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– Sí… Unos cuantos años. Nunca volvimos a vernos. Y apenas respondió a mis copiosas cartas. Mis largas, apasionadas, exquisitas cartas…

Eloísa ríe brevemente, sin alegría alguna.

– Lo mejor que soy son esas cartas, Leola. Empleaba días enteros en escribirlas. Supongo que Abelardo las habrá destruido. En fin, qué importa una pequeña destrucción más dentro de la total devastación…

¿De qué devastación me habla? En este mundo anegado por la sangre de inocentes, ahogado por el terror, abrasado por las hogueras de los verdugos, ¿la única devastación que le preocupa es la de su pequeña alma lacerada? ¿Cómo puede rendirse tan fácilmente una mujer tan bien dotada?

– Todas las mañanas, en el toque de laudes, y todas las noches, en el toque de vísperas, me reúno con mis monjas en la capilla para alabar a Dios. Creí que el Señor me daría la paz; y que las paredes protectoras del convento serían como el vendaje que restaña una profunda herida. Pero no puedo, Leola. No me puedo creer mi canto de alabanza; no puedo ser paciente y resignada. Por mis venas corre un veneno amargo en vez de sangre. La ponzoña del aborrecimiento de la vida. He intentado ser una buena monja, una buena cristiana; pero Abelardo es para mí más importante que Dios. Sé que con esto me condeno. Y lo más terrible es que me da lo mismo.

Así es que esto es el amor. El absoluto amor que cantaban con finura los trovadores y que ensalzaban las damas en la corte de la reina Leonor. Pero si esto es el verdadero amor, es lo más parecido que he visto a una posesión demoníaca. Tanta paz en este claustro, y tanta amargura y desesperación en e¡ alma obsesionada de Eloísa. No quiero volver a saber nada de los hombres. De los alquimistas traidores que re venden por una bolsa de oro, de los amantes tan absorbentes y tan intensos que pueden atraparte y deshacerte, como le ha sucedido a la sabia Eloísa. Los hombres son criaturas muy peligrosas. Yo quiero ser la dueña de mi mundo, como Herrade lo es de su vasto refugio enciclopédico, y no pienso volver a enamorarme.

En la abadía de Fausse-Fontevrault hice un inquietante descubrimiento. Era temprano en la mañana y me encontraba sola en la biblioteca, porque los monjes habían ido a la iglesia a celebrar el oficio de tercia. El día estaba despejado y el sol entraba oblicuo y generoso por los ventanales, proporcionando una luz perfecta para leer. Y, sin embargo, quizá por eso mismo, por la dulzura y el esplendor del día, o porque estaba intentando descifrar el difícil latín de un libro de Cicerón, no conseguía concentrarme. Dejé vagar la vista por la estancia y mis ojos cayeron sobre un arcón de madera reforzada con metal que estaba arrimado a la pared, entre las dos ventanas. Me había llamado la atención desde el primer momento, por su aspecto sólido y armado, por su exquisita manufactura y por los grandes candados que clausuraban su tapa. Pero ese día, para mi sorpresa, los candados colgaban de las argollas de hierro como bocas abiertas. Me puse en pie y me acerqué al arcón: en efecto, los pasadores no estaban cerrados. Permanecí allí un buen rato, contemplando la caja fuerte y aguantando el imperioso hormigueo de mi curiosidad. Me moría de ganas de darle una ojeada al contenido, y al mismo tiempo sentía que hacer tal cosa era una traición a la hospitalidad con que nos habían acogido. Al cabo, como todo delincuente, pensé que si me apresuraba nadie se daría cuenta de mí atrevimiento, y que si no se daban cuenta era como si el delito no hubiera existido. ¿A quién podría hacer daño sólo por mirar? Estiré la mano y saqué íos candados de sus argollas, cuidando de no hacer ruido. Y después levanté la pesada tapa del arcón. Dentro había tres libros lujosamente encuadernados en piel, con los títulos estofados en oro y cierres de filigrana de plata. Me arrodillé junto al baúl y cogí el primero entre mis manos: era la Tabla de la Esmeralda de Hermes Trimegisto, la famosa obra esotérica que Gastón reverenciaba como un texto sagrado. Lo volví a dejar en el arcón con cierta repugnancia: el recuerdo de Gastón sigue siendo una herida abierta en mi memoria. Miré el segundo volumen con algún recelo: estaba encuadernado en cuero negro y tenía el aspecto de ser muy antiguo. Su título era raro y para mí desconocido, así como el nombre del autor: Necronomicon, de Abdul Alhazred. Volví a depositarlo en el arcón y levanté el tercero, y cuando vi la cubierta el corazón se me detuvo entre dos latidos: era la Historia del Rey Transparente, como decían unas grandes letras doradas sobre un fondo de color sangre.

– ¿Qué estás haciendo, Leola? De rodillas ante el arcón y aún aferrada al libro, volví la cabeza sobresaltada. Matilde de Anjou estaba a mi lado, enorme y rotunda, aún más enorme vista desde abajo y desde la congoja de mí indudable falta.

– Lo siento…, los candados estaban… Sé que no tengo excusa… -balbucí, sintiendo cómo la vergüenza me ardía en las mejillas.

Dejé apresuradamente la obra en su lugar y me levanté abochornada, a la espera del estallido de ira de la abadesa. Pero Matilde de Anjou se limitó a empujarme con brusquedad para que me retirara a un lado. Metió en el arcón otro volumen que llevaba entre las manos y cuyo título no alcancé a ver, y luego bajó la tapa, colocó los candados y los cerró con su gran manojo de macizas llaves. Después se irguió en toda su estatura, seria y pensativa.

– ¿Has estado leyendo los libros?

– No, Madre. Sólo he visto los títulos.

Matilde de Anjou suspiró.

– Está bien. Es decir, no, está muy mal. Has traicionado mi confianza.

– Lo sé, Madre. El arcón estaba abierto y no he podido resistir la curiosidad. He hecho mal y os pido perdón.

– La curiosidad es el atributo de los sabios…, es el hambre de la inteligencia. Pero si la curiosidad no se domestica con una estricta disciplina, puede convertirse en mera necedad y en imprudencia. Eres una mujer cultivada, Leola. Deberías saber que hay libros peligrosos.

– ¿Los hay?

– Tal vez me haya expresado mal. Puede que lo peligroso no sean los libros, sino lo que íos humanos hacemos con ellos. La Tabla de la Esmeralda, por ejemplo… Encandilados y ofuscados por los tesoros que el libro promete, muchos alquimistas han errado el camino y han terminado convertidos en lo contrario de lo que ansiaban ser.

– Lo sé, Madre…, lo sé.

Debí de decirlo con tal convicción que, por un momento, Matilde de Anjou perdió su compostura hierática y me miró inquisitivamente. Su momentáneo interés la humanizó, hasta el punto de que me atreví a seguir hablando:

– Os pido nuevamente perdón por mi comportamiento y os aseguro que no volverá a ocurrir, pero… Uno de los libros me ha llamado mucho la atención y me gustaría poder saber algo más sobre él… Es el titulado Historia del Rey Transparente…

La abadesa agitó enérgicamente su mano en el aire, ante su cara, como apartando un humo inexistente.

– No te busques complicaciones innecesarias, Leola. Bastantes problemas tienes ya. Además, hay libros malos, como éste, que no se merecen que los recordemos. El olvido es su mejor castigo y nuestra mayor defensa.

Pensé en los anales mentirosos que Mórbidus redactaba en el castillo de Ardres y no pude por menos que darle la razón a la abadesa. Pero aun así insistí.

– Sí, Madre, pero…

– Escúchame bien: como buena cristiana que soy, creo en el libre albedrío…, es decir, creo en la libertad última del ser humano para escoger entre el bien y el mal y labrar su sino. Sin embargo, hay pueblos que creen en la fatalidad, que piensan que la vida de los hombres está escrita con tinta indeleble en grandes libros. Éste es uno de esos textos. Una historia antigua. Un libro del destino. Yo, ya te lo he dicho, no creo en esas cosas… Pero ya soy vieja, y en mi vieja vida he podido ver sucesos muy extraños. He visto, por ejemplo, cómo los hombres son capaces de precipitarse hacia aquello que más temen, como polillas atraídas por la llama. Y he visto cómo el mero hecho de creer en el destino provoca justamente que ese destino se cumpla. La Historia del Rey Transparente es un texto poderoso que produce efectos porque ha sido creído por demasiadas personas durante demasiado tiempo. Al leer el libro puedes tener la debilidad de pensar que lo que lees ocurrirá de modo irremediable, y con ello, sin darte cuenta, lo estás convirtiendo en realidad. Cuando lo cierto es que, más allá de la muerte, no hay nada irremediable, salvo la propia cobardía. Los hombres suelen llamar destino a aquello que les sucede cuando pierden las fuerzas para luchar.

Esperanza: pequeña luz que se enciende en la oscuridad del miedo y la derrota, haciéndonos creer que hay una salida. Semilla que lanza al aire la sedienta planta en su último estertor, antes de sucumbir a la sequía. Resplandor azulado que anuncia el nuevo día en la interminable noche de tormenta. Deseo de vivir aunque la muerte exista.

He empezado a coleccionar palabras para la enciclopedia que quizá algún día escribiré. Lo cual es, en sí mismo, un perfecto ejemplo de esperanza. Estamos viviendo en Samatan, una ciudad que aún permanece bajo la autoridad del conde de Tolosa. Nos hemos instalado en una humilde casa campesina de suelo de tierra que Nyneve ha vuelto a decorar, en su interior, con el fabuloso trampantojo de sus palacios pintados. Escalinatas de mármol y espesas cortinas de brocado de seda adornan las paredes, y a través de los fingidos ventanales veo el castillo de Avalon, que ahora parece estar más cerca: es posible distinguir sus pendones flameantes y el plácido río que lame los cimientos de la torre del homenaje. Yo he vuelto a dar clases a los muchachos y Nyneve ha retomado sus mejunjes curanderos: investiga nuevos remedios, visita y cura enfermos con celo ejemplar y está todo el día fuera de casa, a lomos de su bridón, para repartir alivio y consuelo. Llevamos una vida simple y tranquila, una vida que casi podría ser feliz si no fuera por el angustioso ruido de la guerra. Los cruzados tomaron Carcasona en el mes de agosto y mataron al joven vizconde de Trencavel. Simón de Montfort, el carnicero, ha sido nombrado nuevo Vizconde por derecho de conquista. El mundo es cada día más pequeño, el mundo habitable, el mundo respirable, este mundo frágil en el que todavía se puede escribir sobre la esperanza. Fray Angélico tenía razón: la guerra nos va mal. Tenía razón, pero no tiene lengua: al menos he conseguido acabar con el Doctor Angelical y con su verbo venenoso y enardecido.

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