– Pero ¿qué has estado haciendo? El caballo está agotado. ¿Has galopado durante toda la noche?
El alquimista se encoge de hombros y esquiva mi mirada:
– Lo siento. Estaba muy lejos cuando decidí volver. Y temía no poder alcanzaros.
– ¡Maldita sea, Gastón! Pobre animal. Vamos a tener que ir al paso…
Alegre me mira con ojos suplicantes, como si quisiera decirme algo. Tengo hambre, tengo sed, estoy cansado.
– ¿Ha comido?
– Sí… Bueno, no. Qué más da, vámonos. Haremos una jornada corta.
– ¿Cómo que qué más da? Vamos a llevar el caballo al establo, Nyneve…
– ¡Es tarde! Tenemos que irnos -se irrita Gastón.
– ¿A qué vienen ahora estas prisas?
– Debemos alejarnos de aquí. Los cruzados no tardarán en atacar. Cuanto antes nos marchemos, más seguros estaremos. Sobre todo con la carta.
– Tú te lo has buscado, Gastón. La culpa es tuya.
Le arrebato las riendas del palafrén y regresamos a la cuadra. Busco al mozo de establos y le pago una carga de heno. Desensillamos a Alegre, le secamos y frotamos, le damos agua, le dejamos comer. Gastón se pasea ansioso y furibundo de una esquina a otra del lugar. Ensillamos de nuevo al palafrén y nos ponemos en marcha. Entre una cosa y otra, ha pasado con creces la hora tercia y el sol asoma ya sobre los árboles.
Cabalgamos en silencio, callados y enfadados. Gastón está inquieto. Mira constantemente alrededor y se remueve con incomodidad sobre la silla. Es un cobarde. Toco la faltriquera que he colgado de mi cinto: dentro está la carta. No sé por qué se preocupa tanto: en mi vida he hecho cosas mucho más peligrosas que ésta. Pero yo, claro está, soy un guerrero.
– Espera, Leola. Podemos acortar si cruzamos ese bosquecillo.
– ¿Quieres que abandonemos el camino?
– Esta madrugada, cuando venía a buscaros, me perdí en la oscuridad y me pasé de la posada. Entonces descubrí que hay un sendero que atraviesa el bosque y va a caer sobre el próximo pueblo. Nos ahorrará por lo menos un par de leguas. Mirad, sale de ahí.
En efecto, a la derecha se ve claramente el comienzo de una vereda.
– No creo que debamos ir por ahí -dice Nyneve-. No sé, no me gusta.
Miro el sendero, que se dirige campo a través hacia los árboles. Por lo que recuerdo de cuando vinimos, el camino hace aquí una amplia curva hacia Poniente. Gastón debe de tener razón, nos ahorrará un buen trecho.
Y Alegre está agotado.
– Está bien, ¿por qué no? Venga, Nyneve. Los caballos lo agradecerán.
Cogemos la senda, que es estrecha pero nítida. Avanzamos en fila de a uno, con Gastón delante y Nyneve en último lugar, porque no cabemos a la par. Entramos en la espesura; es un bonito bosque de fresnos, arces y robles. El sol se cuela entre las ramas e ilumina las hojas que el otoño ha pintado de amarillo. Huele a tierra, a madera, a musgo fresco. Qué sitio tan hermoso. Siento que se me levanta el ánimo y me alegro de haber tomado esta ruta.
Súbitamente, algo pesado y duro me golpea la espalda. Pierdo el equilibrio, intento aferrarme a mi bridón. Ante mis ojos, salido de no sé dónde, un individuo armado trata de sujetar las riendas del caballo. Fuego se alza de manos. El peso que embaraza mi espalda tira de mí y me impide enderezarme. El suelo se acerca a mi cara vertiginosamente. La tierra me golpea. Me he caído y no puedo moverme. Sobre mí hay un hombre, dos hombres, tres. Me inmovilizan en el suelo; uno de los soldados, pues eso son nuestros atacantes, me quita el cinto con las armas.
Y con el documento, pienso angustiadamente. Me levantan de un tirón. Están retorciendo mis brazos a la espalda de tal modo que temo que me partan una muñeca. Miro alrededor: Gastón y Nyneve también han sido desmontados y apresados.
– Atadlos -ordena un guerrero con armadura.
Lleva el yelmo puesto y en su sobreveste blanca está pintada la cruz. Son las tropas del Papa. Me estremezco. Sujetan mis manos y mis brazos a la espalda con apretadas ligaduras de esparto que se hincan en mi carne y me hacen subir de nuevo en el bridón. Ahora veo que otro grupo de soldados se acerca con los caballos de los asaltantes: sin duda los dejaron en un sitio apartado para no delatar su presencia. Son por lo menos una veintena de hombres y entre ellos hay tres caballeros cruzados. Todos, incluso los soldados, llevan cabalgaduras: deben de tener prisa. Y, en efecto, partimos al galope, quién sabe hacia dónde. En cualquier caso, hacia el Este.
Voy rodeada de enemigos y el hombre que está a mi derecha lleva las riendas de Fuego. Intento pensar desesperadamente en un modo de escapar, pero no consigo encontrar la manera de hacerlo. Las ligaduras duelen como quemaduras en mis muñecas y mi mejilla derecha escuece y late: sin duda me la golpeé al caer al suelo. Ha sido una emboscada. Nos debían de estar esperando y se arrojaron sobre nosotros desde los árboles. Pero ¿cómo sabían que íbamos a pasar por allí? La cabeza me da vueltas y una piedra de angustia me oprime el pecho de tal modo que casi no puedo respirar. Miro hacia delante, allí donde Gastón cabalga, también maniatado, entre los soldados. No puede ser. No me puedo creer que haya sido Gastón. Tiene que haber sido una maldita casualidad. Los cruzados nos deben de haber visto desde el bosquecillo al tomar el sendero… Tal vez hayan apresado a la señora de Lumiere, tal vez supieran de nuestra encomienda y nos estuvieran buscando… No, desde luego que no, es imposible que el pobre Gastón tenga la culpa.
Galopamos sin que nadie diga una palabra durante casi media jornada. A nuestro paso, aldeanos y viandantes corren a esconderse: la visión de los cruzados produce espanto. Al cabo, encontramos un retén de soldados papistas y, un poco más allá, vemos un campamento militar, las tiendas de lona blanca, las enseñas flameantes con la cruz roja y el aún más aterrador blasón amarillo y negro con un puño dorado: la divisa del cruel carnicero de la Iglesia. Estamos en el acuartelamiento de Simón de Montfort. La boca se me seca y un agudo ataque de pánico me nubla la vista. Pienso en el macabro desfile hacia Cabaret. Las narices y los labios rebanados. Los ojos perforados con feroces espinas. Un calor húmedo se extiende por mi entrepierna. Me he orinado. Recuerdo aquella única otra vez que también me oriné, hace ya tantos años, cuando tuve que enfrentarme a Guy, el gigante inocente, aquel niño eterno a quien yo tomaba por un pavoroso guerrero. También yo era a la sazón casi una niña. Ha pasado tanto tiempo desde entonces. Y han sucedido tantas cosas. Inspiro profundamente varias veces, intentando calmarme. Tengo que estar a la altura de mi Maestro. Tengo que estar a la altura de lo mejor que siempre he soñado para mí misma. Si otros han soportado el sufrimiento, yo también lo soportaré. No me queda más remedio. Piensa, Leola: las cosas ocurren en el tiempo, duran un instante y luego se acaban. Todo termina, incluso el dolor y la tortura. Es cuestión de aguantar durante un rato… y luego llegará la muerte dulce y compasiva. Que mi Maestro no se avergüence de mí, si puede verme desde algún lugar del cielo o de la memoria. Tengo que comportarme como un auténtico guerrero.
Nos hemos detenido delante de una de las tiendas. Me desmontan de un empujón y caigo de rodillas sobre el suelo.
– Mi Señor, aquí están los espías -dice el cruzado que viene con nosotros y que parece comandar el grupo.
Alzo la cara y miro a la persona a la que el caballero se dirige. Es un hombre de hierro de mediana altura, corpulento y cargado de hombros. Su rostro muestra un desagradable desequilibrio entre una mandíbula colosal, apenas recubierta por una barba rala del color de la paja, y una pequeña frente estrecha y huidiza. Los ojos hundidos, muy negros y brillantes, serían hermosos si no mostraran una mirada tan dura y tan ávida. En el pecho de su sobreveste, el puño bordado en hilo de oro.
– Bien. Muy bien.
El cruzado le da a Simón de Montfort mi cinto con la espada, el cuchillo y la faltriquera. El Vizconde desengancha la bolsa y tira al suelo lo demás. Saca el pergamino, rompe los sellos con gesto impaciente y comienza a leerlo. Pobre señora de Lumiére. Pobre Violante. Pobres todos nosotros. He fallado, y en este instante eso me angustia todavía más que la certidumbre del horror que me espera.
Montfort sonríe. Una boca inmensa en su inmensa quijada. Dientes poderosos y afilados hechos para triturar y desgarrar.
– De manera que la señora de Lumiére se había enterado del movimiento de nuestras tropas y de nuestro plan de ataque… Qué pena que mi amigo Trencavel no pueda disponer de esta información. Muy interesante. Ya investigaremos de dónde salió la filtración. En cuanto a vosotros…
Montfort se detiene y se nos queda mirando con ojos maliciosos. Se divierte. Le alegra nuestro miedo. El Señor de la Muerte se alimenta de espanto. Pienso, por un instante, en lo que sucederá cuando descubra que soy una mujer. Siento que vuelve a crecer el pavor dentro de mí. Trago saliva e intento controlarme. El infierno es este mundo, como decía el viejo De Nevers. El Vizconde saca su daga del cinto y se acerca a nosotros lentamente. Narices cortadas, ojos reventados: mi carne se estremece de un dolor presentido. Virgen Santísima, quiera Dios que lo aguante, quiera Dios que sea rápido. Montfort da una vuelta en torno a nosotros tres como un lobo hambriento. La hoja del puñal brilla en su mano. Y de pronto… ¿qué hace? ¿Está acuchillando a Gastón? No… ¡No! Ha cortado sus ataduras. A mi lado, el alquimista se frota las muñecas.
– Que paguen a este perro su dinero y que se marche -ordena el Vizconde.
Un cruzado le arroja una bolsa de cuero que Gastón no atina a atrapar. La bolsa cae al suelo, tintineante, y el alquimista la recoge. Le miro con ojos desorbitados. Hiel en mi boca, hielo en mis entrañas.
– ¡Miserable! -ruge Nyneve.
– Cómo…, cómo has podido… -balbuceo.
Pálido y tembloroso, Gastón rehuye mi mirada. El Vizconde suelta una carcajada.
– ¡Pero por qué! -grito.
– ¿Por qué? ¡Tú te lo ganaste! ¡Te dije que no lo hicieras! ¡Te lo advertí! ¡No nos iba nada en esta guerra! ¡Y yo tengo una misión! ¡Me debo a mi trabajo, que es mucho más importante que nada! ¡Más importante que tú, maldita sea! ¡Y gracias a este dinero podré completarlo! -aúlla Gastón, fuera de sí, el rostro escarlata, las venas de SU cuello hinchadas y vibrantes.
Nyneve le escupe. El lapo cae en el labio inferior del alquimista, en esa hermosa boca que tantas veces besé. Venenosa boca de serpiente. Gastón se seca con el dorso de la mano y, sin mirarnos, se sube a mi buen Alegre y sale al galope. Montfort aplaude, agitado por la risa.