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– Estupendo espectáculo. Mejor que el de muchos bufones, os lo aseguro… Verdaderamente creo que podríais resultar muy entretenidos. Mucho. Se me ocurren varias diversiones, a cual más exquisita, para jugar un poco con vosotros… Pero, por desgracia, he prometido a un buen amigo que os entregaría a él. Parece estar muy interesado en vosotros, no sé por qué…

De la tienda sale un hombre alto envuelto en hábitos flotantes. Es fray Angélico.

– No es por mí, mi Señor -dice el fraile haciendo una pequeña reverencia-. Es por mi Señora, la Du quesa. Ella es quien desea hacer justicia…

– Está bien, está bien. No podemos defraudar a la Duquesa, que es tan buena aliada, tan gentil defensora de los colores de la Iglesia. Sacad cuanto antes a estos herejes de mi vista -dice Montfort, repentinamente serio y malhumorado.

Y, dando media vuelta, desaparece dentro de la tienda.

– Fray Angélico… -digo.

Pero el religioso pasa junto a mí sin siquiera mirarme.

– Ya habéis oído al Vizconde. Vamonos -ordena a los soldados.

Vuelven a subirnos a los caballos y en pocos instantes queda organizada una nueva partida de una docena de hombres. Salimos del campamento con fray Angélico al frente y, en el cruce de caminos, enfilamos en dirección al Noroeste. Creo que vamos hacia el castillo de Dhuoda. Tanto tiempo sin volver por allí. Tantos años sin verla. La angustia, la vergüenza y la confusión oprimen mi pecho, pero en el fondo de ese revoltijo de sucias emociones brilla una pequeña y punzante esperanza. Nos hemos salvado de Montfort. Hemos escapado del gran carnicero. La esperanza arde y crece, calentándome el ánimo. Todavía estoy viva y entera y, lo que es más, deseo vivir. Tengo que salir de todo esto para poder matar al alquimista.

Apenas puedo reconocer el castillo de Dhuoda cuando vuelvo a verlo, pesadamente plantado sobre su colina. Antes era una fortaleza a la vez sólida y liviana, algo tan resistente, hermoso y aéreo como los nidos de las águilas sobre las rocas. Pero ahora han sido añadidos gruesos bastiones, torretas defensivas, murallas de refuerzo. Robusto, informe y feo, el castillo se aferra al suelo como una vieja muela de caballo a la quijada. Su sola visión produce una sensación brutal y opresiva, magnificada por la negra nube que truena sordamente sobre la fortaleza. Alrededor, el cielo se ve despejado; pero en el castillo de Dhuoda llueve y el mundo es un lugar húmedo y sombrío. A mi lado, el joven soldado que nos ha alimentado y se ha ocupado de nuestras necesidades durante el viaje se estremece y se santigua:

– Ya sé que la Dama Negra es una de las grandes aliadas del Padre Santo, pero esto tiene que ser cosa del Maligno… -murmura asustado.

Le miro inquisitivamente. No quiero preguntarle de manera directa porque temo comprometerle si le hablo: es un buen muchacho y ha intentado suavizar las duras condiciones de nuestro cautiverio. Pero le miro, y él me mira a su vez, quizá contento de poder explayarse con un hereje que no va a escandalizarse por lo que él diga:

– Siempre llueve sobre el castillo de la Duquesa. Da igual el tiempo que haga en otras partes, ahí encima siempre hay una tormenta… Eso no es normal… Que Dios nos proteja -susurra, volviendo a persignarse y separándose después bruscamente de mi lado, como avergonzado de sus confidencias con el enemigo.

En efecto, ahora estamos entrando ya bajo la línea de la lluvia. Que es caudalosa y está helada. El agua se me cuela por el cuello, gotea de mis cejas, empapa las ligaduras de mis entumecidos brazos. Las rozaduras de mis muñecas escuecen al mojarse. Atravesamos el puente levadizo, cuyos gruesos tablones parecen medio podridos y están recubiertos de verdín. Han construido una nueva puerta ante el portón antiguo, y entre ambos queda una especie de vestíbulo que en realidad es una trampa militar: al pasar miro hacia arriba y veo un enrejado, a través del cual pueden echar aceite hirviendo sobre los atacantes. El patio de armas, en el que fui nombrada caballero hace tantos años, sigue más o menos igual, aunque bajo la oscuridad de la nube y el inclemente azote de la lluvia parece más inhóspito y pequeño. Las almenas del cuerpo principal del castillo están llenas de picas, y las picas de cabezas ensartadas: se ve que la Reina de los Cuervos ha decidido seguir alimentando a sus alados siervos. Creí que nunca regresaría a este lugar. Ahora que estoy aquí, me siento atribulada por la incertidumbre de lo que pueda pasarnos, pero también, debo reconocerlo, excitada ante la idea de volver a ver a Dhuoda. ¿Qué habrá sido de ella? Me pregunto sí seguirá siendo igual de hermosa. Y si, pese a todo, me seguirá queriendo.

El castillo está lleno de mercenarios: vivaquean dentro de la fortaleza como sí se encontraran en campo abierto. Los magníficos suelos de piedra, antaño pulidos y adornados con alfombras, están ahora recubiertos por una sucia capa de paja podrida. Los hombres de hierro acampan desordenadamente, reunidos según sus procedencias: veo a los bretones de salvaje aspecto, con sus formidables arcos largos; y veo a los lanceros suizos, agrupados por comarcas bajo sus enseñas, el toro de Uri, la gamuza de los Grisones, engrasando sus invencibles alabardas, esa mezcla letal de pica y hacha. Han encendido fuegos de leña sobre el suelo y el humo se acumula en las estancias haciendo el ambiente casi irrespirable. En el otrora refinado salón de banquetes, los caballos mordisquean grandes brazadas de heno. Huele a cuadra, a excrementos, a sudor, a hollín. No queda ningún paje en el castillo de Dhuoda, ningún mueble fino, ningún hachón encendido: la única iluminación proviene de las hogueras. A su luz temblorosa, constato que los muros siguen recubiertos con lo que parecen ser los restos de los lutos del día de mi investidura, sucios jirones desgarrados y descoloridos. Hay un ambiente rudo y peligroso, un latido de violencia sorda, la tensa vigilia de los hombres de hierro que saben que quizá no alcancen a terminar con vida el día siguiente. Veo todo esto con el corazón encogido mientras atravesamos las estancias a toda prisa, escoltadas por cuatro soldados y en pos de las atléticas zancadas de fray Angélico. Al cabo nos detenemos frente a unas puertas dobles: si la memoria no me engaña, es el salón ducal. El religioso golpea la hoja de madera con el puño.

– Entrad.

El salón es el único cuarto aún reconocible del antiguo castillo. Aquí también han desaparecido los tapices y las ricas alfombras, pero el suelo está limpio de paja y el aire es respirable, porque el fuego crepita dentro de ¡a gran chimenea, librando el lugar de humo. El sillón ducal sigue situado sobre los escalones de piedra, en la parte Norte de la estancia; a la izquierda, junto al muro, veo una cama dispuesta, un pequeño catre de campaña: se diría que Dhuoda ha trasladado su alcoba a este lugar. Unas cuantas bujías en un candelabro iluminan el centro de la habitación. Al fondo, entre las sombras, una figura oscura vuelta de espaldas. El pulso se me acelera y la sangre me zumba en los oídos: sin duda es la Duquesa.

– ¿Y bien? -pregunta la figura con una voz extrañamente ronca que, sin embargo, todavía reconozco.

– Aquí están, Dhuoda. Como me pediste -contesta el fraile.

La Duquesa no dice nada, pero en el silencio me parece escuchar un hondo suspiro. Al fin se vuelve hacia nosotros. Con lentitud. Ahora está de frente. Casi no la distingo, pero su rostro brilla fantasmagóricamente blanco en la penumbra.

– Que se acerquen a la luz -ordena.

Los soldados nos empujan hacia el candelabro. Desde el fondo del cuarto, Dhuoda avanza hacia nosotros paso a paso, emergiendo de las sombras como el ahogado emerge de las negras aguas de un pantano. Y su visión resulta tan terrorífica que tengo que hacer un verdadero esfuerzo para que mí expresión no lo denote. Viste de la manera más extraordinaria que pensarse pueda: lleva unas amplias faldas de brocado de seda, tan negras y brillantes como el azabache, pero tan inusitadamente cortas que, por abajo, asoman sus piernas, envueltas en malla de hierro y protegidas por sólidas grebas metálicas de guerrero. En cuanto al cuerpo, lo lleva revestido, hasta la cintura, en una apretada armadura de una condición que jamás he visto: no está confeccionada con eslabones, sino con placas grandes y duras de metal, articuladas ingeniosamente en los hombros de tal modo que puede mover los brazos con comodidad, si bien entre chirridos. Bajo el hombro derecho lleva adosado a la coraza un agudo punzón, un temible estílete, quizá encargado de buscarle el corazón al enemigo en el curso de los combates cuerpo a cuerpo. Colgando del cuello, un espléndido e inadecuado collar de perlas blancas. Toda su armadura es negra como la pez, pulida y espejeante. También su cabello sigue siendo muy negro, una melena despeinada e hinchada que le sale de la mitad del cráneo, pues ahora se depila demasiado el nacimiento del pelo. Aunque quizá lo que suceda es que lo esté perdiendo, tal vez se esté quedando calva, ahora que me fijo su cabello posee una textura horrible, sin duda se lo tiñe, ese negro reseco y pegajoso no es normal. Mi bella Dhuoda, ¿qué ha pasado contigo? Han transcurrido más de tres lustros y ahora debe de tener unos cuarenta y cinco años, pero aun así se ha estropeado demasiado. Parece una vieja, o quizás un viejo: esta turbadora mezcla de sayas de seda, collares de perlas y armaduras feroces le otorga una inquietante imprecisión sexual, un lugar indefinido entre el varón y la hembra. Pero lo peor es su rostro. Su pobre rostro, recubierto de un cuarteado emplasto de yeso y plomo con el que se afana inútilmente en blanquearlo. Los ojos, dementes y enrojecidos, están repintados con los tiznones del kohol berebere y, cuando habla, la boca se abre como una herida rosada en medio de la pálida y grisácea máscara de sus afeites.

Contemplo toda esta devastación mientras Dhuoda, a su vez, me contempla a mí. Me escruta en silencio durante largo rato, con una mirada en la que no soy capaz de reconocer ningún sentimiento. Levanta mis manos, que ahora llevamos Nyneve y yo atadas por delante del cuerpo para poder manejarnos mejor durante el viaje, y observa con atención mis dedos mutilados. Sus ojos relampaguean. ¿Lamenta mis heridas? ¿O acaso las celebra? Súbitamente tengo la sensación de que la Duquesa está buscando síntomas de mi deterioro. Quiere comprobar si el tiempo ha sido tan cruel conmigo como con ella. Quiere verme y no reconocerme, no desearme. Pero no lo consigue. Lo veo, lo noto. Siento la caricia de sus dedos cálidos y secos sobre mis dedos. Y en sus ojos arde la misma Dhuoda de siempre. Toda esa fragilidad y esa dureza.

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