Voces y pasos. Doy un respingo y mi puñal choca contra el muro, produciendo un agudo ruido metálico. Contengo un gemido y muevo con cuidado el cinto, colocándolo de modo que no vuelva a suceder: tengo que ser más cautelosa. Los pasos son cada vez más audibles, más cercanos, muchos pies de hierro marchando al unísono. Están dentro. Los soldados han entrado en la abadía. Voces, borrosas conversaciones de las que sólo se puede distinguir el tono airado, puertas que se abren y se cierran. Les oigo ir y venir durante mucho tiempo, hasta que, de pronto, comprendo con un escalofrío que están muy cerca. Alguien atraviesa la antesala. Recios pasos de hombre, el claro repicar de unos pies de mujer, voces cargadas de contenida ira. Aguanto la respiración y me estiro, aplastándome contra la pared, intentando abultar lo menos posible. Borrarme, incrustarme en el lienzo de piedra, desaparecer.
– Os dije que sólo era la iglesia. ¿Y ahora qué pensáis hacer, Señor? ¿Completar vuestra hazaña con un acto sacrílego? -restalla la dura voz de la abadesa.
– Sólo cumplo órdenes, Matilde de Anjou. Y vos deberíais ser la primera en entenderlas y en ayudarnos. Soy un cruzado del ejército del Santo Padre -responde una enojada voz de varón.
– Pues si sois un caballero cristiano, como decís, un cruzado de Cristo, no osaréis profanar la Casa de Dios entrando en ella con todas vuestras armas y revestido con vuestra cota de acero y vuestro odio. Os he abierto el monasterio. Habéis inspeccionado todo cuanto habéis querido. Habéis turbado la paz y el retiro de este lugar y despertado y asustado a mis pobres hijos. SÍ ahora mancilláis la pureza de esta iglesia os denunciaré al Santo Padre, a quien decís servir. Veremos quién goza de su amparo. Y no volváis a llamarme Matilde de Anjou. Soy la Madre Abadesa -dice la monja con helada altivez.
Están en el mismo umbral. A través del estrecho hueco de los goznes puedo atisbar el bulto del cuerpo del guerrero. Un hombre alto de sobreveste blanca. El caballero permanece callado e indeciso. Da un paso hacia delante: he dejado de verle. La nuca se me cubre de un sudor helado. Debe de estar justo entre las puertas; si avanza un poco más, quizá nos descubra. Escucho un bufido, casi un exabrupto.
– Está bien. Ya nos vamos. Avisadnos si veis a alguien sospechoso por los alrededores…, Madre Abadesa -gruñe el caballero, dando media vuelta y alejándose.
Los pasos de la monja le siguen, más lentamente. Dejo escapar el aire que retenían mis pulmones. Me siento mareada y tengo que apoyar las manos sobre el muro para mantenerme en pie. Durante cierto tiempo sólo me concentro en respirar. Respirar y calmarme. Respirar y celebrar el maravilloso privilegio de estar viva. Vuelvo a escuchar pasos. Alguien mueve la puerta. Es Matilde de Anjou.
– Ya podéis salir. Se han ido. El Señor ha querido que nos salváramos. Demos gracias a Dios.
Su rostro severo y orgulloso está retorcido en una especie de emocionada mueca. Ahora que me fijo, creo que se trata de una sonrisa.
Estoy en la espléndida biblioteca del monasterio, donde he pasado la mayor parte del tiempo durante las dos semanas que llevamos en la abadía. Me gusta el olor de este lugar: el ligero tufo polvoriento del pergamino, el penetrante aroma a cuero de las cubiertas. La altiva Matilde de Anjou, viuda de un príncipe inglés, decidió asilarnos durante algunos días, hasta que las cosas se calmaran y pudiéramos salir del monasterio y alcanzar los territorios controlados por el conde de Tolosa. Hoy ha venido a decirnos que ya es hora de irse. Esta noche, aprovechando la luna casi llena, nos marcharemos. La abadesa nos ha salvado la vida y su generosidad es indiscutible. Sin embargo, su sequedad y antipatía no han disminuido un ápice en todos los días que llevamos aquí. Tengo la sensación de que la irritamos; o tal vez se trate tan sólo de su forma de ser, de su talante altanero. A veces pienso que la abadesa sólo nos acogió para demostrar su propio poder, para humillar a los hombres de hierro por la rudeza de su atrevimiento. Pero no, seguramente estoy siendo injusta con ella y, sobre todo, desagradecida. Matilde de Anjou es sin duda una mujer de fuertes principios, aunque Dios no le haya concedido el don de la afabilidad. En cualquier caso, me alegro de poder irme.
Y me alegro a pesar de que estas semanas han sido muy provechosas. Esta biblioteca es un tesoro, y, además, aquí he podido conocer y tratar someramente a un par de mujeres fascinantes. Una de ellas, la menuda Herrade, está ahora aquí, sentada frente a mí, sumida en sus librotes. Pese a su edad, más que madura, posee una energía agotadora. Pero cuando lee, cuando piensa o cuando estudia, parece volcar toda esa energía para dentro, y se concentra con tal abismamiento que puedes romper un cántaro a su lado sin que pestañee. La contemplo con curiosidad, sin que ella se dé cuenta de mi mirada: un cuerpecillo enjuto, una barbilla extrañamente picuda, pequeños ojos negros penetrantes. Arrima mucho la cara al pergamino, porque no ve bien. Herrade de Landsberg, priora del monasterio de Santa Odile, en Alsacía, es una persona muy distinta a Matilde de Anjou. En su lejano convento, con sus monjas, lleva años entregada a la inmensa tarea de confeccionar un libro de todas las palabras y todas las cosas, una enciclopedia escrita en latín y titulada Hortus Deliciarum, que, si no me equivoco, quiere decir «Jardín de Delicias». Mi latín sigue siendo muy malo, aunque en los últimos años me he esforzado en estudiarlo; pero me ha bastado para poder hablar con Herrade, que me ha contado algunas de las cosas de las que trata su libro formidable. Que son todos los remas que pensarse puedan: astronomía, agrimensura, agricultura, botánica…, en realidad, en su descripción del temario sólo hemos llegado hasta la letra B. Esta mujercita laboriosa ha venido hasta aquí, tan lejos de su convento, para consultar unos libros que necesitaba para su enciclopedia. Su pasión por el conocimiento es contagiosa: de repente yo también he tenido la extravagante idea de hacer algún día una enciclopedia, pero escrita en lenguaje popular. Si lo pienso bien, lo descabellado de mi ambición me resulta risible: una pobre sierva, una campesina, intentando escribir el libro de todas las palabras… Y aun así, ¿quién sabe? La vida es tan extraña y me ha conducido ya a situaciones tan inesperadas y sorprenden res… Algún día, quizá.
– Me han dicho que os marcháis esta noche, Leola…
Una voz rompe mis pensamientos: es Eloísa, que acaba de entrar en la biblioteca. La famosa Eloísa, la otra notable mujer a quien he tenido el privilegio de encontrar aquí. También ella está de paso, pues pertenece al convento de Argenteuil. Se aloja en Fausse-Fontevrault como una simple etapa en su camino: oficialmente está buscando un lugar para hacer una nueva fundación de su convento, demasiado repleto de novicias atraídas por su celebridad. Sin embargo, tengo la sensación de que la fundación es sólo una excusa: es una mujer abrasada de inquietud y la vida conventual debe de ser una cárcel para ella. Qué extraños son los hilos de la Providencia… Eloísa es cultísima, refinada, brillante, una mujer verdaderamente sabia, pero se diría que carece de la sabiduría esencial, la de vivir. Mientras Herrade ha hecho una morada confortable de sus intereses intelectuales, Eloísa parece perseguida por sus conocimientos. Tal vez sea simplemente una cuestión del lugar que uno ocupa; esto es, de saber y aceptar cuál es tu sitio en el mundo. Herrade es una roca firme, Eloísa un alma errante. Y yo me reconozco en su insatisfacción, en su intranquilidad. Por eso envidio la obra de la priora de Santa Odile… Pobre de mí; quizá en mi deseo de hacer una enciclopedia no hay sino el anhelo de construir un nido de palabras en el que guarecerme y asentarme.
– Sí, Madre. En efecto, nos vamos.
– Me alegro por vosotras, pero yo lo lamento. Te echaré de menos.
En estos días hemos desarrollado cierta intimidad. Lo digo con orgullo; y con prudencia. Creo que Eloísa apresa en mí su misma condición indeterminada e inestable, Y que le satisface tener un interlocutor que proviene de la vida exterior, del ancho mundo. Durante estos días hemos hablado de todo, de lo divino y de lo humano; pero nunca me atreví a preguntarle por Abelardo, ni ella lo mencionó. Es como un gran silencio que media entre nosotras.
– ¿Te importaría acompañarme a dar un paseo por el claustro? No quisiera molestar a la madre priora… -dice Eloísa señalando con la barbilla a la pequeña monja alsaciana.
Sé que Herrade no nos prestaría la menor atención ni aunque le vociferáramos al oído: además de su capacidad de concentración, tengo la sospecha de que está un poco sorda. Pero yo también deseo salir a despejarme un poco.
– Cómo no, Madre. Es un honor para mí. Con mucho gusto.
Aparte del apresurado cruce ocasional de alguna hermana, el claustro está vacío. Hace un frío cortante y los rincones del jardincillo interior que no han sido tocados por el pálido sol están cubiertos de escarcha. Caminamos en silencio por el corredor a paso vivo, para entrar en calor. Nuestro aliento nos envuelve en pequeñas brumas de vapor. Sólo se oye el ligero piar de algunos pájaros, el roce de nuestros pies sobre las losas. Qué limpia sencillez, qué paz tan absoluta. De repente se me encoge el ánimo, me angustio, me entristezco. De repente pienso que no quiero marcharme. Quizá me estoy equivocando en todo lo que soy y lo que hago. Quizá debería hacerme monja.
– Te envidio, Leola -dice Eloísa abruptamente, como si hubiera escuchado mis pensamientos-. Yo también desearía poder irme. No, no es eso: desearía tener tu edad y tu libertad… Poder reescribir mi vida con renglones distintos.
Su voz suena acongojada. La contemplo a hurtadillas mientras paseamos: por lo que sé, debe de tener unos sesenta años, pero es una de esas personas de edad incalculable, uno de esos seres que parecen haber nacido siendo ya ancianos. Sus rasgos son regulares y, según dicen, en su juventud fue muy hermosa. Pero nada de aquel esplendor se trasluce ahora en su cara marchita y arrugada, en su gesto mortecino y melancólico.
– ¿Y no podríais abandonar el convento, si de verdad lo deseáis?
– ¿Para ir adonde, para hacer qué? No, Leola, no puedo escapar de mí misma. La mayor prisión es tu pasado.
No sé qué contestar, de modo que seguimos caminando en silencio durante cierto rato.
– ¿Sabes que Abelardo ha muerto? -dice al fin. Lo sé, pero me sorprende que lo mencione. -Algo he oído. Pero fue hace ya tiempo, ¿no? Eloísa suspira.