– Suena espantoso.
– Lo es, pero sobre todo para el pobre basilisco, que es una criatura amable de quien todos huyen y a quien todos persiguen… Por eso él y yo nos hemos hecho amigos… Ya sabes que a mí no me afecta el aojo, de modo que el basilisco no me hace daño. E incluso creo que, de su trato conmigo, va perdiendo poco a poco sus poderes letales… En cualquier caso, consintió que le metiera en una jaula y que le cubriera con un lienzo, para poder seguir junto a mí. Cuando estamos solos le saco de su encierro y se pasea un poco por la estancia, pero aun así su vida es bastante triste. Sin embargo, él ha escogido esto. Prefiere la amistad a la libertad e incluso a la luz y la visión.
Pobre bicho, rebullendo allá dentro, en su tapada jaula. Esta mañana oí cómo la criatura gañía y se agitaba, inquieta, en el interior de su encierro. Me acerqué y coloqué la mano sobre el paño que le cubre; y después me puse a cantar bajito una de las nanas que cantaba mi madre. El animal se tranquilizó y dejó de moverse. Espero haberle consolado un poco. Yo también soy como ese basilisco: estoy ciega y sorda a todo cuanto sucede. Sé que el mundo se derrumba y que en el aire vibra el acabóse, pero estoy con León. Y eso me basta.
Tras la derrota, sólo cabe huir o esconderse. O caer en manos del enemigo y sucumbir. A muchos les sucede. Muchos cátaros suben al patíbulo cantando, aunque sea con voces temblorosas, y fallecen dando fe del mundo que se extingue con ellos. Otros han huido a Italia o a los reinos de Aragón y de Navarra, donde todavía se les protege. También se dice que unos cuantos han sido acogidos, secretamente, en las fortalezas de los templarios. Y, además, los bosques y los montes están llenos de faydits, de caballeros fuera de la ley, que ahora son, en su inmensa mayoría, nobles occitanos derrotados por las fuerzas conjuntas del Papa y del Rey de Francia. Se ocultan en las zonas agrestes, como bandoleros, y atacan a los soldados del Rey con bien escogidas emboscadas, para luego retirarse velozmente. Apenas dañan a las aplastantes fuerzas de los vencedores, peto al menos les inquietan, les molestan, les impiden relajarse en su poder.
Huyendo de los Domini canes, nosotros hemos llegado a Montségur, un pequeño nido de águilas posado en la cima de los Pirineos. Es un castro de montaña, un pueblo fortificado dependiente del condado de Tolosa. Pertenece a Raimond, señor de Pereille. Cuentan que su madre, For-néira de Pereille, fue una matriarca albigense, y Raimond, en cualquier caso, ha acogido en su castro a la cúpula de la Iglesia hereje, a los obispos de Tolosa, de Agenais y de Razés, junto a un nutrido número de Buenos Hombres y Buenas Mujeres. Por ahora no nos molesta nadie: se diría que los vencedores se han olvidado de Montségur, quizá porque estamos muy lejos y muy arriba, en un enclave inaccesible y difícilmente atacable, y también en un lugar apartado de toda influencia. Arrinconados en este extremo del mundo, los obispos cátaros resultan tan poco peligrosos como si estuvieran encerrados en una mazmorra.
Madurez: atisbo de entendimiento del mundo y de uno mismo, intuición del equilibrio de las cosas. Acercamiento entre la razón y el corazón. Conocimiento de los propios deseos y los propios miedos.
– ¿Qué estás haciendo, Leola? -pregunta Violante, irrumpiendo en casa de modo repentino.
Oculto con la amplia manga de mi vestido el pergamino en el que estoy escribiendo.
– Preparo mis clases y estudio un poco -miento.
Observo que he vuelto a manchar la manga con la tinta: una fastidiosa torpeza a la que estoy acostumbrada. Todas mis ropas están entintadas. Al igual que antes era una mujer disfrazada de guerrero, ahora soy un escribano disfrazado de dama. La diminuta y bella Violante sonríe como pidiendo perdón por su intrusión. Se la ve acalorada y acezante: ha debido de venir por las cuestas de Montségur a toda la velocidad que le permiten sus pequeñas y combadas piernas, que la obligan a caminar con penoso contoneo. Cuando llegamos a Montségur hallamos aquí a la señora de Lumiére, la matriarca catara, y a su hija, la enana Violante. Fue un reencuentro emocionante, aunque tuve que confesarles mi fracaso y la pérdida del documento que me habían confiado, y aunque al principio les resultó chocante enterarse de mi verdadera condición femenina. Las dos mujeres, sin embargo, se mostraron conmigo tan dulces como siempre. Fueron ellas quienes respondieron por nosotros, para que pudiéramos quedarnos en el castro, y quienes nos proporcionaron el alojamiento, una planta baja en una torre que Nyneve ya ha vuelto a decorar con sus pinturas palaciegas.
– ¿Está León?
Se me escapa una sonrisa sin querer. Violante y León congeniaron extrañamente desde el primer momento en que se vieron, y la enana ha tomado la costumbre de pasearse por todo Montségur sentada sobre los sólidos hombros del herrero. Es formidable vería allá arriba, cómodamente encaramada a las anchas espaldas, dominándolo todo con una cara de placer indescriptible. A cambio, Violante da suaves masajes con sus manos chiquitas en las sienes y la nuca de León, y yo no sé si será gracias a esto, pero se diría que las crisis del Gran Mal se han espaciado.
– Debe de estar en la forja -respondo.
– Ah, bien…, precisamente venía a buscaros por si queríais ver a los artistas… Ha llegado a Montségur una tropilla de juglares y saltimbanquis… Están actuando en la plaza, cerca de la forja. ¿Me acompañas a verlos?
En estos años últimos, tan azarosos y llenos de pesares, se han multiplicado, paradójicamente, los festejos públicos. Es como si la gente, ante el barrunto del dolor y la amenaza del fin, quisiera aprovechar sus últimas horas y aliviarse con el juego y la fiesta. Nunca he visto tantos titiriteros, tantos músicos ambulantes, tantos narradores de fábulas, tantos mimos. Nunca he escuchado tantas risas y tantos cantos.
– Sí, vamos, ¿por qué no?
Enrollo mi pergamino y lo guardo en el arcón, mientras un cosquilleo de alegría me recorre el cuerpo. León y yo llevamos un par de años juntos, pero aún se me seca la boca de excitación cuando sé que en breve voy a verle. La excusa de los saltimbanquis es perfecta para adelantar mi encuentro con el herrero. Para ir a buscarle por sorpresa a la forja, horas antes de que regrese a casa. Trenzo mí cabello, que he dejado crecer, y lo sujeto a la cabeza con unas hermosas agujas de perlas que me ha regalado León. Me pellizco las mejillas, para darles color, y pinto mis labios con carmín.
– Ya estoy.
Atravesamos Montségur al lento y esforzado paso de la enana. En el punzante frescor del aire montañés se huele ya la cercana primavera. El cielo es un lienzo de seda azul intenso, brillante y sin nubes, tendido sobre la fría blancura de las cumbres nevadas. Nunca había vivido en un lugar como este castro, a la vez tan sencillo y tan refinado, en el que se diría que, salvo León, todo el mundo sabe leer y escribir. Aquí están asilados unos doscientos Perfectos y Perfectas, casi la mitad de la población; y su abundante presencia crea una atmósfera de amabilidad, cordura y tolerancia. Fuera de la corte de Leonor, nunca he visto a la mujer tan bien tratada como aquí; y las crisis del herrero no escandalizan a nadie ni son consideradas posesiones malignas, sino simplemente lo que son: una enfermedad.
– Venimos a buscarte, León. Para ver a los volatineros.
Está moviendo el fuelle de la fragua, desnudo de cintura para arriba, sudoroso, macizo, con sus duros músculos tensándose bajo la piel mojada, tan hermoso como un diablo o como un ángel. Soy mujer y él es mi hombre. Me inunda el deseo, el amor y el orgullo. Aunque León sea analfabeto.
Mi hombre me abraza. Huele a hierro recalentado, a hollín, a madera y cuero. Se seca el cuerpo con su propia camisa, antes de ponérsela. Se inclina hacia Violante:
– Hola, mí pequeña.
– Hola, grandullón.
Agarra a la enana de los brazos y la ayuda a subir, trepando por su cuerpo, hasta instalarla a horcajadas sobre sus hombros.
– ¿Dónde está el espectáculo?
– En la plaza -dirige la muchacha desde lo alto del cuello, extendiendo en el aire su diminuto índice.
Cuando llegamos, sin embargo, la actuación parece haber terminado. Los vecinos se marchan y media docena de individuos están recogiendo sus bártulos: las mantas de colores para hacer las acrobacias, las mazas de los malabarismos, los instrumentos de música. En una esquina, sentado sobre el suelo, quieto, pétreo y monumental como un pedazo de roca caído de la montaña, hay un individuo monstruosamente grande. Tan grande que parece abultar el doble que León. Me acerco con lentitud, movida por la curiosidad, mientras el herrero y Violante hablan con los artistas. Doy la vuelta a la interminable espalda del tipo, que sigue sin moverse, y me encaro con él a prudente distancia. El hombre tiene la cabezota inclinada, la barbilla hundida en el pecho, los hombros caídos hacia delante. Debe de ser bastante mayor: está casi calvo y íos pocos pelos que le quedan son canosos. En este preciso momento, el gigantón levanta la cabeza y se me queda mirando. Esos ojillos cándidos y pequeños, demasiado pegados a la nariz. Esa cara de niño aberrantemente envejecido.
– Leola… -dice el monstruo con vocecita débil.
– Guy… -jadeo yo.
Nos hemos reconocido al mismo tiempo. Es Guy, el inocente, el Caballero Oscuro. El hijo de Roland, mi antiguo Maestro de armas. El gigantón arruga pavorosamente su cara y comienza a berrear como un crío pequeño. Uno de los saltimbanquis viene hacia nosotros:
– ¿Qué le has hecho? -me increpa el hombre con gesto de impaciencia-. Es un pobre idiota, pero no es malo. Hay que tratarle como si fuera un niño. Basta ya, Guy, ¡deja de gimotear!
El hombre, que es menudo y fibroso, se pone de puntillas y le da una bofetada a Guy en la mejilla. Un sopapo ligero que en realidad no puede haberle hecho mucho daño. Aun así, me encrespo.
– ¡No le pegues!
El hombre me mira, extrañado e irritado:
– Pero ¿qué dices? Aquí no pintas nada. Además, tú tienes la culpa. No sé qué le has hecho para ponerle así. Venga, chico, cálmate…
Tras la cachetada, Guy ha disminuido el volumen de sus chillidos, pero sigue haciendo pucheros. Grandes y pesadas lágrimas bajan rodando por sus ajados mofletes.
– Leola… -balbucea.
– Le conozco -digo, conteniendo mi rabia-. Es el hijo de…, de un antiguo amigo. Quiero…, quiero hacerme cargo de él.
Mientras digo esto, lanzo una rápida ojeada a León, que se acerca cabalgado por Violante. El herrero no dice ni hace nada, pero sé que me apoya. Qué bueno es saber que, si me quedo con Guy, León no va a sentirse incomodado. Hasta ese punto le conozco, hasta ese punto confío en él.