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Oigo gritar a los niños en la plazuela cercana. Samatan está llena de bandadas de niños turbulentos. Sus j padres han muerto, o han sido reclutados en el ejército del conde de Tolosa, o tal vez acaban de llegar a la ciudad huyendo del avance de los cruzados y ni siquiera tienen un lugar donde guarecerse. Solos y desquiciados, los niños lo llenan todo con el alboroto de sus travesuras. Tienen miedo y lo disimulan haciendo barrabasadas. Son como lobeznos arrojados fuera del cubil. Hace algunos días, unos cuantos entraron en casa en nuestra ausencia y revolvieron todo. Ahora ponemos un cerrojo cuando nos vamos. La destrucción es el signo de los tiempos.

El griterío aumenta. No sé qué están haciendo, pero empieza a inquietarme. Enrollo el pergamino en el que estoy escribiendo mi libro de palabras y lo guardo con cuidado en el arcón. Decido ir a la fuente a beber agua. Y de paso a mirar lo que sucede. La hora nona se acerca y el sol empieza a descender por la curva del cielo. Tengo la sensación de que hay menos pájaros que antes. Sabios y libres, han debido de emigrar a tierras más calmas para evitar el chirriante estruendo de las batallas, el tufo de la sangre y de las piras.

Salgo de casa, atravieso el callejón y desemboco en la pequeña plaza. Ya los veo: debe de haber una docena, los mayores de unos diez años, los menores con no más de cinco. Revolotean en torno a una mujer joven, a la cual acosan y persiguen. La mujer parece ser ciega: lleva una sucia venda cubriéndole los ojos. Con fino y cruel instinto, los niños han comprendido que la joven es aún más débil que ellos, y se divierten haciéndola objeto de sus burlas. La empujan, la pellizcan, le arrojan puñados de barro, corretean a su alrededor con excitados chillidos evitando ser atrapados por sus anhelantes manos. Es una empresa fácil: la víctima es torpe, está asustada, tropieza con los muros, manotea en el aire inútilmente. Me acerco al tumulto y agarro de la oreja al primer chico que me pasa cerca. El niño lanza un berrido y los demás moscardones se detienen.

– ¡Ya está bien! ¿No tenéis otra cosa que hacer más que atormentar a esta pobre mujer?

Los chavales me miran en silencio, expectantes. Suelto la oreja de mi presa y toda la banda sale de estampida. Oigo sus risotadas mientras se alejan.

– Gracias, Señora.

Estoy vestida de varón. Desde que Gastón me traicionó, no he querido volver a sentir la fragilidad de mi cuerpo de hembra, a pesar de las complicaciones que la guerra supone para un caballero: he tenido que invocar mi conflicto de lealtad con Dhuoda para no sumarme a las tropas del conde de Tolosa, y debo pagar un fuerte tributo por la ausencia de mi espada. Estoy vestida de varón, pues, pero la ciega ha sabido escuchar mi voz de mujer. Y, sin embargo, llevo muchos años educando mi tono, para que suene grave, y nadie parece dudar de mi condición cuando me mira. Tal vez sólo veamos aquello que esperamos ver. La ciega, en cualquier caso, no ha dudado.

– No ha sido nada. ¿Estás bien?

Ahora que la observo de cerca advierto que es muy joven. Una muchacha. Tiene el cabello largo, sucio y enredado, las ropas desgarradas y manchadas. Pero su vestido es de buen paño, está calzada y sus manos carecen de callos. Podría ser la hija de un artesano o de algún pequeño comerciante.

– Sí, Señora. Estoy bien. Ya me voy.

Tiembla de congoja y mantiene la cabeza baja.

– ¿Adonde vas a ir? ¿Cómo te llamas?

– Alina.

– Acompáñame a casa, Alina. Vivo aquí al lado. Te daré de comer.

– Gracias, Señora, pero debo marcharme. No puedo ir con vos, aunque, si me trajerais un poco de pan, os estaría muy agradecida.

– ¿Qué te ha pasado en los ojos? ¿Por qué los llevas cubiertos?

He alargado la mano y le he rozado la cara, y ese simple gesto desencadena una reacción inusitada: para mi sorpresa, la muchacha da un respingo y un salto hacia atrás, como sí mis dedos la quemaran. Se sujeta la venda con ambas manos y su gesto se descompone:

– ¡No me toquéis! ¡Apartaos de mí! ¡Dejadme en paz!

– Alina, ¿qué sucede?

La chica retrocede atropelladamente hasta pegar la espalda al muro.

– No toquéis mi venda… Corréis peligro… -murmura con voz ronca.

Súbitamente inquieta, escudriño sus manos, su cuello, su cara. La piel está sucia, pero por debajo de los tiznones parece sana e intacta, carente de manchas o de llagas y sin esa textura cérea de los contaminados. Aun así, le pregunto:

– ¿Acaso eres leprosa?

– No, no…

La voz se le rompe en un sollozo sin lágrimas:

– No soy leprosa, aunque sería mejor serlo. Por lo menos podría permanecer entre los míos…

– No entiendo: ¿qué te ocurre?

La muchacha gime:

__Señora, si de verdad queréis ayudarme, dadme algo para calmar el hambre y dejadme en paz. Tened misericordia de mí. Os lo pido por Dios y por la Santísima Virgen.

Su desconsuelo y su temor son tan evidentes que no me queda más remedio que aceptar su ruego y su secreto. Iré a casa y le traeré algo de pan, cecina, unas cebollas. He aquí una mujer desesperada. Una ciega sin luz en los ojos ni en el corazón. Y, sin embargo, me ha pedido comida. Hasta el más desgraciado quiere seguir viviendo.

A veces, en medio del gentío, en el mercado, en la silueta de una solitaria espalda que se aleja, o en el eco dé una voz que resuena a mi lado, me parece reconocer a Gastón. Entonces se me agita la respiración, estiro el cuello, las manos me sudan, el corazón se me desboca; echo a correr por la plaza, por el callejón, por la explanada, me acerco a la figura familiar, me planto ante su cara, le palmeo en el hombro o le agarro de! brazo, ansiosa de vengarme. Pero nunca es él.

– Estás obsesionada -dice Nyneve-. Ha pasado ya un año y todavía sigues viéndole por todas partes. Tienes que acabar con eso, Leola…, acabar con eso dentro de ti. No puedes permitir que ese miserable te siga haciendo daño en la distancia.

Debe de tener razón, pero deseo tanto su muerte que no sé cómo matarle en mi recuerdo. Por eso sigo buscándole cada día en todos los hombres, con una perseverancia y un ahínco que nunca empleé en buscar a mi pobre Jacques.

Todas las tardes le llevo algo de comer a la ciega Alina, como quien alimenta a un perro callejero. Y, al igual que el perro apaleado, la muchacha va dejando que me acerque poco a poco, sin perder por completo su desconfianza. Por lo pronto, se ha quedado en la vecindad, al abrigo de las ruinas de un gallinero, a las espaldas de nuestra casa. Aquí está ahora- cubierta de mugre, con las uñas rotas, devorando lo que le he traído. A veces pienso que la cabeza no le rige bien.

Le he dicho que soy un hombre, le he dicho que soy el señor de Zarco, y Alina parece haber aceptado mi palabra y me ha pedido perdón por haber confundido mi condición. Lleva varias semanas instalada aquí y los vecinos ya se han acostumbrado a su presencia. Ni siquiera los niños la molestan: se ha convertido en algo tan poco visible como un canto incrustado en un muro de piedras. Es una más de la legión de mendigas que hay en la ciudad. En verdad no sé por qué ella me conmueve más que las otras; tal vez por su juventud, por su relativo misterio, por la magnitud de su desesperación. El suyo ha de ser un dolor muy reciente, para mostrarlo con tanta desnudez.

Compruebo, sin embargo, que Alina aún produce cierta curiosidad en los extraños. Esa mujer mayor que ahora nos observa desde la esquina del callejón lleva ya un buen rato mirándonos. No la conozco; no debe de ser de por aquí. ¿Acaso no ha visto nunca a una vagabunda? Su descaro empieza a irritarme: no nos quita el ojo de encima. Le devuelvo la mirada, retadora, para ver si se avergüenza y nos deja en paz. Pero no: ahí viene. Sí, la mujer se acerca. Justo en derechura hacia nosotras.

– Buen día nos dé Dios.

– Buen día -contesto con recelo.

Es una mujer de origen social inclasificable: demasiado bien vestida para ser campesina, demasiado pobre para ser burguesa. También su edad resulta confusa: posee una pálida cara arrugada y marchita, pero un cuerpo ágil y todavía prieto. Sin embargo, la expresión resulta simpática y su actitud es modesta y amable. Mira rápidamente a ambos lados de la calle, como para comprobar que estamos solas, y se inclina un poco hacia mí, que estoy acuclillada en el suelo.

– Perdonadme si me equivoco, mi Señor, pero… ¿no sois vos esa persona llamada Leola?

Mi sobresalto es tan grande que me pongo en pie de un brinco. Miro a la mujer con inquietud y prevención: ¿cómo sabe quién soy? Y más cuando voy vestida de hombre.

– Te confundes… -le digo.

– No, no…, perdóname, Leola, pero creo que eres tú… No podemos perder tiempo, ahora que te he encontrado. Hemos recorrido medio mundo buscándote.

– ¿Quién eres, qué quieres?

– Vengo de parte de Jacques…, de Jacques el de la casa de la higuera, cerca de Mende…

¡Mi Jacques! Las piernas se me doblan, temblorosas e infirmes.

– Pero… ¿cómo…?-balbuceo.

– ¡El buen Jacques lleva años intentando encontrarte! Desde que os perdisteis tras aquella batalla. Pero ahora la guerra vuelve a incendiar la tierra entera, y Jacques ha sido herido gravemente… Justo ahora, que te hemos hallado. Está muy mal, está agonizando, ¡tal vez incluso ya haya muerto! No podemos perder tiempo. Ven conmigo y ce lo iré contando todo por el camino… Lo he dejado a la entrada de Samatan, al abrigo del viejo molino, porque ya no podía seguir más. Debemos apresurarnos.

La culpa y la vergüenza. Mientras yo iba hilvanando egoístamente mi equivocada vida, él no me ha olvidado. Él me ha estado buscando. Y ahora se está muriendo.

– Pero ¿qué tiene, qué ha pasado?

– Los cruzados intentaron reclutarle. Escapó, y una saeta le ha atravesado el pecho. Ha perdido demasiada sangre. Por la Santísima Virgen, no nos entretengamos…

Tengo que avisar a Nyneve: tal vez ella consiga curarle. Pero Nyneve no está en casa.

– Cojamos el caballo. Iremos más deprisa, y, además, nos puede servir para traer a Jacques…

– No sé si podremos moverle… pero vamos -contesta la mujer.

Miro a Alina: está a medio levantar del suelo, con todo el cuerpo tenso, el cuello estirado hacia nosotras, su afilada cara hendiendo el aire, como intentando vernos a través de su olfato.

– Alina, tienes que hacerme un favor… Hazlo por mí… Vete a mi casa, ya sabes cuál es, y espera a que llegue una mujer… Nyneve. Dile que Jacques, mi Jacques, está malherido en el viejo molino. Que venga a buscarnos. ¿Te acordarás? Es muy importante.

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