Los feligreses empiezan a abandonar el lugar y la plaza va quedándose vacía. Nosotros también nos ponemos en pie: debemos marcharnos. Mientras yo pago al posadero, Nyneve y Gastón van al establo en busca de los caballos. Cuando nos quedamos solas, la matriarca se acerca a mí y pone su blanca mano sobre mi brazo:
– Quería pediros un favor, mi Señor -susurra discretamente-. Es algo delicado, y me apena tener que abusar de vuestra generosidad, pues ya os debo demasiado…Pero las circunstancias son tan graves y hay tan poca gente en la que confiar que no puedo por menos que preguntároslo. Sin embargo, sabed que sois completamente libre de aceptar o no. Si no queréis hacerlo, lo entenderé perfectamente.
Sus palabras me inquietan.
__Hablad sin miedo, Señora.
La Perfecta carraspea con nerviosismo. Violante me mira fijamente con sus grandes ojos del color de la miel.
__Habréis de saber, mi Señor, que, pese a su juventud y su pequenez física, mi hija es toda una mujer. Y una mujer muy valiente y con grandes recursos. Con ardides que no voy a revelaros, y amparada en su aparente insignificancia, Violante ha conseguido infiltrarse en medios próximos a Simón de Montfort. Digamos, para entendernos, que ha espiado los próximos movimientos de los cruzados. Disponemos de información de relevancia para la guerra, información que debe llegar cuanto antes a manos de mí primo, el vizconde de Trencavel. Podríamos intentar llevársela nosotras mismas, pero sospechamos que Violante ha sido descubierta, y las dos somos demasiado conocidas por nuestros enemigos y tememos ser interceptadas. Puesto que vos os dirigís a Albi, quería pediros que llevarais dicha información al Vizconde. Como veis, me he puesto en vuestras manos al contaros todo esto. Apenas os he tratado, pero confío en vos, y creo que el Señor Buen Dios no me dejará equivocarme. Meditad la respuesta: es una encomienda que os compromete y, como digo, entenderé que la rechacéis.
Siento un retemblor en la boca del estómago.
– No os habéis equivocado al confiar, Señora. Haré lo que me pedís con mucho gusto.
La Perfecta cierra los ojos un instante con expresión de alivio:
– Alabado sea Dios. Tomad, en esta carta viene todo. Cuando lleguéis a Albi, decidle a mí primo que vais de mi parte. El documento está autentificado con mi sello. Y que Dios os proteja y os bendiga.
Rápida y sigilosa, la señora de Lumiére me entrega un pergamino doblado y lacrado. No sé dónde esconderlo, porque Nyneve se ha llevado las alforjas. Tras un instante de duda, introduzco la carta por el cuello de mi cota de armas. El pergamino resbala por mi cuerpo y queda detenido en un costado, entre la almilla y la armadura, sujeto por el cinto, que impide que caiga al suelo. Por el momento lo dejaré ahí, ya buscaré un lugar mejor donde guardarlo
– Que Dios os bendiga -vuelve a repetir la matriarca.
Por una esquina de la plaza aparece una compañía de soldados: quizá vayan a relevar a la guardia de la muralla. Una bandada de ánades cruza el cielo en formación de flecha, agujereando la placidez de la tarde con sus graznidos. Soldados y aves desfilan ordenada y disciplinadamente, los unos para quedarse a esperar lo inevitable, las otras para escapar del ya próximo invierno. Adiós, plazas bulliciosas, días embalsamados de tibieza, niños ignorantes del peligro. Quién tuviera la libertad de los pájaros para huir del frío y del hierro que se acercan.
– ¡No puedo creer que hayas aceptado llevar esa carta!
Gastón está furioso. Aunque conozco bien su ira, creo que jamás le había visto tan indignado. Sus ojos son puñales de odio enfebrecido con los que querría acuchillarme. El veterano guerrero que aún soy percibe su peligro y su violencia y me hace ponerme en guardia. Siento que mi cuerpo se tensa y se prepara para el combate. Acerco mi mano a la espada y me siento ridícula: no es posible que Gastón quiera atacarme… Sé que podría con él en una pelea, o creo que aún le puedo, aunque estoy desentrenada. Pero la cuestión no es ésa: lo inquietante es siquiera pensar que podría agredirme. Bajo el brazo e intento relajarme y dialogar con él:
– ¿Por qué te pones así? La señora de Lumiére me lo pidió y no encontré razones para negarme. Tampoco es una encomienda tan difícil…
– ¿Ah, no? ¡Has escogido bando! ¡Al aceptar la carta, te estás convirtiendo en una emisaria de Trencavel, en una espía! ¡Te has puesto en riesgo y, lo que es peor, me has puesto en riesgo a mí sin siquiera preguntarme si deseo asumirlo! ¡Has comprometido mi libertad dentro de esta guerra absurda y sin sentido! ¡Has amenazado mi vida y m ' trabajo, que es mucho más importante, más definitivo y perdurable que este combate ciego entre ignorantes! Y por si fuera poco, has escogido mal, porque acabarán Enciendo los papistas!
– ¡Eso está por ver! Y, en cualquier caso, yo desde luego estoy en contra de las carnicerías de los cruzados Estoy en contra de Simón de Montfort. Sí, he escogido bando, y me siento orgullosa de ello. No sé cómo puedes decir que son lo mismo.
– ¿Acaso no son todos unos fanáticos? Esos cátaros que tanto aprecias y que se dejan quemar vivos con tal de no renegar de su idea de Dios, esos Perfectos que entran en la pira cantando, ¿no son también unos iluminados? La única opción sensata es estar de parte de los vencedores: es la única manera de sobrevivir. Y yo he de sobrevivir. Me debo a mis estudios, a mi trabajo. Estoy muy cerca de conseguir lo que busco. Y ese logro no tiene parangón con ningún otro afán de los humanos. Destruye la carta ahora mismo, Leola. Destruyela o, mejor, vamos al cercano campamento de los cruzados y se la entregamos a Montfort.
– ¿Y eso no es escoger bando?
– Eso es cuidar de uno mismo. Eso es ser prudente y procurarse un salvoconducto y una vida mejor.
– Nunca. No haré eso nunca. Voy a llevar el documento a Albi.
– Te lo digo por última vez, Leola. Entrégame esa carta. O destruyela. O vamos al campamento de Montfort. Haz lo que te digo o atente a las consecuencias.
– Atrévete a quitármela, Gastón.
Los ojos del alquimista relampaguean. Me detesta. Y me da miedo.
– ¿Es tu última palabra?
– Llevaré el pergamino a Albi y se lo daré a Trencavel, contigo o sin ti.
– Entonces será sin mí.
Gastón hunde los talones en los flancos de Alegre y, dando medía vuelta, se marcha al galope desandando el camino que hemos hecho. Observo su espalda mientras se aleja: sé que no le voy a volver a ver. Éste es el final.
– Se lleva a Alegre. Nos ha robado el caballo -gruño, con un nudo en la garganta.
– Sí, eso parece -suspira Nyneve-. Pobre animal, en manos de ese inútil. Cuando se le acabe el dinero, terminará comiéndoselo.
__Me alegro -sigo diciendo con mi voz apretada.
– ¿De que se lo coma?
– De que se vaya.
– Oh, no creo que sea tan fácil… Ahora que lo pienso, me parece que pronto le veremos por Albi. No va a abandonar todos sus alambiques y sus retortas… Todavía no nos hemos librado de Gastón.
Qué confusión. Noto un inmenso alivio y, al mismo tiempo, una pena profunda, una sensación de ausencia, de mutilación, como si me hubieran cortado otro par de dedos. E¡ nudo de la garganta se me sube a los ojos convertido en una humedad que arde y escuece, pero no sé si estoy llorando de tristeza o de alegría.
– Sigamos. Pronto oscurecerá y aún nos queda mucho camino.
Como hemos salido de Lombers con el sol ya muy bajo, habíamos decidido llegar hasta la posada de las Tres Colinas, a pocas leguas de la ciudad, para pasar la noche. Mi estúpida decisión de contarles a Nyneve y Gastón el asunto de la carta nos ha detenido un buen rato a las afueras de Lombers en esta discusión amarga y sin sentido, y ahora tendremos que avivar el paso.
– No importa. Los bridones están descansados y creo que podremos llegar a la posada poco después de vísperas.
Nos ponemos al trote largo y me dejo mecer por el conocido movimiento de mi caballo. El golpeteo de los cascos sobre el duro suelo adormece mi espíritu. La espada tintinea rítmicamente contra la armadura y siento el calor de Fuego entre mis piernas, su musculosa fuerza, su potencia tranquila. Hay un placer en volver a correr por los caminos revestida de hombre. Libre e intocable. Bien protegida de la necesidad y la necedad airada de los Gastones por mi capullo de hierro.
Le veo en cuanto salgo de la posada. Está sentado en una piedra, al borde del camino, arrebujado en su capa para protegerse de la humedad de la mañana. Sin duda nos está esperando, pues sabía que pensábamos hacer noche aquí.
– Te dije que no nos íbamos a librar tan fácilmente de él -masculla Nyneve con disgusto.
Siento una especie de sofoco, opresión, nerviosismo. El corazón ha echado a correr dentro de mí pecho. Creo que lamento que haya regresado. Creo que prefiero mi vida sin él. Me acerco lentamente hacía Gastón y él se pone en pie. No sé qué decirle. No sé qué quiero hacer.
– Hola, Leo.
Guardo silencio. Gastón tirita de frío. O quizá de tensión. Se le ve muy pálido y sus hermosos ojos aterciopelados están sombreados por oscuras ojeras. Siento una punzada de conmiseración, un húmedo eco de toda la ternura que antaño le tuve. En mi mano hormiguea el deseo de tocarle, aunque no sé si ansío golpearle o acariciarle.
– Lo he pensado mejor. Estoy dispuesto a regresar con vosotras… a pesar de la carta.
Se expresa con rígida dificultad, como si las palabras se negaran a salir de su boca. Es tan orgulloso. Sé lo que le está costando admitir su error. Aun así, sigo guardando dentro de mí demasiado rencor. No estoy dispuesta a facilitarle las cosas.
– Pues no sé si nosotras queremos que regreses.
Gastón cierra los ojos un instante y suspira.
– Está bien. Lo siento. Te pido disculpas.
Tiene la voz ronca, casi rota, y los temblores le sacuden visiblemente. Me conmuevo a mi pesar.
– Está bien. Puedes venir… pero tenemos que hablar.
En un impulso repentino y absurdo, estiro el brazo e intento acariciar su cara. Gastón se sacude y rehuye mi contacto con brusquedad, como si mi mano le quemara.
– Sí. Ya hablaremos -murmura con aspereza.
Su hosquedad me irrita nuevamente. Esta historia está acabada. Cuando lleguemos a Albi, debemos aclarar las cosas y separarnos.
Nyneve se acerca trayendo los caballos de las tiendas:
– ¿Y bien?
– Vamonos -digo de malhumor.
Gastón se dirige a Alegre, que está atado a un arbusto. El palafrén se encuentra totalmente cubierto de sudor. Babas blancas resecas se le pegan a los belfos como encajes.