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– Te lo juro.

León suspira. Su rotundo pecho resuena como un fuelle.

– Está bien. Ya que estáis aquí, ahora no os vayáis… Alina va a dejar que le quite la venda. Quizá podáis ayudarme.

Ahora veo a la mendiga, en efecto, medio oculta detrás del corpachón del herrero. Un puñado de harapos temblorosos.

– Cerrad la puerta, por favor. Necesitamos que haya poca luz, o sus desacostumbrados ojos quedarán heridos para siempre. Con el ventanuco bastará.

Hago lo que me dice y regreso desganadamente, en la penumbra, hacia la silueta del hombretón, una sombra más densa dentro de la sombra. León ha sentado a la chica en el suelo y se ha sentado enfrente. Palmea la paja señalándome un lugar junto a ellos y les imito, aunque no me hace muy feliz estar aquí cuando la muchacha destape sus ojos. Abrazada a sí misma, Alina se mece de atrás adelante y lloriquea:

– No quiero, no quiero… Voy a hacerte daño…

– Escucha, Alína…, escúchame bien. No puedes ver, de modo que concentra todos tus sentidos en escucharme…

La voz del herrero es oscura y serena, un resonar de bronce.

– Hace muchos siglos, en el desierto de Libia, vivía un cenobita llamado Simón el Hierático, un santo varón capaz de infligirse las mayores mortificaciones. En una ocasión prometió mantenerse de pie, en medio de la arena interminable, durante siete días con sus siete noches, sin mover un solo músculo. Cuando el sol del octavo día casi asomaba y Simón estaba a punto de culminar su penitencia, una cobra de los desiertos, venenosa y mortal, se le acercó reptando por el suelo y comenzó a dar vueltas a su alrededor. La serpiente alzó junto a él su terrible cabeza triangular, silbó como un demonio, se balanceó enseñando los letales colmillos y al cabo le trepó piernas arriba hasta enroscársele en el cuello. Y el santo Simón no hizo nada por evitarlo. Seguía sin romper su promesa y sin moverse.

Tampoco se mueve Alina: ha parado de mecerse, absorbida por las palabras del herrero. Yo también estoy cautivada, a mi pesar, por su relato. Y sorprendida por su verbo fácil y seductor, por su capacidad narrativa, inesperada en un hombre por lo general tan silencioso y parco. Sus palabras llenan la habitación y sus ojos parecen encendidos de un raro fulgor gris, similar al de esas amenazantes nubes de tormenta que, de repente, se iluminan por dentro, como sí el sol ardiera en su interior.

– Entonces la cobra apretó su frío abrazo en torno al cuello de Simón, irguió su cabeza en forma de flecha, sacó los colmillos y mordió al santo en la boca, atravesándole los labios. Y el cenobita soportó el fuego de la herida y del veneno sin siquiera estremecerse. En ese justo momento amaneció y la luz del día bañó a la serpiente; y la cobra cayó al suelo y se transformó en una criatura alada y resplandeciente. Era el arcángel San Gabriel. Y el Arcángel dijo: «Simón, mucho nos complacen tu modestia, tu valor y tu perseverancia. En premio a tus virtudes vamos a hacerte un regalo muy valioso: el Hueso Esponja. Este pequeño hueso que aquí ves viene del espinazo de la Cobra Negra, la peor de todas. Y tiene la maravillosa propiedad de que, aplicado sobre la herida producida por la mordedura de una serpiente, absorbe toda la ponzoña y la saca del cuerpo, salvando la vida de la víctima. Porque suele suceder que lo que nos daña también puede curarnos. Guarda este útil conocimiento del Hueso Esponja para ti y para todos los que vendrán después de ti; y así, los eremitas que habitarán durante siglos en este desierto honrarán tu memoria y te bendecirán». Y es verdad. Desde entonces, los cenobitas del desierto de Libia se han salvado de las mordeduras de las cobras gracias a los huesos del espinazo de otras cobras. Yo anduve por allí y me lo contaron.

León calla un momento. Mientras hablaba, ha estado gesticulando lenta y ampliamente. Cuando extendió la mano delante de él, imitando el ademán del ángel, casi me pareció ver brillar en su palma, en la penumbra, la pequeña vértebra del reptil.

– Yo soy eso, Alina. Soy como el espinazo de la Cobra Negra. Soy un Hueso Esponja del aojo. Es un don que no busqué y que no pedí. Me vino de nacimiento y lo descubrí por casualidad. No sólo soy inmune a la fascinación maligna, sino que, además, soy capaz de absorber todo el mal. Lo chupo y lo extraigo, lo extirpo por completo, lo deshago. Desaparece para siempre sin hacerme daño. Es muy fácil. Sólo tienes que quitarte la venda y mirarme a los ojos.

Alina tiembla. León le coge las manos, que son como gorriones asustados.

– Leo, ¿me haríais el favor de sacar vuestro puñal y ponerlo en el suelo, entre nosotros?

La petición del herrero me sorprende.

– Sí, claro.

Desenvaino el cuchillo y lo deposito sobre la tierra.

– No dejéis de mirarlo, por favor. No apartéis los ojos del puñal.

Hago lo que me dice y concentro toda mi atención en el arma. En realidad, me alivia poder salvaguardar mis ojos de la mirada de Alina. La hoja metálica reluce débilmente en la penumbra con un brillo lechoso. De pronto, se me antoja que el cuchillo se mueve. No es posible. Pero sí, la hoja está vibrando… ¡Y ahora ha dado un brinco! El puñal gira por sí solo sobre el suelo hasta señalar con su punta a la muchacha. Alucinada, alzo la vista y miro al herrero: acaba de quitarle la venda a la chica y ahora hunde sus ojos en los ojos de ella. Me estremezco y vuelvo a concentrarme en el puñal. Que está vibrando nuevamente y comienza a rotar sobre sí mismo. Muy poco a poco. Gira la punta del puñal describiendo un arco sobre el suelo. Desde la jaula tapada, en el silencio, nos llega un vago rebullir, un sordo jadeo. Creo que la sangre se me ha helado en las venas. El cuchillo ha cubierto media circunferencia y ahora apunta hacia León. La hoja se detiene.

– Se acabó, Alina. Estás curada. Todo ha terminado -dice el hombre con una voz muy suave.

– ¿Estás seguro? -gimotea la chica.

– Leo, por favor, decidle qué habéis visto.

– Bueno, yo no sé si… Que la Virgen me ampare, pero me parece que el cuchillo primero te apuntaba a ti y luego se ha movido solo por el suelo hasta apuntar a León…

– Eso es…, el hierro señalaba la corriente de la fascinación maligna. Pasó de ti a mí y ya se ha ido. Puedes mirar sin miedo a todo el mundo…, por ejemplo, a Leo. ¿No os dará miedo que os mire, verdad, señor de Zarco?

Niego vigorosamente con la cabeza. Con mucho más vigor que tranquilidad. Pero qué remedio: habrá que fiarse de León. Alina me contempla a hurtadillas. Sin su venda no es más que una pobre muchacha como tantas, de la misma manera que mi cuchillo ahora sólo parece un vulgar cuchillo. El rostro de la mendiga se arruga en un puchero infantil y comienza a llorar:

– Yo no quería… No quería hacerles ningún daño, de verdad. Yo…, yo pensaba que mi padre ya no me amaba. Pero no les deseé la muerte, lo prometo…

– Ssshhh… -murmura el herrero-. Ya pasó todo.

León coge un paño, lo moja en el agua del barreño y comienza a limpiar la mugrienta cara de la chica. Lo hace con increíble delicadeza, pese a la dimensión de sus macizas manos. Bajo el polvo y los churretes va surgiendo un rostro blanco y delicado. Unos ojos hermosos. Es guapa, la mendiga. Y muy joven. Recupero mi cuchillo y lo guardo en el cinto.

– León, antes has dicho, o el ángel de tu historia ha dicho, que lo que nos daña también puede curarnos. Tú has curado a Alina. Me pregunto cuál es tu manera de hacer daño.

El herrero frunce el entrecejo. La luz de sus ojos grises se ha apagado. El hombre se levanta y abre la puerta. Por el hueco se cuela una mortecina claridad, el último soplo del crepúsculo. Oigo el repiqueteo de los cascos de Alado: Nyneve regresa.

– ¿Podríais dar cobijo a Alina en vuestra casa durante al menos un par de días? Le llevará algún tiempo acostumbrarse a la luz… -dice León.

Se ha quedado de pie junto a la entrada, esperando con impaciencia a que nos vayamos.

– Por supuesto -contesto.

De debajo de la tapada jaula se escapa un sonido leve y ondulante. Un gemido solitario, como el de ese viento que probablemente silba, bajo la amoratada luz del atardecer, en los desolados desiertos de la lejana Libia.

– Te dije que funcionaría -comenta Nyneve con satisfacción-. Alina está curada.

No sólo está curada, sino que sigue viviendo con nosotras. Se ha quedado de ayudante o aprendiza de Nyneve; le trae hierbas del campo para sus medicinas, le ayuda a picar raíces y macerar hojas, a preparar cataplasmas y a dar friegas de aceite de eucalipto en el pecho de los que han enfermado por el mal del frío. Cuando nos mudamos de ciudad, Alina también vino. Hemos abandonado Samatan, como muchas otras personas, empujadas por el avance de los cruzados. La guerra produce estos movimientos masivos, este desesperado andar y desandar de los caminos, familias enteras acarreando sus pobres pertenencias a la espalda, los niños más grandes llevando en brazos a sus hermanos pequeños con paso tambaleante, los viejos inválidos atados al lomo de la vaca, si por suerte la tienen, o arrastrados agónicamente entre dos adultos. Y siempre el agotamiento, el hambre, la desesperanza, el miedo del enemigo que se acerca, la nostalgia de todo lo perdido, el polvo que recubre los doloridos pies.

También el herrero se vino con nosotras. En las veredas colmadas de fugitivos, el fornido León acarreó en sus brazos ancianos enfermos, niños debilitados, mujeres embarazadas. Es un hombre extraño: parece incapaz de resistirse a ¡a llamada de socorro de alguien indefenso. En realidad yo misma salvé la vida gracias a eso. Es como uno de los penitentes que han hecho una promesa a Nuestro Señor. O como uno de los impecables Caballeros de la Me sa Redonda. Sólo que León es un plebeyo, no un guerrero; y que esos caballeros excelentes son tan escasos que resultan más difíciles de hallar que la piedra filosofal que buscaba Gastón. Me pregunto por qué nos ha acompañado, por qué sigue con nosotras.

– Nyneve, ¿por qué crees que León sigue con nosotras?

Mi amiga está volviendo a pintar su hermoso trampantojo en las paredes de la nueva casa. Vivimos en el pueblo de Sarin, por vez primera en el tercer piso de un edificio de cuatro alturas. Hemos tenido que dejar los caballos, bajo pago, en un establo cercano. El herrero ocupa un cuarto para él solo: un despilfarro de espacio y de dinero, pero él insiste en mantener esa extraña y hosca soledad. De vez en cuando, al igual que sucedía en Samatan, León se encierra en su aposento y no sale en todo un día y toda una noche. A veces, en esas ocasiones, se escuchan allá dentro gemidos y golpes. Pero aunque llamemos a la puerta, nunca nos abre. Pienso en la rara criatura que esconde en esa jaula. Y pienso en todo lo que no sé de este hombre rudo y taciturno. El herrero está buscando una fragua en la que trabajar, pero aún no la ha encontrado. Yo tampoco he conseguido todavía alumnos para mis clases, de modo que empleo el tiempo en juntar palabras para mi enciclopedia. La única que ya ha empezado a ser solicitada es Nyneve la Sanadora, porque la enfermedad ablanda la bolsa de las gentes.

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