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– Duquesa… -susurro, conmovida a mi pesar.

La Dama Negra deja caer mis manos violentamente. Reprimo un gesto de dolor: tengo las muñecas desolladas, los brazos agarrotados.

– No te he dado permiso para hablar, hereje.

– Sólo quería agradeceros que nos hayáis sacado del campamento de Simón de Montfort. Es un nuevo favor que os debo.

La Duquesa ríe desganadamente. Sus dientes están ennegrecidos y deteriorados, sin duda a causa del envenenamiento producido por los afeites de plomo y de mercurio.

– Tú no me debes ningún favor. No te conozco, hereje. No sé quién eres. Y mañana te quemaré en la pira.

– Si eso es así, ¿por qué vino fray Angélico a buscarnos de vuestra parte? Duquesa, yo sí sé quién sois vos. Y os recuerdo muy bien.

Dhuoda cierra los ojos y su rostro-máscara se crispa. Pequeñas grietas recorren la capa de ungüento.

– Tú recuerdas a la Dama Blanca. Y esa mujer no existe. Yo soy la Dama Negra y carezco de memoria. Te mandé traer para probarme. Te mandé traer para medirme. Y estoy satisfecha, porque he comprobado que el odio es más fuerte que el amor. Mi odio me hace pura, perfecta y poderosa. Y cuando te vea morir mañana, extirparé el último residuo de mi necesitada y deleznable humanidad, como quien cauteriza una pústula con un hierro al rojo. Mañana desaparecerá tu pobre carne y con ella las ruinas del recuerdo que te tengo. Y será como si nunca hubieras nacido.

– No te creo, Dhuoda. Uno no puede evitar ser lo que ya ha sido. La Dama Blanca sigue ahí, atrapada bajo esa sucia pasta con la que te deformas y te escondes. Sé que hay en ti algo bueno, pese a todo. Recuerdo tu generosidad. Y la dulzura de las tardes felices.

La Duquesa sonríe sarcásticamente: -Mi pequeña Leo…, ya no tan pequeña, porque el tiempo también ha pasado por ti. Ya no eres esa muchachita luminosa que yo conocí… Ahora eres ya todo un caballero, aunque debo reconocer que todavía mantienes tu atractivo. Pero sigues siendo una sierva ignorante. ¿De verdad crees que guardo en mi interior el más mínimo vestigio de lo que tú llamas bondad? Que no es más que fragilidad, impotencia y herida. No tienes ni idea de lo que es el odio. Es una dura y exuberante zarza que lo llena todo, que asfixia cualquier pequeña duda emocional, que te salva de tus míseras necesidades. En mi odio me basto y soy feliz. Mi corazón es de un hierro tan templado y tan negro como el de esta coraza, e igual de impenetrable. Tus palabras me dan risa. Son para mí como el canto de un grillo, inocentes e incomprensibles. No te servirá de nada apelar aduladoramente a mi supuesta generosidad. No te he sacado de las manos de Montfort para salvarte, sino para recuperar lo que siempre fue mío… Porque debo reconocer que antes he mentido… He dicho que la Duque sa Negra carece de memoria, y no es cierto. Hay dos personas cuyo recuerdo hiere y obsesiona a la Duquesa de tal modo que le impide dormir en las noches oscuras… Una es Pierre, mi hermanastro, principio y fin de todo, pues solamente existo para matarle. Y la otra eres tú. Yo te creé y te regalé una vida; pero tu existencia me molesta, es como el zumbido de un moscardón que recuerda el calor de los veranos perdidos. Y yo he decidido vivir en el invierno, en la lluvia perpetua y el poderoso frío. De manera que, tal como te di la vida, ahora se me antoja arrebatártela. Es mi prerrogativa y mi derecho.

Debería sentir miedo, pero siento furia:

– ¿Para eso me has traído, entonces? ¿Para que me humille? ¿Quieres verme rogar por tu perdón? Me asusta el dolor y no quiero morir, pero no rogaré.

– Cálmate, Leo. No caigas en su trampa -dice Nyneve a mi lado.

Pero yo no hago caso:

– Hace muchos años ya supliqué por la vida de otro, y ni siquiera entonces pudiste ser clemente. Porque para ser clemente hace falta ser fuerte de verdad. No es el odio, son el miedo y la debilidad los que te han convertido en el monstruo que eres. Me das pena, Dhuoda.

Sus ojos se encienden con un fuego colérico. Me mira en silencio y luego da un brusco tirón de mis manos trabadas. Me muerdo los labios ahogando un gemido.

– Pobre Leo, ¿tus ataduras te hacen daño? -dice suavemente-. Te propongo un juego… Siempre nos gustó jugar, ¿recuerdas? Aquí tienes las velas de este candelabro… Si eres capaz de quemar tus ligaduras con la llama, desataré también a Nyne y os regalaré una confortable última noche. Una buena comida, buenos lechos, incluso un agradable baño de agua caliente. ¿Te atreves a jugar, señor de Zarco?

Pienso rápidamente. La cuerda es de esparto y podría arder con facilidad, pero está muy mojada por la lluvia. Aun así, ansío liberarme de esta soga cruel que se clava en mis carnes, y, además, siempre puede haber más posibilidades de defensa sí no estamos atadas. Pero ¿cumplirá Dhuoda su promesa?

– ¿Te atreves, o no?

La burla en su voz, el reto en sus ojos. Aunque se trate de un engaño, tengo que hacerlo. Tengo que borrar esa sonrisa irónica. Tomo aire profundamente y estiro los brazos. Mejor aguantar en lo más caliente de la llama. Mejor no dudar y perseverar, será más breve. Coloco mis muñecas sobre el cirio. El dolor es tan agudo, tan sorprendente, que no lo puedo soportar y retiro las manos. Dhuoda ríe. Vuelvo a tomar aire, contengo la respiración y pongo una vez más las muñecas sobre la llama. Los ojos se me llenan de lágrimas. Debo hacer acopio de toda mi voluntad para no retirar los brazos. La soga humea y luego chisporrotea. Huele a carne quemada. No puedo más. Quiero gritar. La cuerda empieza a arder. Doy un tirón y se rompe. Rizos de llameante esparto caen al suelo. Aparto las manos de la vela. Duele tanto que estoy a punto de desmayarme. Pero estoy libre.

La Duquesa me mira largamente con sus ojos pintarrajeados y su fúnebre rostro del color de la ceniza. No sé qué piensa. No sé qué siente. De pronto, alarga su mano derecha y coloca la palma sobre la vela. De nuevo el nauseabundo olor, el crepitar horrible. Dhuoda permanece impasible: ni un gesto en su cara, ni un temblor en sus dedos extendidos- Los instanres pasan y ella sigue abrasándose la mano, mientras me contempla con una mirada tan fija que ni siquiera parece parpadear. Es un espectáculo insoportable.

– Duquesa…, por favor. ¿Acaso queréis emular a Puño de Hierro? -le digo con la voz estrangulada.

– No te inquietes, Leo…, ella disfruta con esto. Está loca -gruñe Nyneve.

Lentamente, como si saliera de un sueño, Dhuoda retira la mano de la llama y cierra los dedos sobre la herida con delicadeza, como si guardara en su palma una costosa joya.

– ¿Visitaste alguna vez el pedazo de tierra que te concedí? -pregunta la Duquesa con voz suave.

– No.

– Lástima. Hubieras encontrado a muchas criaturas como tú, víboras rastreras que laceran la mano de quien les alimenta. Desata a Nyne, primo -ordena la Dama Negra a fray Angélico-. Alójalas separadas y bien vigiladas, pero en aposentos confortables. Y cuida de que estén bien atendidas. Mañana al amanecer las quemaremos. Recuerda, mi pequeña Leo, el dolor que produce la modesta llama de una simple vela… e imagina lo que será la mordedura de una violenta hoguera. Que este pensamiento entretenga tu noche, y que lo disfrutes. Porque mañana yo misma arrimaré la tea a vuestras piras.

Una cruel ironía del destino ha hecho que el lugar de mi encierro sea nuestra antigua habitación en lo alto de la torre circular. También hasta aquí han llegado los destrozos de este tiempo desatinado; los muros están tapados con sus consabidas y mustias colgaduras negras y una espesa capa de polvo y suciedad recubre todo, como si la estancia hubiera permanecido cerrada durante todos estos años. Pero los muebles siguen intactos, los fanales mantienen sus bujías y el gran lecho de plumas, aunque puerco y mohoso, continúa en medio de la sala. Alguien ha entrado a encender la chimenea: el rastro de sus pies está marcado sobre las losas polvorientas. Los leños crepitan y chisporrotean, irradiando una agradable tibieza. Rudos soldados, evidentemente malhumorados por tener que hacer labores ancilares, han traído una tina de cobre y agua caliente. También me han servido una comida abundante, tosca y pesada como almuerzo de mercenario. Incluso me han proporcionado grasa de cordero purificada para cubrir mis quemaduras. Tras el baño, vuelvo a vestir mi armadura de caballero. Una idea atroz atraviesa mi cabeza como un relámpago: no debería entrar en la hoguera recubierta de hierro, porque eso sólo puede alargar y aumentar el sufrimiento. Me esfuerzo en rechazar este pensamiento tan lúgubre: no debo rendirme, no puedo darme por vencida, tengo que concentrar todas mis energías en buscar un modo de escapar. Sin embargo, no es fácil. No sé dónde está Nyneve, carezco de armas, la puerta está guardada desde el exterior por una pareja de grisones y el tiempo se me acaba. La luna cruza con pasos veloces el pequeño horizonte de la ventana: la veo asomar de cuando en cuando tras las abigarradas nubes de la eterna tormenta. Sigue lloviendo de manera monótona e inclemente. Recuerdo ahora aquella otra noche en vela que pasé en este mismo cuarto, contemplando esta misma porción del firmamento. Otra víspera de muerte y de suplicio. De una agonía que no pude evitar. Y aún recuerdo antes, cuando esta alcoba era un lugar alegre y confortable, un paraíso de refinamiento, el comienzo del mundo para mí. Sí, Dhuoda tiene parte de razón: para bien y para mal, soy lo que soy también gracias a ella. O por culpa de ella. No consigo reconocerme en aquella Leola primeriza: admiré y amé a Dhuoda. A este monstruo. Y al terrible y fanático fray Angélico. Pero estoy perdiendo el tiempo. Mi único y último tiempo. Tengo que encontrar cómo salir de aquí, pero mi mente parece incapaz de albergar un solo pensamiento bien enhebrado. La angustia ha dejado mi cabeza ciega y sorda. Vuelvo a imaginar el cruel aliento de las llamas. El metal de mi armadura recalentado al rojo. Tengo que quitármela. Pero no, no puedo pensar en eso; el miedo debilita, como decía mi Maestro. Concéntrate, Leola: eres un guerrero y debes luchar.

– Y bien, Leo…, de nuevo tú y yo a solas…

Sumida en la zozobra de mis reflexiones, no he oído entrar a fray Angélico. Pero me vuelvo y aquí está, con los brazos cruzados sobre el pecho, apoyado en la puerta cerrada, sonriendo ladinamente. ¿Cuánto tiempo llevará ahí? El estómago se me encoge. El fraile me asquea y me da miedo. Durante las dos jornadas que tardamos en llegar hasta el castillo, fray Angélico no se dirigió en ningún momento a nosotras ni dio señales de reconocernos. Pero ahora su sonrisa dice lo contrario. Su sonrisa dice demasiadas cosas, y ninguna me gusta.

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