– Supongo que tú no opinarás lo mismo, pero yo me alegro de que estés aquí…, me alegro de volver a verte -dice.
Guardo silencio. El fraile se desgaja de la puerta y se acerca a mí. Los años han marcado sus rasgos más profundamente, como si hubieran grabado los surcos de su cara con cincel, pero esa nitidez y esa dureza no empeoran su apostura, antes al contrario: parece más hecho, más rotundo. Sigue manteniendo una forma física admirable, sigue siendo un hombre grande, musculoso y ágil, y esa constitución atlética, tan ajena a la vida sedentaria eclesiástica, me hace pensar en las necesidades y las exigencias de su cuerpo. Siempre fue un varón tremendamente carnal atrapado en la contradicción de su intolerancia religiosa. También él me está escudriñando atentamente, como Dhuoda. Agarra mi barbilla entre sus dedos y levanta mi cara hacia la luz.
– Mi joven caballero… Tiene razón mi prima, aún 'eres hermosa. Al principio me engañaste, pero enseguida empecé a sospechar que eras mujer. La pequeña Leo…, qué pena me da tu alma equivocada. Erraste el camino desde muy temprano. Vestirse de hombre ya es una abominación ante los ojos de Cristo. Sólo por eso te podrían haber quemado ciento y una veces. Y, luego, mi desdichada amiga, agravaste de modo repugnante tu pecado escogiendo el partido de los herejes. ¿Cómo hiciste algo tan horrible? Y tan estúpido, porque seréis aplastados irremisiblemente… Acabo de leer la copia del informe que Arnaud Amaury, el abad de Citeaux, ha enviado al Papa: "La venganza de Dios ha hecho maravillas: hemos matado a todos», dice Arnaud. La guerra os va muy mal, porque no se puede tener a Dios como enemigo. Mi loca y necia Leola… Y, sin embargo, te he visto crecer. Y parecías tan puro, tan inocente…
Fray Angélico me agarra por los hombros y me atrae hacia su pecho poderoso. Intento resistirme, pero es demasiado fuerte: me encuentro entre sus brazos, apretada contra él, mi cara enterrada en su tórax elástico y mullido, can cálido a través de la lana de su hábito. Siento por un momento el deseo de dejarme llevar, de arropar mi aterimiento en su pecho protector, de sentirme aliviada y confortada por su abrazo titánico. Pero recuerdo quién es v lo que hace; recuerdo que sus manos están tintas de sangre. De modo que mi cuerpo permanece rígido y mi mente alerta.
– Mi joven caballero…, que Dios me perdone, pero siempre me ha atraído tu escondida feminidad en sus ropajes viriles… Esa pequeña mujer envuelta en duros hierros… como ahora.
Las manos de fray Angélico han empezado a acariciarme. Me mantiene aferrada contra él pero sus largos dedos se enredan en mis cabellos, descienden por mi cuello, me rozan la mejilla. Su voz enronquece y se hace más afanosa. Susurra en mi oído, calentando mi oreja.
– Eres mi tentación… Mi atractivo demonio… Y mi carne es débil y pecadora. Pero Dios, en su magnanimidad, sabrá perdonarme, porque dentro de unas horas morirás y no habrá posibilidad alguna de volver a caer en este vicio. Y con tu muerte, y con mi dolor al verte morir, pagaremos por nuestro acto de impureza…
– Suéltame. ¡Suéltame, te digo! -grito, debatiéndome inútilmente en el cepo de sus brazos.
– Ssshhh, espera, espera… Déjame que te goce… y que te haga gozar. ¿No quieres sentir tu cuerpo por última vez, antes de ir al suplicio? No temas…, esto no empeorará tu deuda con Dios, te lo aseguro. No hay nada peor que la herejía… y yo te absolveré después del pecado de la carne, si lo precisas… Déjame que te toque… y que te posea. Sé buena conmigo, y convenceré a Dhuoda para que te estrangule antes de encender la pira… Voy a entrar en ti, mi doncella de hierro… No finjas resistirte, sé que tú también lo quieres, mí demonio… Sé que también te gusto y me deseas… Te voy a poseer y a cambio te romperán el cuello y te librarás del tormento de las llamas…
La urgencia de su afán le ha vuelto medio loco. Su aliento quema mi piel, sus duras y ansiosas manos me hacen daño. En la refriega hemos ido retrocediendo hasta la pared: ahora me tiene aplastada contra el muro. Su robusto muslo está hincado entre mis piernas y su peso de hombre grande me inmoviliza. Agarra mi cara con una mano y la levanta: veo el relumbre febril de los ojos oscuros, la avidez de los labios que se acercan. Su lengua abre mi boca como un ariete, su lengua mojada y musculosa que choca con la mía, que se retuerce ahí dentro. Siento una angustia indecible, un ahogo de náusea, el horror ante ese cuerpo hermoso y aborrecible que antaño deseé y que hoy me violenta. Y entonces sucede. Lo hago sin pararme a pensarlo, lo hago antes de ser consciente de lo que estoy haciendo, es una respuesta defensiva animal, un movimiento de bestezuela acorralada. Clavo mis dientes en su lengua. Muerdo con toda mi alma, con todas mis fuerzas, con toda la desesperación de mis quijadas. Muerdo rápida y feroz hasta que mis dientes entrechocan y mi boca se llena de un líquido caliente. Un rugido inhumano y gorgoteante estalla en mis oídos: es fray Angélico, que se separa de mí demudado y aullando. Me lanza un formidable manotazo; lo esquivo y tan sólo me alcanza de refilón, pero es suficiente para tirarme al suelo. Gateo frenéticamente huyendo del religioso; escupo y veo caer sobre las losas el pedazo de lengua, el buche de sangre. Fray Angélico se agarra la boca con las manos y da tumbos chillando por el cuarto, medio cegado por el dolor. Busco alrededor con angustia y urgencia: a mi lado está todavía el pesado plato de hierro en el que me sirvieron la carne del almuerzo. Cojo el plato y golpeo la cabeza del fraile con toda la potencia de la que soy capaz. El hombre se vuelve y me mira muy quieto, los ojos desorbitados, las barbas llenas de cuajarones de sangre. Golpeo de nuevo. Fray Angélico se derrumba. Se me doblan las rodillas y me siento en el suelo, sin aliento, abrazada aún a la escudilla metálica.
Piensa, Leola. Piensa.
De pronto se me ocurre que los guardias de la puerta tienen que haber escuchado los gritos, las voces, el barullo de nuestro enfrentamiento. Deben de estar preguntándose qué ocurre y sin duda irrumpirán en el cuarto de un momento a otro. Me levanto de un salto y corro a agazaparme junto al umbral, con el plato en la mano, dispuesta a estrellar mi arma improvisada en el rostro del primero que entre. El corazón redobla en mi pecho locamente y pone un tronar de sangre en mis oídos. Transcurren pesados los instantes sin que nada suceda; pasa de hecho tanto tiempo que, de repente, caigo en la cuenta del dolor de mis brazos, demasiado agarrotados por la tensión. Bajo un poco el plato, sin entender qué ocurre. Aguzo la oreja y sólo oigo silencio. En el exterior no parece haber nadie. Pero eso es imposible. No me atrevo a abrir, porque eso me colocaría en total desventaja. Y, sin embargo, ¿qué otra cosa puedo hacer? No puedo permanecer encerrada aquí junto al descalabrado y mutilado fray Angélico hasta que vengan a buscarme para la pira.
Aguanto la respiración. Me parece haber oído algo al otro lado de la hoja de madera. Un susurro blando, un tintineo. Vuelvo a levantar la escudilla. Una pobre defensa contra gente armada. La puerta se entreabre ligeramente y se detiene, como si alguien dudara si entrar o no. Tengo la boca seca y el cuerpo dolorido. Un pequeño empujón, Un chirrido de los goznes. Nueva parada. Qué violenta quietud, qué angustia insoportable. Al fin, codo se precipita. La hoja se abre y un soldado entra. Me abalanzo sobre él, pensando oscuramente que, como lleva casco, debo golpear sobre su rostro desnudo.
– ¡Soy yo, Leola!
¡Nyneve! Intento detener mi acometida, pero el impulso me arroja sobre ella y ambas caemos al suelo, con gran ruido de hierros que entrechocan.
– ¡Calla! -susurra Nyneve inútilmente, reclamando silencio después de la algarabía del metal.
Sin aliento, quietas y entrelazadas sobre las losas, escuchamos el aire. No se oye ningún ruido. Nos ponemos en pie con cuidadoso sigilo.
– ¿Qué ha pasado? -cuchichea Nyneve, mirando el cuerpo ensangrentado de fray Angélico.
– ¿Qué haces aquí? -respondo con voz queda.
Nyneve cierra la puerta.
– Me he escapado. Sonsaqué a uno de los guardias dónde estabas y…
– ¿Cómo te has escapado?
– Hice un hechizo y… Oh, bueno, les soplé a mis carceleros unos polvos de dormidera que llevaba en el cinto… Tardarán varias horas en despertar. Pero ya no me quedaban más polvos y temía no poder librarme de tus centinelas.
– ¿Qué has hecho con ellos?
– No había nadie. ¿Qué hacías tú aquí mecida, con la puerta abierta y sin guardar?; Por qué no te has ido?
Debió de ser fray Angélico. Debió de ordenar a los grisones que se marcharan, temeroso de que fueran testigos de su impudicia.
– Ya te contaré. Ahora vamonos.
– Ponte esto que te he traído. Pasaremos más inadvertidas.
Ahora me doy cuenta de que Nyneve va vestida corno un piquero suizo, con un peto de cuero reforzado de placas de hierro y un casco con nariguera. Y ha traído otro uniforme semejante para mí.
– Se los quité a los guardias a los que dormí… Date prisa.
Me despojo con dolor de mi vieja y buena cota de malla, tan ligera y resistente. Lamento abandonarla: es como dejar una parte de mí. Pero sé que Nyneve tiene razón. Me meto dentro de la coraza de cuero, que es demasiado ancha y huele a macho cabrío, a sudor rancio. También el casco me queda grande: la nariguera llega hasta la boca.
– Tienes un aspecto extraño, pero servirá -dice Nyneve.
Me ciño el cinto con la maza y el largo puñal de los piqueros, y salimos cautelosamente del cuarto, cerrando la puerta a nuestras espaldas. La escalerilla de caracol está oscura y vacía.
– ¿No estarán mis guardianes esperando al pie de la escalera?
– Cuando yo he llegado no había nadie… Casi todo el mundo duerme, salvo los centinelas. Caminemos con naturalidad y sin esconder la mirada… Este castillo es un caos, como suele suceder cuando las fuerzas están compuestas por mercenarios de distintas banderas. Cada cual hace lo que quiere y no parece haber una gran fluidez en las comunicaciones. Creo que muchos de los soldados ignoran que hay dos prisioneros que mañana van a ser ajusticiados. -¿Cómo vamos a salir del castillo? El portón debe de estar cerrado y el puente levadizo levantado.
– Sí…, eso es lo más difícil. Ya pensaremos algo. Bajamos por las estrechas escaleras de la torre, tanteando nuestro camino entre las sombras, y salimos al amplio corredor en torno al patio de armas. El lugar está lleno de soldados; la mayoría, en efecto, duermen. Algunos conversan o juegan a las cartas en el amortiguado resplandor de las hogueras medio apagadas.