande.
– Y ahora, ¿qué hacemos? -pregunto.
– Nada. Dejémosle descansar.
Nyneve saca con cuidado la rama de la boca de León. Luego se levanta, coge la manta de borrego del camastro y la echa por encima del cuerpo inerte.
– Vamonos.
– No… Yo me quedo aquí un rato… por si nos necesita.
Nyneve se marcha y yo contemplo el pálido y desencajado rostro del herrero. Está tan indefenso y se le ve tan frágil, así, desmayado, con la huella del reciente sufrimiento marcada aún en la cara. De modo que era eso. Está enfermo. Me levanto, mojo el ruedo de mí falda con el agua del cántaro y limpio con cuidado las comisuras de su boca, manchadas de una telaraña de babas secas. Le lavo de la misma manera que él lavó el rostro de Alina, cuando le quitó la venda. Como quien lava a un niño. Siento que las lágrimas vuelven a asomarse al borde de mis párpados y esta vez no me contengo: él está inconsciente, yo estoy sola, nadie puede verme, nadie va a enterarse de esta debilidad. Lloro y las lágrimas, al caer, cosquillean sobre mis mejillas. Lloro y descubro que llorar es placentero.
Abro los ojos y, de primeras, no sé dónde estoy. Tumbada en el suelo. ¿Y qué hago durmiendo sobre un suelo de ásperos tablones, dónde me encuentro? Tengo sobre mí una piel de oveja, peluda y caliente. Saco el brazo por encima de la piel y asomo la cabeza. Y veo a León. Que me está mirando.
Ya me acuerdo de todo.
Me incorporo. El herrero sonríe. Un pequeño gesto cauteloso. Sé que me quedé al lado de León para cuidar sus sueños, después del ataque. Pero en algún momento debí de dormirme y los papeles se mudaron: el herrero despertó y se convirtió en el cuidador de su cuidadora. Incluso me cubrió con la misma piel con la que le habíamos cubierto. Miro hacia la ventana: a juzgar por la luz, debe de ser bastante temprano. Hemos pasado juntos toda la noche. León está sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Sus ojos grises reflejan el resplandor nublado del ventanuco y brillan como lajas de pizarra bajo la luna llena.
– ¿Estás bien? -musito.
– Sí… Viste lo que me pasó…
No es una pregunta, sino una constatación. Aun así, respondo:
– Sí.
– ¿Y qué crees que me pasó?
Bajo la cabeza, avergonzada. Y dispuesta a callar.
– Nyneve dice que es una dolencia muy antigua… Que también la padecía Julio César. Se llama el Gran Mal.
El herrero suspira aliviado:
– Bendito sea Dios… Entonces, no creéis que esté poseído por el Demonio…
Enrojezco:
– No, claro que no.
– ¿No os asusto? ¿No vais a denunciarme? ¿No me obligaréis a marcharme?
– ¡No, no! Por supuesto que no, León…
El herrero se tapa la cara con las manos durante unos instantes:
– Dios es misericordioso… -musita al fin.
– ¿Te lo han hecho muchas veces? ¿Denunciarte? ¿Echarte de donde estabas?
León se frota las manazas, como si no supiera muy bien qué hacer con ellas.
– Verás, Leola…, siempre he sido así. He tenido estos ataques desde que me recuerdo como persona. Mis padres me enseñaron a ocultarlos; y luego mis padres murieron y yo seguí mi vida, disimulando y escondiéndome. Sin embargo, no siempre puedes encubrir los temblores. Tenía diecisiete años cuando padecí un ataque en plena calle, y por desgracia coincidió con el paso del obispo. Dijeron que estaba endemoniado; un vecino que quería quedarse con la fragua que heredé de mi padre se prestó a servir de testigo, declarando contra mí fabulosas mentiras. Todo esto sucedió en Piacenza, lugar en el que nací, en una época en la que los obispos y la Comuna de la ciudad competían por adueñarse del poder. Yo quedé en manos de la Iglesia y fui arrojado a la picota… La picota de Piacenza es una estrecha jaula aérea, unos cuantos barrotes de hierro clavados en la fachada de la torre de la catedral… Está colgada allá arriba, en el exterior, en lo alto de la torre… Sin piso y sin techo, aparte del enrejado metálico. Me dejaron allí, a pan y agua, durante todo un año… A la intemperie, en la lluvia y el granizo, en el sol achicharrante, en la despiadada soledad del vértigo, del viento y de los cuervos. En la indefensión de mi enfermedad. Nadie aguanta en esa picota mucho tiempo: todos mueren a las pocas semanas. Pero pasaban los meses y yo seguía vivo… Al cabo, el podestá de la Comuna consiguió que me bajaran y me dejaran libre… En cuanto me recuperé lo suficiente como para poder andar, me marché de la Lombardía para siempre… Llegué hasta aquí atraído por la fama de tolerancia de los nobles occitanos, y es cierto que este mundo provenzal es más culto y más abierto. Pero, aun así, siempre escondo mi mal. Sé que asusto a los demás y temo dar miedo.
He escuchado todo su relato sin moverme, sin apartar los ojos de su cara, casi sin respirar, agudamente consciente del privilegio de estar oyendo sus revelaciones. Confía en mí. El reservado y siempre oculto León confía en mí y me está franqueando su intimidad. Me siento orgullosa y emocionada. Me siento tan cerca de él como jamás lo he estado de ningún otro hombre. Oh, sí: mi Jacques y yo estuvimos muy cerca, pero era otra cosa. En realidad con él no era una cuestión de cercanía, sino de mismidad. Éramos como hermanos, éramos un solo cuerpo dividido en dos. El herrero, en cambio, es alguien distinto. Muy distinto a mí. Pero, por encima de esa enorme diferencia que nos separa, creo que le entiendo. Le adivino. Cae mi alma hacia él, como caen del árbol las manzanas maduras. Siento un extraño sofoco, una languidez que me ablanda los huesos.