– Recuerda que te lo advertí mientras estábamos viviendo en el castillo de la Duquesa… Te advertí que no debías confiar en ella de ese modo -gruñe Nyneve.
Está sentada ¡unto a mí, picando la raíz de una planta medicinal. En los últimos tiempos ha ensanchado y engordado un poco. Al contrario que yo, ella siempre viste ahora de mujer. Envuelta por el amplio y abultado ruedo de sus sayas, que forman una especie de nido en torno a ella, Nyneve parece una matrona preparando el puchero del almuerzo.
– Tú también confías en ese tal León, y apenas le conocemos -digo de malhumor.
– Eso es distinto. Es decir, él es distinto.
León es el hombretón que me ayudó. Que me salvó la vida. Tengo mucho, demasiado que agradecerle, pero ya no me fío de los hombres. No entiendo por qué se arriesgó por mí; tanta generosidad me llena de suspicacia.
Es extranjero, lombardo; además, es herrero, y dice Nyneve que es un buen artesano. Se ha quedado por aquí, cosa que tampoco me complace. Ha encontrado trabajo en la fragua de Doinel y Nyneve le ha subarrendado el antiguo cuarto de los aperos, que jamas usábamos. Yo apenas le he visto: su habitación posee una entrada propia y sólo vino una vez a visitarme, cuando salí de peligro. Tiene el pelo castaño, espeso y muy corto; un cráneo muy redondo, una cabeza demasiado menuda para su cuerpo masivo. El rostro carnoso, con unos mofletes duros y abundantes; la nariz recta y recia, y una boquita pequeña y apretada, bien dibujada, como de damisela, chocante en su cara de gran bruto. Las cejas son gruesas, la frente enfurruñada y un repliegue de carne cae sobre sus duros ojos grises, tapándolos en parte. Incluso en calma parece un hombre peligroso. Da la impresión de que va a embestirte, y su manera de llevar la cabeza, un poco inclinada hacia delante entre los hombros macizos, no hace sino aumentar esa sensación. Se le ve incómodo dentro de sí mismo. Incómodo e impaciente, como si necesitara ocupar más espacio del que en realidad ocupa. Cuando habla, apenas mueve los labios. Aunque, a decir verdad, casi no habla: sólo te clava su mirada agobiante y su expresión feroz. Me pone nerviosa y no me gusta. Pero le debo la vida. Es inquietante.
– ¿Sabes qué? Me he enterado de que León es un antigafe,. -dice Nyneve-, El tipo cuenta muy poco de sí mismo, pero ya voy pudiendo sonsacarle algo… Por lo visto es un don que posee, o que él cree que posee… No lo hace como oficio y no cobra por ello: sólo usa su don para ayudar… Es una noticia interesante, porque los italianos son los antigafes más famosos del mundo. León lleva consigo una pequeña jaula cubierta con un paño… La guarda en su cuarto muy celosamente. Y algo se mueve y gañe dentro de la jaula…, algo vivo y oculto. Es un hombre extraño, pero me gusta. Bien, el caso es que he pensado en Alina…, tal vez pueda hacer algo por ella. Tal vez consigamos que se destape los ojos.
Frunzo el ceño al escuchar el nombre de la falsa ciega. Durante mi convalecencia, pedí a Nyneve que se encargara de ella y le llevara comida, y mi amiga ha conseguido ganarse la confianza de la mendiga como yo no conseguí jamás. Lo cual no deja de mortificarme. Lo cierto es que la muchacha le contó su historia. Es la hija mayor de un zapatero que, viudo, volvió a casarse con otra mujer. La madrastra era joven, guapa y amable, y empezó a tener hijos, niños sanos y hermosos a los que Alina, que aún no era ciega, se encargaba de cuidar tras el destete; y todos, al pasar a manos de la adolescente, enfermaban y morían de consunción, se iban apagando lánguidamente como las hogueras en el amanecer. Tras la muerte del segundo niño, los vecinos empezaron a hablar de un aojamiento; y luego falleció el tercero con los mismos síntomas, y la madre, enloquecida, acusó a Alina. Tras ese enfrentamiento, también la madrastra enfermó y murió rápidamente. Alina, horrorizada, se convenció de que ella era la causante, que ella les embrujaba sin quererlo. Se cubrió los ojos con un paño y escapó de casa, dispuesta a penar por el mal hecho. Y así la encontré yo. Nyneve había intentado convencerla de que se destapara el rostro, pero la muchacha seguía con su venda.
– No sé, Nyneve… Creo que no me gustaría que Alina se quitara el lienzo. ¿Y si tiene razón? ¿Y si su mirada resulta fatal?
Nyneve mueve la cabeza reprobadoramente:
– Pero, Leola, ¿cómo puedes creer en esas cosas a estas alturas? El mal de ojo no existe.
De pronto me viene a la cabeza la imagen punzante de mi hermana pequeña… Ese rostro indefenso surgiendo de entre los velos del pasado, esa pobre carita consumida por la fascinación mortal, por la maldición de los que envidiaban su hermosura. Y se reaviva en mí toda la credulidad de mi antigua vida campesina.
– Pues no sé, Nyneve, pero yo he visto casos… Y lo que tampoco entiendo es que tú no creas en ello. ¿No eres una bruja? Pues las brujas hacen eso. Las brujas aojan -contesto, algo irritada.
– Te lo he explicado mil veces… Soy una bruja de conocimiento. Eso es lo que le pedí a Myrddin. Porque el conocimiento es más perdurable que los famosos conjuros perdurables. No confundas el misterio del mundo, sus fuerzas inexplicables y la inmensidad de todo lo que no sabemos, que es lo que sustenta la verdadera magia, con los trucos de baratillo de los hechiceros de feria. El mal de ojo no existe… siempre que tú creas que no existe. Pero como Alina sí cree, y está atrapada en su miedo y su fe, pienso que el herrero, que es otro crédulo, puede hacerle mucho bien. Déjales que se ayuden y se entiendan.
Le oigo salir de su cuarto, como cada tarde en torno a esta hora. Va a verse con ella, lo sé. Espero unos instantes para permitir que se adelante y luego le sigo sigilosamente. Doy la vuelta a la casa y me quedo escondida tras la última esquina. Desde aquí les veo: Alina sucia y asustadiza, agazapada entre las ruinas como un animalejo montaraz, León calmoso y grande, sentado en el suelo junto a ella. Desde que Nyneve le habló del problema de la muchacha, el herrero va todos los días a charlar un rato con la falsa ciega. Parece que la conversación se le da bien. Increíble, porque él conmigo no habla. Gastón intentaba resultar secreto y hermético, aunque sólo se quedó en embustero y traidor. En cambio León es un verdadero enigma, pese a no cultivar aires de misterio. Es más, incluso me da la sensación de que procura pasar desapercibido, como si tuviera algo que ocultar. Quiere ser invisible, cosa difícil con su envergadura.
Ahí están, charlando amigablemente. Desde aquí no los oigo: hablan muy bajo. León alarga su ancha mano, grande como un pan, y la coloca suavemente sobre la tiznada mejilla de la chica. El rostro entero de Alina cabe dentro de la palma del herrero. La muchacha se abandona ahí, se refugia en la mano del hombre como un pájaro que regresa a su nido; y León la acoge sin reservas. Lo veo. Es un gesto tan sencillo y tan hondo que me escuece un poco el corazón. Yo nunca me he confiado a un hombre con tanto abandono. O quizá nunca nadie me ha ofrecido su consuelo de ese modo. A fin de cuentas, soy un caballero. Y los caballeros no se despojan jamás de sus corazas de hierro.
No importa, que hablen, me da lo mismo. Es natural que una aojadora y un antigafe se compenetren bien. Los dos son igual de extraños, igual de ariscos. Que les aproveche su compañía: yo regreso a casa. Estoy todavía convaleciente y sigo llevando el brazo izquierdo en cabestrillo. Me exaspera la inactividad, la fácil fatiga de mis músculos aún debilitados. Me siento prisionera en mi cuerpo, en mi casa, en mi vida, en esta ciudad cercada por la guerra, en este mundo violento e implacable.
Estoy a punto de entrar en nuestra morada cuando advierto que la pequeña puerta de madera que conduce al cuarto de León se ha quedado entornada. Me detengo en el umbral, llena de dudas. Pero también aguijoneada por la curiosidad. ¿Y si aprovecho la oportunidad y me asomo un momento? Sólo voy a mirar. No tocaré nada. Y él seguirá todavía un rato con Alina y no va a enterarse. Empujo la hoja, que gime como un ánima en pena. En el pequeño cuarto se remansan las sombras: sólo dispone de un ventanuco alto y el sol ya está próximo al ocaso. Tardo cierto tiempo en acostumbrar mis ojos a la penumbra, pero al cabo empiezo a distinguir el modesto paisaje de la estancia. El suelo, de tierra apisonada, está pulcramente cubierto con paja limpia. En el rincón de la derecha está el jergón, tapado con una manta de rizada piel de oveja. También hay unos cestos de mimbre que contienen ropas, útiles, pequeñas herramientas. Y un par de taburetes de madera. Huele mucho a hollín, porque no hay chimenea. Cerca del ventanuco, sobre el suelo, un pequeño hogar construido con piedras redondeadas todavía contiene las cenizas del último fuego. Un par de calderos de hierro, cucharones, un vaso, en fin, los habituales útiles de cocina. Todo limpio y bien dispuesto. Hay otro taburete colocado dentro de un gran barreño lleno de agua; ahí encima es donde guarda la hogaza de pan y un puñado de viandas, sin duda para preservarlas de la glotonería de los ratones. De pronto, un ruido blando y muy próximo me sobresalta… A mis pies hay un bulto irregular cubierto con un paño. Un bulto del que emergen susurros y roces de algo vivo. Debe de ser la jaula a la que se refería Nyneve: me agacho y, en efecto, por debajo del lienzo puedo ver la base de los barrotes… con algo oscuro y peludo, o tal vez plumoso… o incluso escamoso… que se mueve ahí dentro.
– ¡Quieto! No se os ocurra tocar eso…
La grave y pastosa voz del herrero retumba en mis oídos y detiene mi mano en el aire, esa mano culpable que, casi por sí sola, iba ya a levantar el lienzo de la jaula. Me incorporo abochornada, con el rostro encendido de vergüenza. León me contempla desde el umbral con el carnoso ceño apelotonado, más embestidor que nunca en su apariencia.
– ¿Qué estáis haciendo aquí?
Su voz es tan dura como el acero que los hombres martillean en la fragua de Doinel. Intento desesperadamente encontrar una excusa:
– Escuché un ruido, la puerta estaba abierta… Oh, no sé. Lo lamento, León. Creo que me venció la curiosidad. No volverá a suceder.
El herrero abre y cierra sus grandes puños con nervioso gesto: no sé si es que siente deseos de golpearme. Pero cuando vuelve a hablar, su tono se ha suavizado.
– Necesito aislamiento. Y soledad. Puede resultar extraño, pero es así. Se lo dije a Nyneve, y ella lo entendió y lo acordamos de ese modo. Pero quizá vos no lo sabíais. No he hablado con vos. Ahora os lo digo: no debéis entrar nunca jamás aquí. Jurádmelo por vuestro honor de caballero.