– ¿Estás bien?
– Creo que sí.
La gente ríe y habla a voz en grito, pagan y cobran sus apuestas, corean el nombre del herrero: sin duda la mayoría estaba de parte del plebeyo León y contra el desnarigado conde de Guines. El Conde, por cierto. Me acerco a él, abriéndome paso entre el gentío.
– Señor, habéis perdido.
El noble me mira con enfadado y venenoso desdén.
– Te conozco. Eres aquel Mercader de Sangre que intentó hacerse pasar por el sobrino del señor de Ardres, que en el infierno esté… ¿Ahora eres amigo de los forzudos de feria? Una buena carrera de caballero, vive Díos…
– Señor, habéis perdido y os jugabais la libertad de este hombre.
Guínes suelta la cadena y propina un puntapié al hombrecito acuclillado a sus pies:
– Aquí lo tienes… Todo para vosotros. Se sentirá bien, siendo un animal entre animales. ¡Vamonos! Tenemos un largo viaje por delante…
El sordo ni siquiera se ha quejado de la patada. Mira expectante a su antiguo amo y hace ademán de seguirle cuando éste se da la vuelta para marcharse. Recojo la cadena del suelo y le sujeto, para evitar que se vaya; el hombre "gira la cabeza y me descubre. Advierto que en un instante lo ha entendido todo, que me ve al otro lado de la trailla, que asume que yo soy su nuevo amo. Se acuclilla a mis pies. Siento un vahído de angustia.
– No, no. Levántate. Eres Ubre.
Me mira sin comprender. Ojos asustados y ía misma expresión anhelante de los perros.
– Ven, amigo.
El vozarrón del herrero resuena a mi lado. Con la mano izquierda, porque parece tener inútil el otro brazo, León le quita el collar de cuero al hombre y luego, agarrándole por debajo de la axila, le pone en píe con suavidad.
– No tengas miedo.
No creo que el sordo pueda entenderle, pero mira a León con una cara distinta. Le mira con una especie de confianza.
Regresamos todos a casa, León llevando al tipo cogido de los hombros con la misma dulzura con que llevaría a una delicada damisela. Ya arriba, Nyneve consigue que el herrero le deje examinar su contraído brazo. Se lo frota con aceites esenciales y después se lo venda. Alina, mientras tanto, se ha puesto a preparar comida para todos. Yo no hago nada. Y el hombrecillo tampoco hace nada. Yo estoy sentada en un escabel, ahogada de confusas emociones, sintiéndome presa de un extraño cansancio, deseando dormir un sueño tan largo como la misma muerte. El hombre se encuentra de pie, arrimado contra el muro, tan quieto como uno de esos insectos que se pegan a las ramas para intentar pasar inadvertidos.
– A ver, amigo. Déjame que te examine. No tengas miedo. ¿Entiendes lo que digo?
Una vez terminada la cura de León, Nyneve se dirige al hombre manchado. El sordo contempla sus labios con extrema atención y sacude la cabeza. Sí, entiende.
– Eres libre. León ha jugado por ti y ha ganado. ¿Comprendes?
El hombre vuelve a asentir. Nyneve le examina por encima: los dientes, los ojos, los brazos y las piernas, las extrañas manchas. Le entreabre la harapienta camisa. El pecho también está pintado. Garabatos de tinta sobre una carne escuálida y lampiña. Ahora que me fijo, el hombrecillo parece tener muy poco vello.
– Yo soy Nyneve, ¿tú cómo te llamas?
El sordo se vuelve buscando algo. Se aproxima a los pigmentos de las pinturas de mi amiga, mete un dedo en un tarro de color verde y escribe torpemente sobre la pared, con penoso y titubeante trazo, una confusa palabra de siete letras.
– Fe…, no, FÍ… li… ppo. ¿Te llamas Filíppo? -dice Nyneve.
Sí.
– ¿De dónde eres?
El sordo encoge los hombros y agita las manos en un gesto de desesperación.
– ¿No sabes de dónde eres?
Más gesticulación exasperada.
– No sabes escribir. Sólo sabes escribir tu nombre…
Sí.
Nyneve suspira.
– Bueno, Filippo… Pues eres libre. Puedes marcharte cuando quieras.
El hombrecito baja la cabeza. Su manchado rostro tiembla y se arruga. Se oye una especie de gemido, Creo que está llorando.
– No te preocupes, ¡no te preocupes! Nadie te va a echar. Puedes quedarte con nosotros el tiempo que quieras -dice León, levantándole la cara para que pueda leer de su boca.
Filippo asiente y junta las manos en un gesto de gratitud. Esas manos cubiertas de extrañas formas entintadas, de signos diminutos, de dibujos semejantes a las letras de los sarracenos o a la escritura de esas lenguas antiguas que a veces he visto en los pergaminos de las bibliotecas. También Nyneve está analizando con atención los raros tatuajes.
– Leo, por favor, tráeme mis ojos de vidrio, creo que sabes dónde están… -me pide.
Los ojos de vidrio son un extraordinario invento de mí amiga. Que se está haciendo mayor y ha perdido vista. A veces, para leer en sus polvorientos libros de recetas médicas, o para confeccionar un remedio o hacer cualquier trabajo delicado, se pone por delante de sus ojos otros ojos mecánicos, dos pedazos de vidrio abombado sujetos a una especie de corona de hierro que ha forjado León bajo sus instrucciones. A través del cristal, todo lo que se mira se ve enorme. Voy a buscar el artefacto a la alacena y se lo traigo a Nyneve, que se lo coloca en la cabeza.
– Ajajá…, lo que yo pensaba -dice con voz satisfecha, escrutando la piel de Filippo-. Es un texto en griego. Ya sabéis, es una de las lenguas antiguas. Y se diría que tiene escrito todo el cuerpo…
En efecto, las letras empiezan en línea recta en la parte alta de las mejillas, por debajo de los ojos, y siguen, por lo que se ve, desde ahí para abajo.
– ¿Quién te hizo este tatuaje?
El hombre dibuja círculos en el aire con las manos y pone los ojos en blanco.
– Tengo el griego bastante abandonado, pero creo que puedo traducirlo -dice Nyneve-. Hazme el favor, quítate la ropa.
El hombrecillo obedece sin dar muestras de duda o de sorpresa, con docilidad de esclavo viejo. Se saca el desgarrado jubón, la camisa y las sucias calzas y se queda en una mansa desnudez. En efecto, no tiene un solo pelo. Impresiona ver toda su piel grabada, línea tras línea de apretados y nítidos signos, tanto por delante como por la espalda.
– Vaya. Qué sorpresa. Es un ángel -murmura Nyneve.
– ¿Cómo?
– Es un eunuco. Está castrado, ¿no lo ves? Aunque Filippo es un nombre griego y significa «el que ama los caballos», nuestro amigo probablemente venga de Bizancio, donde esta amputación es habitual. Allí los llaman ángeles. Pobre hombre. Claro que la ausencia de vello permite que se vean mejor las escrituras.
Es verdad. Cierto pudor me había impedido escudriñar con detenimiento sus partes viriles, pero ahora observo bien su pobre sexo empequeñecido y mutilado. Nyneve frunce el ceño debajo de sus cristales agrandadores y se queda un buen rato estudiando el cuerpo del hombre sordo. Al cabo, sonríe.
– Me parece que ya tengo la traducción del primer párrafo… Y, además, sé lo que es. Escuchad: "El guerrero, lleno de furia, vestía la armadura forjada por Hefesto. Se puso en las piernas las grebas, ajustadas con hebillas de plata; protegió su pecho con la coraza, colgó del hombro la espada de bronce guarnecida con clavos argénteos y embrazó el pesado escudo, cuyo resplandor era semejante al resplandor de la luna. Cubrió su cabeza con el macizo yelmo que brillaba como un astro, y sobre él ondeaban las doradas y espesas crines de caballo que Hefesto colocara en la cimera. Sacó de su estuche la poderosa lanza que sólo él podía manejar, y alzándola y rugiendo como un león la agitó amenazante en el aire sobre su cabeza. Mientras ' tanto, los aurigas se apresuraban a uncir los caballos a los carros, sujetándolos con hermosas correas de cuero brillante; colocaron los bocados entre sus mandíbulas y tendieron las riendas hacia atrás, atándolas a la caja. El auriga Auromedonte saltó al carro con el magnífico látigo, y Aquiles, cuya armadura refulgía como el Sol, subió tras él y jaleó a los corceles con horribles gritos: "¡Janto y Balio! Cuidad de traer sano y salvo al campamento de los dánaos al que hoy os guía y no le dejéis muerto en la pelea, como a Patroclo". Janto, al que la diosa Hera dotó de voz, bajó la cabeza, haciendo que sus ondeantes crines rozaran el suelo, y respondió: "Aquiles, hoy te salvaremos, pero has de saber que ya está muy cerca el día de tu muerte"»… Sólo he leído hasta la tetilla izquierda. ¿Qué os parece?
– Es un personaje que da miedo, pero me gustaría seguir oyendo lo que le sucede. Y ese bridón que le habla… No me extraña nada. Yo también tengo en ocasiones la sensación de que Fuego me dice cosas… -contesto.
– Es la historia del gran Aquiles, un guerrero terrible e iracundo. Parece un relato actual, ¿no es verdad? Y, sin embargo, está escrito hace muchísimos años. Tantos años y tan incontables, que no sólo se han muerto todos los hombres que vivieron en aquella época, y los hijos de los hijos de esos hombres, sino también todos sus dioses. Y los dioses, os lo aseguro, son difíciles y muy lentos de matar.
Hoy he soñado con aquel campo de batalla lleno de cadáveres en el que robé mi primera armadura. En mi sueño, caminaba por el campo bajo el resplandor helado de la luna, y los muertos me miraban con sus cuencas vacías y rogaban: «No me robes a mí, Leola. No me quites mi coca de hierro o moriré de frío». Entonces aparecía un enorme jabalí de colmillos amarillentos y ojos tristes que me decía: «Tú y yo somos los únicos seres vivos que quedamos sobre la Tierra. Y ni siquiera pertenecemos a la misma clase de animales». Ahí me desperté, y durante unos instantes, en el duermevela, sentí la soledad más absoluta, una soledad tan vertiginosa e inacabable que dolía como una herida real en la mitad del pecho. Pero luego escuché los ronquidos de Nyneve, dormitando a mi lado; y recordé que en el otro cuarto, en la cocina, estaban Alina y Filippo; y que un poco más allá, junto al oscuro hueco de las escaleras, debía de estar durmiendo León.
Y es que ahora somos muchos. Nos hemos convertido en una tropilla de individuos raros, como esas compañías de saltimbanquis que van ganándose la vida por los pueblos y que llevan a una mujer con tres pechos, a un gigante forzudo o a un niño lobo con todo el cuerpecillo cubierto de pelo. Nyneve dice que es bruja y que vivió en la corte del rey Arturo, y tal vez sea cierto. Yo digo que soy un caballero, y es mentira. Alina decía que era ciega, sin acabar de serlo. Filippo no dice nada: carece de palabras pero, al mismo tiempo, las tiene todas escritas en su cuerpo.