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__Pero…, pero ¿cómo es posible decir tantas herejías en tan poco tiempo? -salta de nuevo el de la nariz rota, que parece tener menor compostura que su compañero-. ¿Cómo vamos a ser todos almas puras? ¿Dónde dejáis el pecado original, la tentación de Eva? ¿Y cómo va a ser posible que nos salvemos todos? Ya lo dicen los Padres de la Iglesia: Salvuturum paucitas, damnandorum multitudo…

– Que quiere decir «pocos se salvarán, muchos se condenarán» -interviene el afable anciano-. Hablad en lengua popular, os lo ruego. Vuestros latines son un instrumento de poder que alejan, desconciertan y oprimen a los fieles. Pues bien, los Padres de la Iglesia se equivocan en este punto. Os repito: nos salvaremos todos en la magnanimidad infinita de Dios. La Iglesia usa la amenaza del castigo eterno como quien usa el látigo para amedrentar a sus esclavos.

– Extra ecclesiam nulla salus!- -grita el prelado, enfurecido, como quien lanza un exorcismo contra el Diablo.

– Cuánta insistencia con el latín… ¿No os sería más fácil decir «fuera de la Iglesia no hay salvación», que es lo mismo pero lo entendemos todos? Por otra parte, ¿de qué Iglesia me habláis? Porque hay una Iglesia que huye y perdona y otra Iglesia que esquilma y que mata…

La luz del sol entra por los rosetones emplomados de la nueva catedral de Lombers y dibuja ardientes geometrías de colores en el aire. Hace mucho calor y la muchedumbre exhala el olor agrio y rancio de la ropa sudada y la peste fermentada de sus pies aprisionados por el calzado. De cuando en cuando se escuchan los gritos o los llantos de algún niño y murmullos de repulsa o aquiescencia que rubrican las palabras de los contendientes. Fuera de eso, la atención y el silencio son totales. Miro a mi alrededor: artesanos, campesinos, mercaderes. Todo Lombers está aquí. Observo sus ceños fruncidos por el esfuerzo de entender lo que se está diciendo. Saben que las palabras pesan y que su destino depende de este debate tanto como del chirrido del acero. A la izquierda del altar, detrás del sitial de De Nevers, alguien agita una mano.

– Mira… ¿No la reconoces? – me susurra Nyneve.

La pequeña figura vuelve a saludar: se diría que se dirige a nosotros. El rostro angelical, el brazo diminuto. Es la hija de la Perfecta de Montauban, aquella enana de pe-chito picudo a la que defendimos al final de la prédica de fray Angélico. Debe de estar de pie sobre uno de los asientos del coro, por eso su cabeza queda casi a la altura de las de los demás. A su lado, ahora lo advierto, se encuentra su madre, la religiosa catara, pálida y elegante en sus ropajes negros.

– Hermano Guillaume, poseéis la facilidad verbal de los endemoniados -está diciendo el otro enviado del Papa con voz sosegada-. Y con ella disfrazáis vuestras terribles herejías. Pero lo cierto es que ni siquiera creéis en la Sagrada Eucaristía.

– Y, para mayor abominación, en vuestros ritos satánicos celebráis una pantomima eucarística para burlaros del Santo Sacramento… -tercia el otro prelado.

– Lo que no podemos creer es que el pan y el vino se transmuten verdaderamente en el cuerpo y la sangre de Jesucristo. Por Dios, hermanos, eso es pura magia para ignorantes… Y no, no nos burlamos en absoluto del sacramento; lo que hacemos es celebrar la repartición del Pan de la Palabra Divina, como memento de aquella Ultima Cena. Ahora bien, nuestro pan es simple pan, una humilde mezcla de agua y harina amasada por hombres; y cuando lo llamamos Pan de la Palabra Divina, sólo estamos usando una metáfora. Pero quizá no conozcáis lo que es una metáfora…

El religioso de la nariz rota se ha puesto en pie con tan brusca violencia que su pesado sillón se tambalea. Demudado por la ira, estira su largo brazo y señala con un índice tembloroso al canónigo:

– ¡Y vos no conocéis la cólera de Dios! Os veré subir a la hoguera, Guillaume; y eso no será nada comparado con los eternos tormentos del infierno. Claro que vos tampoco creéis en la existencia del infierno…

El albígense permanece en silencio durante unos instantes. Luego vuelve a hablar con una voz tranquila pero rota, una voz cansada que, por vez primera, parece pertenecer verdaderamente a su cuerpo de anciano:

– En eso os equivocáis, Castelnau… El infierno existe, y es este mundo.

Acabado el debate, los enviados del Papa se han marchado a toda prisa de Lombers. Me inquieta su urgencia: puede que simplemente les desagrade permanecer en territorio hereje, pero también puede que sepan algo que nosotros desconocemos. La guerra está muy cerca: el sanguinario Simón de Montfort acampa con sus tropas a medio día de distancia de la ciudad. El aire está cargado de amenazas y Lombers se prepara para el asedio. También nosotros debemos regresar con prontitud a Albi, antes de que el camino quede cortado. Pero primero hemos venido a la posada para almorzar algo. La temperatura sigue siendo buena a pesar de las fechas otoñales y el posadero ha sacado sus mesas a la calle. La plaza está llena de gente: los asistentes al debate beben sidra o cerveza y comentan la situación en apretados corros, los niños juegan, los perros rebuscan entre las basuras, los burros rebuznan junto al pilón del agua. Podría ser un día de fiesta, pero la pesadumbre oprime los corazones.

– Buenas tardes, mi querido señor de Zarco… Me alegro de volveros a encontrar. ¿Os acordáis de nosotras? Soy la señora de Lumiére… y mi hija Violante.

La matriarca catara ha venido a saludarnos. Su voz grave y sonora vibra como el bronce de una campana. Violante sonríe graciosamente y hace una pequeña reverencia cortés. Viste una primorosa túnica de brocado verde con las mangas acuchilladas en seda carmesí, todo de tamaño diminuto,

– Mi Señora… Mi joven Dama… ¿Queréis acompañarnos y tomar algo?

– Tal vez un poco de agua y algo de pan y queso… Debemos reponer fuerzas antes de regresar a casa.

Ahora recuerdo que, el día de fray Angélico, la matriarca nos contó que residía en Rabastens, al Oeste de Lombers. Y no vivía con otras Buenas Mujeres, como los cátaros suelen hacer, sino en una gran mansión en la que había habilitado un hospital para la comunidad. Dama noble y madre de caballeros, la señora de Lumiére había recibido el consolament, el único sacramento que administran los albigenses, tras quedar viuda del barón de Rampert. Su hijo mayor heredó el título y ella se retiró junto con Violante a una de las propiedades familiares, para vivir la austera y laboriosa vida de los Perfectos.

– Esto es algo bastante común. Muchas damas no-bies occitanas se convierten en matriarcas cataras al enviudar -explica Nyneve.

Hemos pedido queso, pan blanco y apio, y la señora de Lumiére come con un saludable y enérgico apetito que no parece adecuarse con su enjuto cuerpo, mientras su hija hace pelotitas con los alimentos y apenas mordisquea unos pocos pedazos.

– Violante, por favor…, recuerda que tenemos el enorme privilegio de no pasar hambre…

– Sí, madre… -contesta la enana con dócil aquiescencia.

Y se endereza sobre el banco, en el que está puesta de rodillas para poder alcanzar el plato, y durante cierto tiempo simula comer con propiedad.

– ¿Qué os ha parecido el debate? -pregunta la Patriarca.

– Interesante. Muy revelador. En realidad creí que iba a ser una discusión teológica, algo mucho más alambicado y más oscuro, pero ha sido una explicación del catarismo apta hasta para ¡os más ignorantes, como yo.

– Mi querido caballero, no seáis innecesariamente modesto, la humildad excesiva también peca de orgullo… Pero sí, es cierto que el tono del debate ha sido muy asequible… gracias a la sabiduría de De Nevers. De eso se trataba: de intentar contrarrestar las mentiras y manipulaciones de la Iglesia, la ceremonia de confusión de los papistas, para explicar a las gentes sencillas lo que en verdad somos. Pues es a ellos a quienes debemos convencer.

– Desde luego, dudo que los enviados del Papa puedan ser convencidos de nada. No escuchan. Son unos locos de la fe, como suele decir el señor Nyne…

La Perfecta frunce el ceño con expresión de pesadumbre:

– Tal vez estéis en lo cierto… Aunque quisiera creer que no. Quisiera creer que las palabras aún pueden detener este dislate.

– Pero ¿qué otra cosa tenemos sino las palabras, Leo? -salta Nyneve con un extraño apasionamiento-. ¿Qué otra cosa sino la razón? Es nuestra única arma. Cuanto más difícil sea la situación, cuanto más desesperada y más confusa, más debemos esforzarnos en pensar. Que los dioses nos iluminen para ser capaces de razonar con claridad, porque dentro de nuestras cabezas tiene que estar la solución para todo esto. Piensa, Leo, piensa…

También Nyneve está envejeciendo. Ignoro su edad: ella dice que es varías veces centenaria, pero supongo que ése es uno de sus juegos de palabras. Cuando nos conocimos aparentaba la treintena, de manera que ahora debería rondar los cuarenta y cinco. No los representa: durante muchos años, el tiempo pareció deslizarse sobre sus hombros sin herirla. Últimamente, sin embargo, algo semejante a la edad o quizá al cansancio se está remansando en pequeños rincones de su rostro: en las tensas comisuras de su boca, en sus ojos apagados y hundidos, en su cabello rojo fuego cada vez más entreverado por la plata. Pero, sobre todo, noto en ella una crispación de ánimo, una ofuscación que antes no tenía o que yo no le veía. Mi pobre Nyneve, mi Maestra, empieza a mostrarme sus debilidades.

Mientras mi cabeza vaga por sí sola en estos razonamientos, escucho la conversación que mantienen la señora de Lumiére y Nyneve sobre Simón de Montfort y la actual situación bélica. Sentado en un extremo, Gastón calla y tuerce la boca en su gesto habitual de desagrado, para demostrar que detesta nuestra compañía y que está perdiendo el tiempo con nosotras, en vez de estar embebido en su búsqueda hermética de lo excelso. A mí lado, Violante arroja con disimulo bolitas de pan y queso al suelo, para alimentar a los gorriones de cuerpecillo esponjoso y pechito tan picudo como el de ella. Brincan los pequeños pájaros a nuestros pies, cada vez más audaces, cada vez más cerca, y de cuando en cuando ladean la cabeza y nos miran con un ojo redondo y muy brillante, valorando nuestras intenciones: ¿vas a hacerme daño? ¿Esto es de verdad comida o es una trampa? ¿Piensas utilizar tu fuerza bestial contra mi fragilidad y mi menudencia?

Qué tarde tan hermosa. Una tarde de sol tibio y brisa fresca. Nubes blancas y mullidas como vellones de lana corren ligeras por el cielo azul brillante. Recortado contra ese fondo veloz, el campanario de la iglesia parece vibrar. Durante un instante vertiginoso tengo la sensación de que es la pesada torre de piedra la que se está moviendo sobre el cielo ancho y quieto. Parpadeo y aparto la vista, mareada por la repentina inestabilidad del mundo. Unos niños Juegan a arrojarle un palo a un perro y el animal corre a recogerlo una y otra vez, sin cansarse de la diversión repetitiva. Una anciana llena un cántaro en la fuente, parejas de jóvenes se susurran amores, un juglar andrajoso canta una romanza y pide monedas, una matrona rechoncha ayuda a caminar a su marido cojo. Todos ellos nacieron de mujer entre sangre y humores pegajosos, todos ellos fueron niños y luego adolescentes Henos de deseos, de miedos y esperanzas. Sé quiénes son porque reconozco en ellos mi propia vida. Algo sucede con mis ojos: al igual que antes creía que la torre galopaba por el cielo, ahora me parece que sobre la plaza ha caído una extraña inmovilidad, como si mi mirada se hubiera salido del tiempo. Es un momento de extraordinaria calma, un instante de vida plena y detenida. Otras veces he percibido esa misma sensación, justo antes del comienzo de un combate. Justo antes de arrojarte sobre tu enemigo y sumergirte en una velocidad que ya no puede parar hasta la muerte o la sangre, el mundo alcanza su máxima quietud. Es el ojo del huracán, la paz absoluta antes de la vorágine. Y ahora me siento así, instalada en la fugaz eternidad de esta tarde tan bella, a la espera de que la fuerza bestial de los cruzados de Simón de Montfort aplaste nuestra fragilidad y nuestra menudencia.

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