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– Pues no lo sé… Porque somos encantadoras. En cualquier caso, me alegro. Es un hombre bueno y fuerte. Me siento mejor cuando él está por aquí.

El castillo de Avalon ha vuelto a acercarse un poco más en el nuevo dibujo. Ahora es posible ver la forma de las ventanas, e incluso intuir la fina hendidura de las troneras. Las almenas muestran con claridad su remate de cola de alondra, y encima de la puerta principal se distingue, aunque sin detalle, el bajorrelieve abigarrado de un escudo de piedra.

– ¡Venid, venid! Hay que hacer algo… León… está discutiendo con un noble…

Alina ha irrumpido en la estancia sin aliento, despeinada, sofocada, con los ojos desorbitados y la frente brillante de sudor. Hermosa, muy hermosa. Por eso se ha venido con nosotras e¡ herrero. Por eso nos ha seguido. No a nosotras. A ella. Siento un extraño pellizco en el estómago. Un sabor a sal en la boca. Pero debe de estar sucediendo algo malo, y esta tonta y aturullada Alina no sabe explicarse.

– Cálmate, ¿qué pasa? -dice Nyneve.

– Están ahí abajo, en la posada… Y el noble lo lleva atado del cuello con una cadena como sí fuera un perro…

– ¿El noble lleva atado a León? -me asombro.

– ¡Noooo! A un hombre muy raro… Es muy feo y no habla y tiene la cara y el cuerpo manchados, medio negros… Y el noble y los suyos se reían de él, del hombre manchado, así es que León se enfadó con ellos.

Ya empiezo a entender: de nuevo la presencia de un ser indefenso ante quien el herrero retoma su obstinado papel de paladín.

– Vayamos a ver qué ocurre -dice Nyneve.

Agarro la espada al vuelo, por si acaso, y descendemos corriendo por la estrecha y empinada escalera. Enfrente de nuestra casa, ante la posada, se está acumulando un creciente gentío: los vecinos corren hacia el barullo, atraídos por la noticia de que algo insólito sucede. Nosotras también nos acercamos y bregamos a codazos y empujones hasta llegar a la primera fila de los mirones. Y descubro a un antiguo conocido. A un tipo desnarigado y feo, vestido con sucios brocados, boina de terciopelo y pluma de faisán. Es el desagradable conde de Guines, contra quien crucé mi acero múltiples veces cuando me hacía pasar por el sobrino del señor de Ardres. ¿Qué hará por aquí, tan lejos de su tierra? Ríe el Conde, mostrando una boca muy mermada de dientes:

– Es mío, es mi juguete, me lo regalaron hace tiempo. Es una especie de animal salvaje, un pobre bruto… Es completamente sordo, no sabe hablar y, además, es un infiel. No vale gran cosa, pero no puedes comprármelo, por mucho que insistas, por la sencilla razón de que no está en venta.

Guiñes está hablando, ahora lo veo, de un hombrecillo de pobres ropas y enredado pelo negro que está acurrucado junto a él. Lleva el cuello ceñido por un ancho collar de cuero con remaches de hierro, semejante a los collares de los alanos, los formidables perros de guerra. Una cadena une el collar con la mano del Conde, que da tironcítos de cuando en cuando sin que el hombre haga nada, salvo permanecer en cuclillas quieto y ensimismado, como ausente o ignorante de todo. Es un personaje muy extraño: su frente y su nariz son blancas, pero el resto visible de su piel parece pintado con unas raras marcas de tinta de color negro azulado: las mejillas, la barbilla, el cuello, los brazos y las manos, las pantorrillas y los descalzos pies. Frente al Conde, plantado en toda su carnosa solidez, León bufa y aprieta los puños, impaciente y angustiado. Veo con claridad que el herrero no sabe bien cómo salvar a la nueva víctima que la Providencia le ha puesto en el camino.

– Pero me gusta divertirme, y últimamente me aburro demasiado -dice el Conde-. Observo que eres un hombre muy robusto, de manera que te propongo un trato… Juguémonos la propiedad de este animal doméstico echando un pulso… ¿Qué opinas, grandullón?

El rostro del herrero se ilumina.

– Me parece muy bien.

León es un inocente. No sé qué trama Guiñes, pero las cosas no pueden ser tan sencillas.

– Estupendo… Claro que tú eres muy fuerte, y te sería fácil ganarme, porque, además, yo ya soy un hombre mayor… Pero también soy Conde, y por lo tanto no necesito combatir por mí mismo… Mis hombres pueden hacerlo por mí. Éstas son las condiciones: tendrás que vencer los brazos de todos los hombres que vienen conmigo, uno detrás de otro… Y, si no he contado mal, son doce. ¿Estás de acuerdo?

– De acuerdo -dice el herrero.

Un rumor de satisfacción y gozo anticipado recorre la concurrencia. No hay cosa que más guste a la muchedumbre que los retos. Con hábil sentido negociante, el posadero y sus ayudantes empiezan a organizar el espacio de la confrontación. Retiran las mesas del exterior, ordenan el círculo de mirones en un amplio ruedo y colocan en medio una de las largas bancas de madera, sobre la cual tendrán que medirse el pulso los contendientes.

– ¿Alguno quiere pedir algo de beber? -vocea el posadero-. Tengo una cerveza fuerte y sabrosa como lengua de mujer joven, y tan barata como trasero de vieja…

– ¿Estás seguro de lo que vas a hacer, León? No me fío de ese hombre… -dice Nyneve.

Pero el herrero se encoge de hombros con ese gesto tan suyo, una especie de aceptación fatídica, la asunción de lo inevitable del destino.

– A sus puestos, señores… -dice el Conde.

Los acompañantes de Guines tienen un aspecto aguerrido y algunos son considerablemente fornidos. Hay una decena de soldados, probablemente mercenarios, y un par de caballeros con armadura, sin duda vasallos del Conde. El más joven de los caballeros insiste en competir el primero. León y él se instalan a horcajadas sobre el banco, el uno cara al otro, y apoyan sus codos en el asiento ante ellos.

– ¡Un momento! -chilla Guines-. Como te tengo aprecio, grandullón, voy a hacer algo por tí… Voy a darte un acicate más, una razón más para evitar perder… Poned unas puntas, ya sabéis cómo…

Sí, parece que los soldados del Conde lo saben, lo que demuestra que ésta debe de ser una diversión habitual en el castillo de Guiñes. Alguien trae un balde de madera lleno de arena. Y en la arena clavan, con el culo enterrado y el afilado hierro apuntando hacia arriba, un puñado de flechas. Colocan el cubo en el suelo, junto al brazo de León. Si el herrero es vencido y su brazo doblado, las erizadas flechas se clavarán en su carne.

– ¿Quieres seguir? -se burla el Conde.

– Quiero seguir -gruñe León.

Algunos de los vecinos aplauden y yo sudo de miedo. El hombrecillo de la piel manchada permanece abstraído y ajeno al tumulto y la expectación, sin duda ignorante de que se está dirimiendo su futuro.

– Que el posadero haga de juez y arbitro… Para que veáis que no quiero aprovecharme de mi condición -alardea el Conde, con una risotada que suena como un relincho.

El posadero, en efecto, se acerca anadeando a los contendientes. Tiene una pierna más corta que la otra y camina con un fuerte vaivén. Verifica que las manos están bien agarradas, que los brazos mantienen la vertical, que las posiciones son correctas.

– A la tercera señal, comenzáis -dice el cojo.

Y se pone a golpear una jarra de latón con un cucharón. Uno, dos, tres tañidos. El corro de curiosos deja escapar un grito, como un solo animal con muchas cabezas: el enfrentamiento no ha durado ni un parpadeo. Antes de que el caballero hubiera podido siquiera pensar en empujar, León ya le había tumbado el brazo sobre la banca. El joven guerrero se levanta furioso y abochornado, agarrándose la dolorida muñeca. Su lugar es ocupado por un soldado cuarentón de grandes manos y uñas renegridas, que ofrece más resistencia. Aun así, el herrero también le vence sin excesiva dificultad. Va ganando León cada uno de sus pulsos, pero a partir del séptimo o el octavo se le nota el cansancio y los enfrentamientos empiezan a ser cada vez más reñidos. Su fuerte brazo tiembla en el aire, retrocede levemente, se acerca a las afiladas puntas de las flechas para después volver a enderezarse y a recuperar el terreno perdido. Las peleas duran cada vez más, multiplicando la fatiga y alargando la angustia. Sin duda los contendientes más fuertes se han reservado para el final, para cogerle ya agotado… ¡Bien! Otro más que ha caído. El público vitorea. Los ha vencido a todos…, esto es, a todos menos al último, al caballero de más edad, un hombre casi tan alto y tan fuerte como León. Veo el rostro congestionado del herrero; se levanta un instante, da unos pasos, se frota la muñeca y sacude el brazo para intentar relajarlo: pero me parece que apenas puede mover los agarrotados dedos. Vuelve a sentarse a horcajadas en el banco y acopla su mano a la de su enemigo. Se miran. Toman aire. Suenan los tres golpes en el latón. En el completo silencio se pueden escuchar los resoplidos de esfuerzo de los contendientes. Vibran los brazos en el aire con tensión inhumana. Se amoratan los rostros de los dos hombres, y sus cuellos se hinchan con un bajorrelieve de abultadas venas. Las manos enroscadas como serpientes se mueven levemente hacia la izquierda…, hacia el triunfo de León. Pero no, que Dios nos proteja, ahora el caballero se recupera, las manos deshacen su camino, regresan a la vertical y siguen avanzando hacia el otro lado, siguen cayendo, lenta pero imparablemente, hacia las flechas. Trepidación de brazos. Rostros deformados por el denuedo y el dolor. El doble puño bifronte sigue descendiendo hacia la derrota del herrero. ¡No lo puedo soportar! Tapo mis ojos. Un anhelante suspiro de la concurrencia me hace volver a mirar entre los dedos: los dardos han empezado a arañar el antebrazo de León. Veo la sangre que gotea, las puntas de acero rasgando la carne. En cualquier momento sobrevendrá el derrumbe; impulsado por el poderoso empuje de su enemigo, el brazo rendido quedará ensartado por las flechas. Pero León no cede. Parece imposible, pero el herrero aguanta aún en esa posición dificilísima. Es más: está subiendo… Sí, eleva su puño poco a poco, ha conseguido liberarse de la mordedura del acero… Y sigue un poco más arriba, y todavía un poco más, en un lentísimo y sofocante avance hacia la verticalidad, mientras el caballero brama en su esfuerzo por no perder la ventaja, por rematar el lance y doblar el pulso de su oponente. De pronto, un crujido escalofriante, un alarido agónico, un aullido de asombro de la muchedumbre. El brazo del caballero se ha partido en dos, un poco más arriba de la muñeca. El guerrero, lívido, se pone en pie, comienza a vomitar y se desploma. Los soldados de Guínes acuden a socorrerle. Nyneve y yo nos acercamos a León, que también está pálido como un espíritu, con grandes ojeras amoratadas bajo sus ojos y un gesto de dolor crispando su boca. Se agarra el brazo con amoroso cuidado, como quien sostiene a un niño pequeño.

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